Morir para vivir
La cercanía de la muerte alimenta la leyenda de músicas a las que la literatura ha dotado tradicionalmente de un aura especial. Obras oscuras, terminales, que parecen alentadas por fuerzas del más allá. Las últimas sinfonías de Mahler (entre ellas La Canción de la Tierra) tienen esa aura y durante mucho tiempo lo ha tenido también la Inacabada de Schubert, dejada sin terminar por razones que nunca se han aclarado totalmente. La llamada de la muerte fue una de las primeras respuestas. Schubert terminó los dos movimientos de la sinfonía en octubre de 1822, pocas semanas antes de saberse enfermo de sífilis, de empezar a temer por su vida y de caer en una profunda depresión. Relacionaría la nueva obra con la fatal noticia, le faltarían fuerzas para retomarla y decidiría abandonarla para siempre.
Con el tiempo se han dado otras respuestas posibles. Sabemos que Schubert pasaba de obra en obra con gran ligereza y que entre 1818 y 1822 comenzó al menos tres sinfonías, de las cuales no llegó a terminar ninguna. Completados los dos primeros movimientos de la Inacabada, dedicó las siguientes semanas a la Fantasía Wanderer para piano y seis meses más tarde entregó el manuscrito de nuestra sinfonía inconclusa a su amigo Josef Hüttenbrenner para agradecer el Diploma de Honor que le había concedido la Sociedad Musical Estiria de Gratz. Pero Hüttenbrenner se quedó con el autógrafo y nunca en vida de Schubert se hablaría de la nueva sinfonía. En un momento dado el manuscrito pasó de las manos de Josef a las de su hermano Anselm. En 1860, transcurridos más de treinta años desde la muerte del compositor, Josef aseguró en una carta al director de orquesta Johann Herbeck que Anselm guardaba una sinfonía inacabada de Schubert capaz de situarse a la altura de la Grande y de las de Beethoven. Numerada como la Octava, salió a la luz para estrenarse en Viena en diciembre de 1865, con dirección del propio Herbeck. Entonces se completó con el final de la Tercera, pues desde el principio se trató de buscar finales posibles para la obra.
¿Por qué Schubert no terminó la sinfonía? ¿Dejó de interesarle? ¿No la valoraba? ¿Pesaron más otros encargos? ¿Tuvo de veras una impronta pesimista para él? ¿O es que era consciente de la calidad de la música compuesta y se veía incapaz de igualarla? Los interrogantes no terminan ahí, pues la Inacabada, precisamente por estar dotada de un aura especial, ha sido motivo de innumerables análisis. La tonalidad de si menor, muy poco frecuente en la época, la ha emparentado con la Misa en si menor de Bach y con la Sexta de Chaikovski, dos obras finales, definitivas, misteriosas, plagadas de sombras, cercanas a la muerte. Alienta la visión de quienes encuentran en la Inacabada un halo fatalista. No hay que olvidar tampoco las inclinaciones homosexuales que determinados sectores de la musicología norteamericana vieron en sus líneas, en sus armonías y en sus modulaciones.
Pero vamos a quedarnos con tres certezas fundamentales: tenemos dos movimientos completos (más un Scherzo parcialmente orquestado), la autoría de Schubert está fuera de duda y la sinfonía ha demostrado con el tiempo que disfruta de plena autonomía formal y musical. Desaparecido el compositor no hay final posible a su altura, como no lo hay para El arte de la fuga de Bach o para la Turandot de Puccini. La Inacabada es serenidad, armonía, canto de inicio a fin, una obra puramente schubertiana, como acertó a ver Eduard Hanslick el mismo día del estreno. El Allegro moderato se inicia con ocho compases de música grave, sepulcral, que preludian un movimiento articulado sobre dos melodías profundamente líricas, cautivadora y estimulante la primera, consoladora y con aire de danza la segunda. Incluso los momentos de más intensidad, los clímax en fortissimo, se ven suavizados por el tratamiento aéreo de esas melodías. El apolíneo Andante con moto, en mi mayor y aún más sereno, despliega también dos temas básicos, aderezados por instantes mágicos en la cuerda y ecos lejanos de la Heroica de Beethoven. Pero a diferencia del modelo beethoveniano, cuya riqueza se hace evidente al contemplar cada sinfonía como una obra unitaria y total, los éxitos de la Inacabada, en palabras de León Plantinga, “radican en la gracia de sus partes individuales: sus melodías irresistibles, su exquisito colorido instrumental y los giros armónicos sorprendentes”.
