Concerts

BOS SEASON 2-2013-2014


Euskalduna Palace.   20:00 h.

B. Britten: Four sea interludes (15’)
B. Britten: Concierto para piano en Re mayor, op. 13 (35’)
F. Mendelssohn: Sinfonía no 3 en la menor, op. 56 “Escocesa” (40’)

Leonel Morales: piano
Yaron Traub

DATES

  • 31 October 2013       Euskalduna Palace      20:00 h.
  • 01 November 2013       Euskalduna Palace      20:00 h.

Venta de abonos, a partír del 24 de junio.
Venta de entradas, a partir del 16 de septiembre.

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Compositores simpáticos

 
En 1933 vio la luz un extraño libro “La música, su influencia secreta a través de los tiempos”, escrito por un aún más extraño personaje: el compositor y literato británico Cyril Scott (1879-1970). Este longevo caballero, como tantos otros compatriotas suyos que le habían precedido, tuvo una curiosa manera de desplegar completamente sus infinitos talentos musicales y conseguir al mismo tiempo que nadie le hiciera ni caso. Sus composiciones apenas pasaron de una recepción local y pasajera, siempre criticadas por demasiado raras o por demasiado poco raras; dependiendo de si preguntábamos al público o a los académicos. Menos mal que el mundo discográfico de inicios del XXI ha escarbado en los archivos y ha dado una nueva vida a las obras de Scott, que son realmente interesantes. Busquen por ejemplo la Sonatina para Guitarra que escribió por encargo de Andrés Segovia en 1927.
 
Pues bien, pese a que su carrera como compositor pasaba plácidamente desapercibida, sus libros sobre esoterismo y música –tan victoriano todo ello- triunfaron entre los círculos espiritistas. El tono de sus escritos no deja de ser singular puesto que Scott reflexiona casi como un diletante, como si los aspectos técnicos e históricos de la música le sobrepasaran y sólo prestase atención al componente emocional de la misma. De hecho, no pocos lectores se sorprendían al saber que era un compositor hecho y derecho.
 
En este volumen de 1933 Scott incluyó un pequeño ensayo titulado “La simpatía Mendelssohniana” en el que contrastaba dos maneras de componer simpáticamente, la de Beethoven y la de Mendelssohn. Por supuesto, Scott no se refería a la acepción coloquial del término –sinónimo de salado o agradable- sino que traía a colación la acepción filosófica de simpatía, es decir, la capacidad de empatizar y vibrar en sintonía con los sentimientos de nuestros semejantes. Frente a un Beethoven heroico, atormentado y volcánico, Scott nos hablaba de un Mendelssohn sembrador de belleza y placidez, un Mendelssohn que, aun habiendo sufrido en esta vida su buena ración de problemas de salud y otras índoles, pareció negarse a usar la oscuridad en su música. O, mejor dicho, cuando convocaba la oscuridad, ésta siempre terminaba sometida por las fuerzas de la bondad. Los a menudo infravalorados poderes del bien. La música de Mendelssohn quería ser y era, pues, un faro.
 
Aunque nada dijera de su joven compañero, Cyril Scott podría haber escrito lo mismo sobre la producción global de otro compatriota suyo, éste sí que famoso a rabiar: Benjamin Britten (1913-1976).
 
Britten fue el caso paradigmático de niño prodigio musical convertido en adulto prodigio. Una muda que en el mundo germánico parecía efectuarse sin mayores problemas pero que a los chavales británicos siempre se les había atragantado. Hasta tal punto era chocante esta absurda imposibilidad ligada a un ámbito geográfico que se editaron uno y mil libros al respecto. Cuando los escribían los ingleses era para avanzar diagnósticos y soluciones a cada cual más improbable. Cuando los escribían los alemanes solía ser directamente para chotearse y tocar las narices: Das Land ohne Musik, la tierra sin música. Tuvo que llegar el siglo XX para que la partida se equilibrara. Britten fue reconocido como el mayor talento musical inglés desde la época de Purcell. Y eso que el imperio británico estuvo a un pelo de quedarse sin él al menos en un par de ocasiones.
 
