HACIA LA NUEVA MÚSICA
“La clave de toda mi evolución”. Así se refería Schoenberg a sus Gurre-Lieder (1900-11), una obra que sorprende de antemano por sus abrumadoras e insólitas dimensiones: en la versión de su alumno Edwin Stein, que es la que escuchamos esta noche, son unas dos horas de música para narrador, cinco voces solistas (soprano, mezzo, dos tenores y bajo), tres coros masculinos a cuatro voces y uno mixto a ocho, catorce instrumentos de viento madera, quince de viento metal, dieciséis de percusión (incluyendo seis timbales), dos arpas, celesta, piano, armonio, y un mínimo de doce primeros violines, diez segundos, ocho violas, ocho violonchelos y seis contrabajos. Aun así, se trata de una de sus partituras menos complejas o difíciles de entender para el aficionado medio, y para ver por qué eso es así vamos a repasar en unas pocas líneas quién fue este compositor vienés tan respetado y a la vez tan enormemente controvertido.
Arnold Schoenberg
Nacido en Viena en septiembre de 1874, miembro de una familia de origen judío y compositor autodidacta, su gran referencia fue desde muy pronto Richard Wagner, quien con sus dramas musicales había tensado los límites de la música tonal hasta unos extremos que anunciaban prácticamente su disolución definitiva. Por eso en 1899 tenemos al joven Schoenberg componiendo una obra ampliamente dominada por la influencia wagneriana como el sexteto Verklärte Nacht (Noche transfigurada), pero pensando a la vez en ir más allá, pues se sabía destinado a cumplir una misión histórica, y esa misión consistiría primero en la instauración gradual del régimen atonal y, después, en implantar un sistema nuevo que asegurase “la supremacía de la música alemana durante los próximos cien años”: el dodecafonismo. Rechazado por los nazis en 1933, se estableció en Estados Unidos, donde murió en julio de 1953.
Así, tenemos a grandes rasgos tres etapas: la primera es aún posromántica y asume el legado de los compositores alemanes del siglo XIX, principalmente el de Wagner; en la segunda llevará a la práctica los vaticinios realizados por Liszt hacia 1881: la transición natural de la música tonal a la atonal; y en la tercera (más o menos a partir de 1923) desarrollará el sistema dodecafónico sobre la base de la técnica de las doce notas. En estas aventuras se vio acompañado casi desde el principio por sus discípulos Anton Webern y Alban Berg, y juntos compondrían lo que se conocería como Segunda Escuela de Viena. La enorme trascendencia de la revolución atonal y de la posterior implantación del dodecafonismo se prolonga hasta nuestros días, pues la música nunca sería igual después de Schoenberg, y eso es tan verdad como la vida misma. Pero las raíces de los Gurre-Lieder, compuestos fundamentalmente durante la primera etapa, hay que buscarlas más atrás.
Antecedentes
Se suele decir que los Gurre-Lieder son un compendio de las principales corrientes del romanticismo europeo: en ellos está el Beethoven que transgredió las convenciones de la sinfonía clásica con la inclusión de la voz en la Novena, está el Schumann de los amores poéticos, está el Berlioz de las leyendas dramáticas (La condenación de Fausto), está el Liszt de los melodramas y las ambigüedades armónicas, está el Sibelius de las leyendas nórdicas (Kullervo), está el Brahms de los grandes estructuras sinfónicas. Está Wagner, por supuesto, y más que ninguno. Además, para el año 1900 Mahler ya había estrenado su Segunda sinfonía (“Resurrección”) y Strauss varios de sus poemas sinfónicos. Pero no hay ningún antecedente con este despliegue coral y orquestal, ni con esta violencia expresiva, ni quizás con esta tensión dramática. Schoenberg llevó al límite la retórica romántica con un auténtico volcán en erupción, y de esa forma dinamitó todos sus principios para allanar definitivamente el camino hacia la Nueva Música.
El poema: Valdemar y Tove
Ahora bien, ¿qué son realmente los Gurre-Lieder? En sí mismos constituyen un ciclo de canciones (lieder) a gran escala, pero se ha hablado algunas veces de oratorio, otras veces de cantata, y aún otras de una gran sinfonía dramática. Ponen música a un poema de Peter Jacobsen inspirado en una leyenda medieval danesa sobre el amor secreto entre el rey Valdemar IV Atterdag (1340-1375) y la joven Tove Lille. La historia es más o menos así: Valdemar y Tove se enamoran en Rügen, una isla en el mar Báltico; a su vuelta a Selandia con la joven, el rey levanta para ella el castillo de Gurre junto al lago Esrom. En un arranque de celos y en ausencia de Valdemar, su mujer, la reina Helvig, encierra a través de su amante Folkvard Lavmandsson a Tove en una cámara, donde muere en lenta agonía. El poema se completa con otra leyenda, según la cual Valdemar prolongaría la búsqueda de la muchacha más allá de su propia muerte en Gurre, cabalgando eternamente por bosques y llanuras.
