Concerts
BOS SEASON 15-2014-2015
F. Schubert: Rosamunda, obertura
F. J. Haydn: Concierto para trompeta en Mi bemol mayor
F. Schubert: Sinfonía n. 9 en Do mayor, “La grande”
Manuel Blanco, trompeta
Antoni Ros Marbá, director
DATES
Venta de abonos, a partír del 24 de junio.
Venta de entradas, a partir del 16 de septiembre.
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Nunca tantos pasaron tanto de tan pocos
Es bien sabido que lo de Viena no fue normal. ¿Cómo una ciudad tan carca pudo presumir durante décadas –por no decir un siglo largo- de estar a la vanguardia de la música?
La explicación no es tan sencilla como nos hacen creer hoy en día en la oficina de turismo local. La versión oficial es que los vieneses siempre han amado la música en todas sus manifestaciones, que son un pueblo germánico, sí, pero sanote y dado a la parranda. Hasta el adjetivo ‘mediterráneo’ cae a veces, sin ningún matiz peyorativo. Pues eso, diríase que estas buenas gentes de mente abierta y perspicaz acogieron con mucho cariño, muchos aplausos, mucho apoyo financiero y mucho reconocimiento a las sucesivas oleadas de compositores que se criaron o se pasaron por allí.
Menuda trola.
La verdad es que el perfil medio de compositor vienés es el de un tío incomprendido, que no tiene donde caerse muerto –a menudo en sentido literal-, al que el público da la espalda, al que los profesionales del ramo desprecian, envidian o hacen el vacío; un ser de salud vacilante, sin un duro en el bolsillo y al que las casas editoriales estafan alegremente mientras sacan a la luz sus obras plagadas de erratas. A esto se debe sumar un horror profundo a todo lo que huela a etapa trascendental en la trayectoria del artista. Todo ello complementado con una vida sentimental habitualmente catastrófica.
Es cierto que a algunos les fue mejor que a otros, pero todos acumularon varios chichones en sus flamantes bustos. A Haydn sus dueños, los Esterhazy, lo tuvieron prisionero durante más de veinte años en un pueblillo apartado. Los últimos cuartetos de Beethoven fueron unánimemente valorados como infumables. Brahms no se atrevió a escribir una sinfonía hasta que la barba y la barriga lo escondieron de sus conciudadanos; a Johann Strauss ni se le pasó por la cabeza. A Mahler le dio un pronto y se atravesó Europa de cabo a rabo para entrevistarse en Holanda con Freud durante un par de horas. Mozart, pese a deslomarse a trabajar, no ganaba la pasta suficiente para llegar a fin de mes. De Schubert ahora hablaremos. La lista puede seguir: Salieri, Wolf, Schoenberg, Zemlinsky… y eso que estamos hablando de los fieras. Imagínenese los del montón.
Pero vamos a ver. Si todo iba tan mal –y, en realidad, iba bastante peor-, ¿cómo es que estos sufridos muchachotes consiguieron escribir lo que escribieron?
Hay un cúmulo de explicaciones y de mecanismos ancestrales vieneses. El primero de ellos es que en cuanto la palmas te encumbran a los altares; este fue el caso de Mozart (Schubert se les traspapeló y tardaron medio siglo extra…). Otra de las explicaciones, quizá la principal, está basada paradójicamente en una de las características propias de la ciudad: cada persona –por protocolo, por pudor, por convenciones sociales, por tirria, por mil razones más- se habla con un número reducidísimo de conciudadanos. Esto ha posibilitado el que -durante siglos, ojo- no exisitieran dos o tres Vienas paralelas, sino ochenta o noventa. De esta manera, un compositor podía ser adoptado por un grupito minúsculo que se apropiaba de él y lo arropaba mientras el resto de logias lo castigaban con los látigos de la indiferencia. Apadrina un artista. La cosa funcionaba.
Otra explicación, seamos sinceros, es que, efectivamente, a los vieneses siempre les ha apasionado la música. Los detractores más envidiosos han remarcado que nada más natural en una ciudad en la que nadie quiere hablar con nadie; pero esto no deja de parecer una pataleta cogida por los pelos. Este amor por la música hizo que durante generaciones existiera un consolidado mercado musical doméstico, a menudo más refinado que el de la propia corte imperial. Tal demanda consumía una cantidad exorbitante de nuevas composiciones y animaba a los artistas; ciertamente pagados fatal pero, al menos, interpretados.
El gusto por la novedad convivía con el conservadurismo más feroz en una ecuación imposible para otra ciudad que no fuera la infinitamente compartimentada Viena.
