Concerts
BOS SEASON 2-2009-2010
Miradas Sonoras: Italia
G. Verdi : La forza del destino, obertura
N. Paganini : Concierto para violín y orquesta nº 1
Marcello Panni : “The banquet”, Sinfonietta
O. Respighi : Pini di Roma
Kyoto Yonemoto, biolina/violín
Günter Neuhold, zuzendaria/director
DATES
Venta de abonos, a partír del 24 de junio.
Venta de entradas, a partir del 16 de septiembre.
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Asier Vallejo Ugarte
LA MÚSICA DE LAS ESFERAS
El primero de los cuatro conciertos del ciclo “Miradas sonoras” pensado por la BOS para esta temporada nos lleva hoy a Italia, un país de escasa tradición sinfónica en la dimensión decimonónica del término pero que ha venido dictando a lo largo de centurias capítulos de gran trascendencia para la historia de la música occidental. No menor en la modernización de la ópera durante el siglo XIX fue la labor de Giuseppe Verdi, quien, asumiendo como punto de partida el legado de los autores belcantistas, depuró el relieve del melodrama italiano hasta llegar a la consumación del teatro musical tal y como se había entendido hasta entonces. Basada en el drama romántico casi homónimo del Duque de Rivas, La forza del destino (1862) pertenece a un periodo de plena libertad creativa, con unos personajes algo grises y primarios pero muy buen retratados y con un norte claro que va dejando a un lado elementos de tiempos anteriores en favor de una fluida continuidad de la música. Hay en principio dos versiones de la ópera: la original para el Teatro Imperial de San Petersburgo (donde Verdi cobró cerca de cuarenta veces más de lo que era allí habitual) y una segunda para el estreno en la Scala de Milán en 1869. Hay notables diferencias entre ambas, como por ejemplo la forma de afrontar el desenlace de la tragedia, algo suavizada en la versión milanesa. No obstante, lo que aquí nos interesa es que el breve preludio que sonó en la ciudad rusa devino en la italiana en la sensacional Obertura que escuchamos esta noche, seguramente la obra de Verdi más presente en las salas de concierto junto con su Réquiem y alguna que otra página coral. En ella están los principales motivos de la ópera, con el agitado tema del destino -ese destino que habrá de arrastrar consigo a todos los personajes imbuidos en este juego de amores, odios y honores- presentado por la cuerda inmediatamente después de los iniciales seis acordes de los metales. Aparecen pronto dos temas que relacionamos respectivamente con Alvaro y con su amante Leonora, irreconciliables tal y como queda demostrado por una temperatura creciente que desemboca en un nuevo momento de excitación. La vida vuelve a fluir cuando el clarinete desarrolla con luminoso lirismo el motivo correspondiente al indiano, mas desde que la música recupera su espíritu nervioso hasta el final de la página, al margen de ciertos ecos de solemne religiosidad, todo parece una pugna en las alturas entre Leonora y su propio destino, resuelta de forma poderosa a la espera de que lo que tenga que suceder lo haga en escena.
Si Verdi mereció en el ámbito musical reconocimiento por su clase como operista, el genovés Niccolò Paganini lo hizo por su condición de gran virtuoso, en un caso de hombre de masas verdaderamente singular pero muy de su tiempo. Leyendas más o menos descabelladas como la de un pacto con el diablo venían con su sola presencia cadavérica, resaltada por su rebelde melena y por su repulsivo pero hipnótico glamour, que parecía desfogarse ante su asombrosa técnica, implacable según cuentan las crónicas. Pero detrás del héroe mediático había un creador distinguido, tal vez algo ególatra (no podía ser menos en una época tan dada a mitificar a sus ídolos), mas preocupado por la evolución de la técnica del violín en tanto instrumento vivo capaz de abrir nuevas vías a la modernidad. No tenía que salir de su tierra para encontrar algunos notabilísimos predecesores, como Vivaldi o Tartini. De sus seis conciertos para violín son los tres primeros los que mejor han resistido el paso del tiempo, bien que sin la pujanza de sus veinticuatro caprichos para violín solo. Con todo, superada la fastuosa y a la vez irónica introducción del Allegro maestoso del Primer concierto (escrito probablemente entre 1817 y 1818), la música canta con una ligereza radiante, creando un ambiente animado en el que el violín, que desde muy pronto ha de volar por las alturas mientras se las ve con todo tipo de intervalos, acordes, arpegios y escalas, se siente en su salsa. Hay lógicamente momentos para la nostalgia, evocados a través de frases de obvia influencia belcantista, y también para trances de gran tensión, así en la parte que sigue al segundo episodio orquestal. No menos dramático es el arranque del Adagio, con el violín alzando su voz hasta un temprano clímax que no termina de relajarse hasta el pianissimo final. Mucho más distendido y pastoral es el Allegro spiritoso, que vuelve a poner a prueba el virtuosismo del solista con toda clase de travesuras y diabluras a medida que va desplegando una música de gran mordacidad concebida a partir de uno de los temas más populares de toda la producción paganiniana.