Como tantas veces, la historia tenía antecedentes más o menos reales, que en este caso se remontarían a unos doscientos años atrás: nuestro Valdemar estaría inspirado en Valdemar I de Dinamarca (1157-1182) y Helvig lo estaría en su legítima mujer, Sofie. Durante mucho tiempo, desde época medieval, se cantaron baladas sobre las leyendas de Gurre. El tema no podía ser más romántico: amor, naturaleza, elementos sobrenaturales… El compositor, gran amante de la literatura, conoció seguramente el texto de Jacobsen en 1899, año de su publicación en alemán. Quizás incluso trabajase inicialmente sobre los borradores de la traducción. Sea como fuere, el poema determina inevitablemente el esquema de los Gurre-Lieder, y los divide en tres partes.
En la primera tienen lugar los momentos más poéticos y de mayor lirismo de la obra. Después de un preludio orquestal, Valdemar (tenor) y Tove (soprano) alternan canciones de puro amor con instantes épicos en medio de un clima ocasionalmente agitado por los dramáticos presagios del rey, que se materializan en un breve y estremecedor interludio. La canción de la Paloma del Bosque (mezzosoprano) relata la muerte de la joven.
La segunda parte es la más breve (unos cuatro o cinco minutos) y consiste únicamente en el lamento de Valdemar, que eleva su cólera a Dios: “yo también soy un Monarca”.
La tercera nace de una atmósfera crepuscular para poner música a las cacerías salvajes del espectro de Valdemar entre apariciones fantasmales y sobrenaturales. Un campesino (bajo) describe la partida de los muertos, los hombres de Valdemar, que cabalgan con violencia. Vienen después dos nuevas canciones: la del rey evocando a Tove y la del bufón Klaus (tenor) caricaturizando sus lamentos. Valdemar se dirige al cielo, y con él sus hombres se desvanecen para siempre. En el epílogo, luego de un preludio y del relato del narrador, se da la apoteosis final: un himno al sol con la esperanza de un nuevo amanecer.
La música
Ya hemos adelantado un elemento fundamental a la hora de comprender los Gurre-Lieder: la influencia de los compositores románticos en general y de Wagner en particular. Schoenberg pertenecía aún a ese mundo cuando empezó a componerlos en marzo de 1900, y también cuando los dejó prácticamente acabados en 1903. Sólo quedaba la tercera parte por terminar de orquestar. Pero pasaban los años y la partitura parecía abandonada por completo: “la retomé en julio de 1910 (…) debe verse que la parte instrumentada en 1910 y 1911 muestra un estilo orquestal completamente distinto al de las partes I y II. No era mi intención ocultarlo. Al contrario, es evidente que diez años después orquestaría de otra manera”.
Verdaderamente, entre 1900 y 1910 pasaron muchas cosas, pero hay una que destaca sobre todas las demás: la superación de la armonía tradicional. “En 1908 la música de Schoenberg no estaba en ninguna tonalidad”, dirá Webern en 1933 en referencia a las Piezas para piano op. 11, que consideraba las primeras obras atonales puras. “Nadie puede imaginarse aquel momento, por supuesto, como algo repentino. Sus lazos con el pasado eran muy sólidos”. Para Schoenberg y sus discípulos, la disolución de la tonalidad respondía a un proceso tan natural e inevitable como el que en su día había llevado a la desaparición de los modos eclesiásticos. De esta época (1903-1909) son obras como el poema sinfónico Pelleas und Melisande, los cuartetos de cuerda nºs 1 y 2, la Sinfonía de cámara op. 9, los Dos lieder op. 14, el ciclo Buch der hängenden Gärten, las Cinco piezas orquestales op. 16, el monodrama Erwartung o las citadas tres Piezas para piano op. 11. Para orientarnos, son también los años de las óperas Salomé (1905) y Elektra (1909) de Richard Strauss, de La mer (1905) de Debussy, de la Octava sinfonía (1906) de Mahler o de la Madama Butterfly (1904) de Puccini.
Por tanto, en lo que se refiere a la música, los Gurre-Lieder conforman una obra tonal y masivamente posromántica, con abundante uso del leitmotiv, pero algunos aspectos de su orquestación se sitúan en los albores de la Nueva Música. Un ejemplo evidente son las texturas que acompañan a la canción del bufón Klaus, o el uso que en ella hace de los instrumentos. O el relato del narrador, que supone la primera muestra de la técnica del Sprechgesang (canto hablado o declamado) en la obra de Schoenberg y que anuncia abiertamente el expresionismo del Pierrot lunaire (1912).
El destino
Tan pronto como se estrenaron (el 23 de febrero de 1913 en Viena bajo la dirección de Franz Schreker), los Gurre-Lieder comenzaron a formar parte del pasado. “Yo no estaba destinado a continuar los caminos de Verklärte Nacht o Gurre-Lieder, ni tampoco de Pelleas y Melisande. El Comandante Supremo me tenía encomendada una tarea más ardua”, escribirá el compositor en 1948. Los Gurre-Lieder triunfaron entonces y siguen triunfando cien años después, pero el destino de Schoenberg iba por otro camino, y él estaba dispuesto a recorrerlo hasta cruzar las puertas de la eternidad.
Asier Vallejo