Es en este afán de experimentación donde se entronca el Concierto para trompeta y orquesta en Mi bemol mayor del ya talludito Joseph Haydn (1732-1809). En 1796 su amiguete Anton Weidinger, trompetista en la corte, le contactó y le explicó en susurros que acababa de diseñar la trompeta del futuro. Un instrumento con llaves que permitiría, después de diez milenios, tocar melodías cromáticas en lugar de las cuatro notas mal contadas que ofrece un tubo con una simple boquilla. Haydn, quizá acordándose de cómo su fallecido amigo Mozart había compuesto conciertos para todos los conocidos que se le arrimaron, escuchó las explicaciones, escuchó el prototipo y se puso manos a la obra. El concierto resultante sobrepasó todas las expectativas: las musicales -porque la obra era preciosa, con sus tres movimientos a cada cual más pegadizo- y las técnicas –porque a Haydn al parecer se le fue la mano-. El pobre Weidinger tuvo que matarse a empollar durante cuatro años hasta que se atrevió a estrenar el concierto ante el público vienés. Fue el 28 de marzo de 1800, en una velada en el Burgtheater en la que el solista también tocó otra pieza compuesta ad hoc por Franz Xaver Süssmayr, el discípulo de Mozart que completaría su Requiem.
Contra todo pronóstico el reinado del fantástico instrumento de Weidinger no duró otros diez milenios. Una nueva trompeta, esta vez basada en válvulas en lugar de en llaves vino a sustituirla en 1813 y es la que ha llegado hasta nuestros días.
Al menos el Requiem de Mozart sí que tiene pinta de aguantar en cartelera hasta la próxima glaciación. Inumerables son los personajes que han sido sepultados acompañados por sus acordes. Por ejemplo el archivienés Franz Schubert (1797-1828). En este caso casi de milagro, porque algunos figurones de la ciudad no parecían estar muy de acuerdo. Josef Hüttenbrenner recuerda:
“Tietze era el mayor enemigo de Schubert, cantaba sus lieder y sus cuartetos vocales (…) pero era absolutamente contrario a un requiem. Decía que Schubert era un buen poeta, pero que un réquiem solo debía ser utilizado en honor de un verdadero y gran compositor (…) el 27 de noviembre se interpretó en San Ulrich an Platz el Requiem de Mozart, con la oposición de Tieze”.
No era una opinión aislada. Schubert había conseguido vivr sus 31 años pasando casi inadvertido para una gran parte de sus conciudadanos. Beethoven, fallecido un añito antes, no pareció darse por enterado de su existencia, y las crónicas póstumas de la década de los Treinta lo tenían por una especie de cantautor de mucho talento. Eso si es que lo citaban, que no solían hacerlo.
Hasta tal punto la sensación estar ante un artista de géneros menores estaba arraigada que incluso su propio hermano Ferdinand respondía a Schumann en 1839 –horrorizado porque su música sinfónica no hubiera sido publicada- que los editores tenían un montón de obras de Franz esperando en la cola, y que no parecían tener mucha prisa por sacarlas.
Y el hecho es que Schubert fue uno de los pocos, y primeros, compositores del XIX europeos que escribió obras maestras de todas las duraciones, desde un minuto escaso –como muchos de sus lieder- hasta artefactos que rozaban la hora, caso de su Cuarteto en Sol mayor, su Quinteto con dos celllos en Do mayor, o su Gran Sinfonía, también en Do mayor. Esta última obra, compuesta entre 1825 y 1826, fue rechazada sucesivamente en Viena, Leipzig, Londres y París. Todo un record. La leyenda tiende a idealizar la recuperación de Mendelssohn en 1839, pero parece olvidar que sólo se tocaron los dos primeros movimientos. Tendría que llegar la segunda mitad del XIX, con sus inmensas sinfonías de hechuras interminables, para que la Gran Sinfonía de Schubert fuera considerada como el talismán que permitió romper el hechizo de la Novena de Beethoven.
Schubert igualmente se acercó, como Beethoven, a la música para escena. Y con los mismos resultados desastrosos. Ni una sola de sus óperas o músicas incidentales entraron en el repertorio. Bueno, una sí: la obertura Rosamunda. Una pieza recalentada al menos en tres ocasiones.
En 1817 Schubert compone un par de oberturas “al estilo italiano”. Una mezcla divertidísima entre las futuras polkas de Strauss y el lenguaje del entonces celebérrimo Rossini. En 1820 reaprovecha el material de una de ellas para montar la obertura de una pieza teatral horrorosa, “Die Zauberharfe”. En 1823 la historia se repite y enredan a Schubert para que componga algo de música como acompañamiento a “Rosamunde” otra obra teatral fea como una nevera por detrás. Pilladísimo de tiempo recupera de nuevo la bendita obertura, la cual es interpretada en las dos únicas representaciones que “Rosamunda” aguanta en cartel. Otra vez al cajón. Pero finalmente un editor -deus ex machina- la publica a la de pocos meses en una adaptación para piano a cuatro manos. Et voilà, por fin Viena hace entrar en sus salones y en salitas este allegro chispeante. Un milagro de perseverancia colectiva.
Viena consiguió mantener este equilibrio imposible entre cuidar y pasar de sus compositores durante al menos cien años más. Sólo ellos saben cómo lo hicieron pero en todo el resto de Europa todavía nos seguimos beneficiando de ello. Desde aquí un fuerte abrazo agradecido.
Joseba Berrocal
SCHUBERT’S “GREAT” SYMPHONY
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Importante: Todas las personas que accedan a la sala (bebés incluídos) deben presentar la correspondiente entrada.
Precio de las entradas:
– General 12 €
– Abonados y abonadas BOS 10 €*
* La compra con descuento para personas abonadas solo puede hacerse en la “zona personal” de web, o en taquilla.
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