La primera fue una campaña orquestada a toda prisa entre profesores y familiares para evitar que el joven Benjamin, alumno en el Royal College of Music, cumpliera su deseo de ir a estudiar a Viena con Schönberg, Berg y Webern. La historia de la música occidental habría sido muy diferente, sin duda, pero quedará para siempre en el terreno de las hipótesis. El pánico de que el talento del chico se malograra en escribir esa música rara centroeuropea se concretó en un veto total e irrevocable.
 
La segunda fue un poco más adelante, cuando un ya medio famoso Britten de 26 años y su pareja de por vida, el tenor Peter Pears, se autoexiliaron en Estados Unidos por una combinación de razones entre las que destacaban su militancia pacifista, su antimilitarismo y un temprano hartazgo de las críticas de las camarillas musicales inglesas.
Por aquel entonces, Britten era un artista que tenía que tomar una decisión profesional. Sabía y quería componer, pero también era uno de los pianistas más dotados de su tiempo. Fue en aquellos mismos años, en concreto en los primeros meses de 1938, cuando Britten compuso lo que llamó su Concierto nº 1 para piano y orquesta op. 13. Si exceptuamos la obra que escribió por encargo de Paul Wittgenstein (más motivado por un montón de pasta que por motivos propiamente musicales), Britten jamás volvió a componer un concierto para su instrumento. Este primer y último concierto para piano quiso ser la tarjeta de visita de un intérprete más que la de un compositor. No escribió una sinfonía con piano concertante –como en el futuro sí que haría para el violoncello de su amigo Rostropovich- sino que sin disimulo puso el instrumento solista al frente de la obra. Tal era el perfil virtuosístico de la pieza que el propio compositor la revisó seis años más tarde para sustituir el tercer movimiento –en origen un recitativo y aria- con un impromptu. El estreno fue un éxito y Britten, al mismo tiempo, hacía las maletas hacia Nueva York.
 
La historia del retorno de los Britten –si es que es apropiado llamarlos así- a la costa este de Inglaterra tiene algo de mágico o, como lo hubiera descrito Cyril Scott, algo ligado a la predestinación. En una librería de California Peter Pears encontró un ejemplar de The Borough, una colección de poemas narrativos de George Crabbe. En este volumen de 1810 se recogían las vidas cruzadas de una comunidad de pescadores de la costa de Suffolk. Una tierra que el poeta conocía bien por ser originario de ella. Una tierra que Britten también amaba por la misma razón.
 
Varias decisiones siguieron a la lectura de este libro: Britten y Pears volverían a Inglaterra –de hecho acabarían tras algunos saltos en Aldeburgh, en esta misma costa de Suffolk- y Britten escribiría una ópera sobre uno de los protagonistas del libro, Peter Grimes. En 1942 se subieron al barco de vuelta, a tiempo de sufrir el tramo más duro de la II Guerra Mundial. Tras obtener un reconocimiento especial –casi inconcebible para aquellos tiempos- de objetores de conciencia, Britten y Pears estrenaron Peter Grimes, uno como compositor y el otro como tenor solista. La obra fue desde sus inicios tan popular que Britten se animó a entresacar una obra orquestal, los Cuatro Interludios op. 33ª, a partir de cuatro de los seis fragmentos sinfónicos repartidos por la ópera. En concreto El Alba, La Mañana de Domingo, Luz de Luna y la Tempestad. Como el mismo Britten remarcó, unas músicas marinas en el sentido emocional más que en el propiamente descriptivo.
 
Un siglo antes otro compositor se había quedado impresionado por la costa Este británica. Félix Mendelssohn (1809-1847) había nacido ya adulto y no necesitó aprender nada, sólo tenía que sacar de su interior una fracción de los mundos que lo habitaban. Sus capacidades eran tan sobresalientes –como intérprete, como compositor, como crítico, como organizador, como políglota, como dibujante- que sus contemporáneos habrían podido olvidar que era hijo de una familia adinerada de origen judío. No lo olvidaron. A Félix lo volvieron loco en su corta existencia. Una parte de la sociedad alemana –comenzando por los propios kaisers Federico Guillermo III y IV- lo reclamaba como una gloria nacional que debía ser aprovechada, mientras que otros sectores influyentes lo aborrecían o envidiaban. Mendelssohn escapó a menudo de esta olla a presión. En 1829, en el primero de los diez viajes a las islas británicas que llegó a realizar, fue llevado a Edimburgo y allí se fraguó la que sería la obra que le acompañaría durante una gran parte de su vida. La Sinfonía Escocesa nº 3, op. 56. Antes de que la estrenara en Leipzig en 1842 verían la luz pública su Cuarta Sinfonía ‘Italiana’ y Quinta ‘De la Reforma’. Un lío cronológico bastante común entre los compositores del siglo XIX y que precisamente dio lugar a una metedura de pata legendaria cuando Robert Schumman –crítico favorable a las obras de Félix- comentó encendido los ubicuos e indisimulados perfiles italianos de esta sinfonía. Vaya en descargo de Schumann que en verdad nadie hablaba del carácter escocés de la obra. Sólo Mendelssohn lo citaba aquí y allá en su correspondencia personal, y él mismo se cuidó de no incluir ninguna transcripción explícita de melodías populares. Para Félix, su Sinfonía era el recuerdo, cada vez más lejano, de las impresiones personales vividas en tierras escocesas, no una pintura local.
 