Ahora podemos pensar que Schubert, dada su proverbial humildad, se hubiese sorprendido al ver el excepcional reconocimiento póstumo de su sinfonía. No fue un compositor valorado por el gran público, sino un hombre corriente que en su breve paso por este mundo hubo de luchar de continuo con las necesidades de la vida cotidiana. Su horizonte terminaba en el presente. Mahler, igualmente incomprendido como compositor, era distinto, se sentía trascendental (“mi tiempo llegará”) y sabía que su música le sobreviviría y perduraría como fuente de modernidad. En un verso que añadió a la Oda a la Resurrección de Friedrich Kloppstock para la Segunda sinfonía escribió las palabras “¡Moriré para vivir!”, fe de compromiso con un futuro que sin duda le esperaba.
La música que Mahler compuso a lo largo de su vida se relaciona a través de lazos invisibles y duros como diamantes, sus sinfonías y sus lieder se entrelazan hasta llegar al gran desenlace de La Canción de la Tierra, la sinfonía que inicia la espléndida trilogía final. Son obras nacidas a la sombra de los tristes acontecimientos de 1907, que marcaron al compositor hasta sus últimos días. El primero fue su salida como director de la Ópera de Viena tras una época extremadamente convulsa. El nuevo destino sería Nueva York. El segundo fue el empeoramiento de su salud, lo que le hizo tomar conciencia de que estaba ante el principio del fin. El tercero y más trágico fue la muerte de María, la mayor de sus hijas, a los cuatro años. Fue “mucho más de lo que él podía soportar”, según su esposa Alma.
Crisis existencial, descenso al abismo, sufrimiento hasta el alma. El introvertido Mahler exteriorizaría sus emociones a través de la música. En el verano de 1908, durante unas vacaciones en Toblach (actual Dobbiaco), sacó fuerzas para componer una nueva obra inspirada en unos antiguos poemas chinos recopilados en el libro La Flauta China. Sería una inmensa sinfonía de lieder, un descomunal canto al mundo y a la vida. “La tierra desaparece, el músico respira otro aire, una luz nueva brilla sobre él”, escribirá Bruno Walter. No pensaba bautizarla como la Novena, pues el número nueve (Beethoven, Schubert, Dvorák y Bruckner no lo superaron) le infundía temor y no quería desafiar al destino.
La Flauta China fue un regalo de su amigo Theobald Pollack. La atracción del compositor por la cultura oriental venía de atrás y de ella había nacido en buena parte su cercanía a la literatura de Friedrich Rückert, traductor y profesor de lenguas orientales en Erlangen y Berlín. Sus poemas fueron base de varios lieder mahlerianos, entre ellos los premonitorios Kindertotenlieder (Canciones de los niños muertos) de 1904. Del nuevo libro de poemas chinos Mahler escogió seis y dio a cada uno de ellos un movimiento. Transitan desde un explosivo disfrute de los placeres de la vida hasta una resignada melancolía ante lo efímero de la existencia humana. Vida y muerte, dualidad de tentación y nostalgia, la esencia emocional de la sinfonía se ve enriquecida por una atmósfera exótica que nace de determinados coloridos orquestales y del uso de la escala pentatónica.
El primer poema, de Li-Tai-Po, es una Canción báquica por la miseria de la tierra: el vino como principio de consolación. El segundo, El solitario en otoño, lleva la firma de Chang-Tsi y es el retrato de un caminante abatido por la soledad. Los siguientes dos movimientos vuelven a la pluma de Li-Tai-Po y son sendos elogios de la juventud y de la belleza. El quinto, El borracho en primavera, del mismo autor, es un nuevo canto a los poderes del vino. Considerablemente más amplia que las anteriores, la sexta canción (Der Abschied, La despedida) es una de las cimas absolutas de la estética mahleriana. Despedida del amigo, despedida del mundo, despedida de la vida. A los poemas originales de Mong-Kao-Yen y Want-Wei el propio Mahler añadió de su mano versos muy elocuentes. El resultado puede seguir un esquema de variaciones, hasta diez, desplegando melodías largas, ondulantes, estremecedoras, que frecuentemente traen citas de sinfonías del pasado (la Resurrección, la Quinta, la Sexta), como si el compositor se sintiese ante el arco de toda su vida. La Coda, sobre versos propios, es una oda a la tierra (“¡La amada Tierra florece en primavera!”) que desciende lentamente al silencio sobre las palabras finales, “Eternamente…”, con las que la música se acaba extinguiendo en un infinito pianissimo.