El caso del intérprete que triunfa también en el mundo de la composición tiene un claro reflejo en nuestros días en la figura de Marcello Panni, un reconocido director de orquesta de quien esta noche escuchamos una Sinfonietta en tres movimientos ideada a partir de su tercera ópera, Le Banquet, inspirada a su vez en un diálogo de Platón en torno al amor y estrenada en Bremen en 1998 antes de pasar por varias ciudades italianas. La obra sitúa a una serie de artistas de vanguardia (Satie, Picasso, Cocteau, Laurencin, Stein, Martinetti, etc.) en una reunión parisina de comienzos del siglo XX, evocando el tema platónico en forma de divertimento y anunciando en cierto modo el inminente final de la Gran Guerra, tras la que el mundo se abriría a nuevos iconos, a nuevas formas de arte y a la purificación de la poética de la palabra. Incluso Igor Stravinsky está presente en la obra, no como personaje sino como inspirador a través de su ballet Pulcinella. Así lo reconoce el propio autor, quien por otro lado afirma que en la composición de la obra se han tomado de la ópera “el coro inicial, sobre un tempo de Ragtime y el final (Can Can), intercalando la canción de Jean Cocteau (Blues y Boggie-Woogie)”, mientras que el asiento sonoro lo asegura una orquesta de cámara tradicional a la que se suman instrumentos no muy comunes como el saxofón o el acordeón.
No mucho más tarde del final de la Gran Guerra escribía el boloñés Ottorino Respighi su Pini di Roma, la segunda parte de una trilogía de poemas sinfónicos a la que había dado inicio Fontane di Roma y que concluiría con Feste Romane. Amante de la música de centurias anteriores, se ha escrito a menudo que su estilo estuvo demasiado apegado a fórmulas del pasado, caso que seguramente no sea el de la trilogía romana, pues ésta no oculta su proximidad al universo debussyniano. Más de lo mismo se decía de su compatriota Giacomo Puccini, fallecido apenas dos semanas antes del estreno de estos Pinos bajo la dirección de Bernardino Molinari en diciembre de 1924. Roma es sin duda una ciudad de historia, acaso no tanto de paisajes, pero sí puede serlo de escenas, que es lo que el autor italiano quiso plasmar en los cuatro movimientos que dan forma a la obra. El primero de ellos, I pini di Villa Borghese, plantea efectivamente un brillante Scherzo en torno a unos juegos de niños alrededor de los pinos que pueblan el gran jardín romano, en tanto que el segundo, Pini presso una catacomba, baja a las profundidades del inframundo con una especie de solemne canto llano cercado por una revelación casi fantasmal. I pini del Gianicolo parece llevarnos por su parte a una vista nocturna de la ciudad desde la cima de la colonia, que imaginamos bellísima por las sinuosas melodías de las maderas y de la cuerda, envuelta en un suntuoso manto de coloración neoimpresionista. Amanece después en la Vía Apia, tal y como nos sugiere el inicio del movimiento final, y pronto aparecen tras la bruma, en exultante marcha, las legiones romanas, y se evoca con ellas la grandeza de una ciudad milenaria. La orquesta al completo se entrega a la apoteosis: es el esplendor de Roma.
Asier Vallejo Ugarte
Kyoko Yonemoto, violín
Kyoko Yonemoto está considerada como una de las violinistas con mayor proyección de su generación. Nacida en Tokio en 1984, comenzó sus estudios de violín a los tres años, dando su primer concierto en público a los trece años.
Laureada en prestigiosos concursos, Kyoko Yonemoto fue la violinista más joven en ganar en 1997 el premio especial del jurado “Enrico Costa” del Concurso Paganini de Génova, Italia. Premiada en el Concurso Long-Thibaud de París, el Concurso Queen Elizabeth de Bruselas y del Concurso Fritz Kreisler de Viena.
Siendo ya una evidente promesa en su país natal y habiendo trabajado con asiduidad con la mayoría de los directores y orquestas japoneses, empezó a actuar en Europa, en recitales y con orquestas en Austria, Bélgica, Holanda, Alemania, Inglaterra, Italia y Francia, bajo la batuta de Myung-Whung Chung, Junichi Hirokami, Kenichiro Kobayashi, Eliahu Inbal y Robert Benzi, entre otros.
Kyoko Yonemoto se trasladó a París en 2003 para continuar sus estudios. Desde 2004 estudia con Boris Belkin en el Conservatorio de Maastricht, y en sus clases magistrales en la Accademia Chigiana en Siena, Italia, en donde tocó en 2008, junto al violista Yuri Bashmet, la Sinfonía Concertante de Mozart.
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