Britten y Mendelssohn, cada uno en su época respectiva, renunciaron -con una dosis de valor nada despreciable- a seguir los pasos de las vanguardias oficiales que les correspondieron. Ambos compusieron músicas que no pretendían poner sistemáticamente a prueba a la audiencia. Por el contrario, eran ellos mismos los que se pusieron a prueba frente al público. Unos servidores de la comunidad. Unos tipos simpáticos.
 
Joseba Berrocal
 
 
 
 
 
 
 
Leonel Morales, pianoa / piano
 
 
Nacido en Cuba y nacionalizado español, Leonel Morales ha sido premiado en los más importantes concursos internacionales (William Kapell, Vianna da Motta, Corea, Sydney, Oporto, Fundación Guerrero), lo que le ha llevado a presentarse en Europa, Asia, América y Oceanía.
 
Además de tocar con las más importantes orquestas españolas, ha colaborado con la Hamburger Symphoniker, Virtuosos de la Berliner Philharmoniker, Frankfurt-Oder Orchester y Nacional de la RAI de Turín, entre otras orquestas, y con directores como Michael Jurowski, George Pehlivanian, Adrian Leaper, Marzio Conti o Antoni Wit, además de los principales directores españoles.
 
Es jurado habitual en los más importantes concursos internacionales y presidente del jurado en el Concurso Internacional de Piano “Compositores de España”. Su labor pedagógica es igualmente valorada, por lo que ha impartido clases magistrales en el Mozarteum de Salzburgo, Festival Steinway de la Universidad de Florida y en la Universidad de Houston. Es Catedrático de Piano en el Conservatorio Superior de Castellón.
 
Entre sus múltiples grabaciones, la del “Concierto Breve”, de Montsalvatge, obtuvo el Premio Ritmo al mejor CD de 1994.
 
 
 
 
 
Yaron Traub, zuzendaria / director
 
Yaron Traub es Director Titular y Artístico de la Orquesta de Valencia.
 
Nacido en Tel Aviv, hijo de Chaim Taub, antiguo primer violín de la Israel Philharmonic. Estudió piano y dirección de orquesta en Londres. Posteriormente se trasladó a Múnich, donde trabajó con Sergiu Celibidache. A continuación tuvo contacto con Daniel Barenboim, quien lo introdujo en el Festival de Bayreuth, donde fue su asistente. Entre 1994-1994 fue Director Titular suplente de la Chicago Symphony Orchestra.
 
Desde que ganó en 1998 el Primer Premio del IV Concurso Internacional Kondrashin de Dirección de Orquesta en Ámsterdam, Yaron Traub ha dirigido orquestas de prestigio a lo largo de todo el mundo, como la Rotterdamer Philharmoniker, Israel Philharmonic Orchestra, Swedish Radio Symphony, Sydney Philharmonic Orchestra, Orquesta Gulbenkian de Lisboa, Orchestra dell’AccademiadiSanta Cecilia, Helsinki Philharmonic, Orchestre National de Lyon, etc., además de las más importantes orquestas españolas.
 
Traub colabora estrechamente con renombrados solistas, como Daniel Barenboim, Gidon Kremer, Radu Lupu, Alfred Brendel, Waltraud Meier, Victoria Mullova, Emanuel Ax, Heléne Grimaud, Truls Mørk, Julian Rachlin y Nikolaj Znaider.
 
 
 
 
 
 
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