Mahler murió unos meses antes del estreno de La Canción de la Tierra, que se dio en Múnich el 20 de noviembre de 1911. El celebrante fue Bruno Walter, buen amigo del compositor y una de las primeras personas que creyeron firmemente en su obra. En cierta ocasión, ante el manuscrito de la sinfonía, Mahler le había comentado en broma: “¿Tiene usted alguna idea sobre cómo hay que dirigir esto? ¡Yo no!”. Pero sí sabemos cómo entendía Walter La Canción de la Tierra a inicios de los cincuenta, pues entonces realizó una grabación mítica que hoy es testimonio de una época en la que el tiempo de Mahler estaba empezando a llegar.
Asier Vallejo Ugarte
Lilli Paasikivi, mezzosoprano
Lilli Paasikivi debutó junto a sir Simon Rattle y la Filarmónica de Berlín interpretando a Fricka de El anillo del nibelungo en la producción del Festival de Aix-en-Provence. Desde entonces ha cantado en el Teatro Real de la Monnaie, en la Ópera Estatal de Hamburgo y en la Ópera de Frankfurt. Entre otras apariciones operísticas, cabe destacar su debut en la Ópera Nacional de Lyon en el papel de Compositor ( Ariadna en Naxos).
En el repertorio de concierto de Lilli Paasikivi destacan los ciclos de canciones y sinfonías de Mahler. Entre sus actuaciones notables se encuentran La canción de la tierra junto con la Filarmónica de Los Ángeles (Esa-Pekka Salonen), el Ensemble intercontemporain (Susanna Mälkki) y la Sinfónica de Sydney (Vladimir Ashkenazy); la Sinfonía núm. 3 con la Orquesta Sinfónica de Londres (Paavo Järvi), la Filarmónica de Hamburgo (Simone Young) y la Orquesta Filarmónica de Bergen (David Zinman); así como Canciones a los niños muertos (Kindertotenlieder) acompañada por la Orquesta Sinfónica New World (Michael Tilson Thomas).
La discografía de Lilli Paasikivi incluye la Sinfonía núm. 9 de Beethoven con la Orquesta de la Gewandhaus de Leipzig (Riccardo Chailly); la Sinfonía Kullervo de Sibelius (Osmo Vänskä / BIS); la Sinfonía núm. 3 de Mahler (Benjamin Zander / Telarc); las Canciones Completas de Alma Mahler (Jorma Panula / Ondine) y la Sinfonía núm. 8 de Mahler (Valery Gergiev / LSO Live).
Michael Weinius, tenor
Michael Weinius, nació en Estocolmo. His musical training began as a baritone at the well-known Adolf Fredrik’s School of Music and was completed in 1995 with his examination from the University College of Opera in Stockholm. Su formación musical comenzó como barítono en la Escuela de Música Adolf Fredrik, finalizando su formación en 1995 en la Escuela Universitaria de Ópera en Estocolmo.
Hizo su debut profesional en 1993 como barítono, cantando Guglielmo en Cosi fan tutte. Tras el éxito en su debut se convirtió en invitado habitual en los principales teatros de ópera de Suecia, interpretando los papeles de Renato en Un ballo in Maschera, Posa en Don Carlos y Marcello en La Bohème.
En 2004 Michael Weinius hizo su transición de barítono a tenor, obteniendo un gran éxito en la interpretación de Laca en Jenufa, en la Norrland Opera en Suecia. Como tenor ha interpretado, entre otros títulos, Parsifal, Tosca, Cavalleria Rusticana, Die Walküre y Peter Grimes. En 2008 cantó -escrito para él- el rol del rey David en el estreno mundial de Betsabé de Sven David Sandström, ópera comisionada por The Royal Swedish Opera en Estocolmo.
Además de su carrea operística en los principales teatros de Europa, Michael Weinius canta regularmente en conciertos y en recitales. Ha actuado en Dinamarca, Noruega, Austria, España Gran Bretaña, Francia, Bélgica y EE.UU, con directores como Marc Soustrot, Pier Giorgino Morandi, Friedemann Layer, Gustavo Dudamel, Kent Nagano y Christoph Eschenbach.
Michael Weinius, ha sido ganador del Premio Gösta Winbergh (2004), Premio Birgit Nilsson (2006) y ganador en 2008 del prestigioso Concurso Internacional de Wagner Ópera de Seattle.