HACIA LA MODERNIDAD
Vistos con la perspectiva que da el paso del tiempo, los ataques que la música de Jean Sibelius recibió durante buena parte del siglo XX por su supuesto conservadurismo –cuando no antimodernismo- parecen del todo fuera de lugar. En su exilio británico-norteamericano, el filósofo alemán Theodor Adorno, abrumado por la masiva presencia de las obras del finlandés en las radios, las salas de conciertos y la literatura, escribía en su Glosa sobre Sibelius (1938) que el éxito del finlandés era “un síntoma de perturbación en la conciencia musical”. Claro está que los detractores fueron muchos y muy relevantes (Neville Cardus, Benjamin Britten, Virgil Thomson, Nadia Boulanger), pero ninguno como Adorno, seguramente demasiado esquinado en el pensamiento musical de la Segunda Escuela de Viena. Adorno no sólo consideraba a Sibelius un músico de otro tiempo (“se ha quedado rezagado respecto al nivel medio de su época”), sino que se ensañaba de forma muy despectiva con obras como la Cuarta y la Quinta sinfonía (“de aspecto mísero y beocio”), el Vals Triste (“una inofensiva obra de salón”), Las oceánidas o El cisne de Tuonela (“números de relleno”, “breves músicas programáticas de vaga fisonomía”). Así y todo, ahora parece obvio que, sin hacer uso de un lenguaje revolucionario, Sibelius estaba dirigiendo su dedo hacia el futuro. Lo hacía en el sentido de la orquestación, en la revitalización de la tradición sinfónica decimonónica, en su diatonismo (Tercera sinfonía), en su calma espiritual y, desde luego, en la oscura coloración con que su música hablaba de la naturaleza yerma, brumosa, frondosa y sombría de los países nórdicos. Pero además de naturaleza, en la música de Sibelius hay mucha literatura, sobre todo la emanada del Kalevala, la epopeya nacional finesa. Varios poemas sinfónicos se inspiran en ella o en su mitología: Kullervo, Tiera, Luonnotar, La hija de Pohjola y Tapiola. También los cuatro que forman Lemmikäinen, op. 22 (1896): Lemminkäinen y las doncellas de la isla, Lemminkäinen en Tuonela, El Cisne de Tuonela, y El retorno de Lemminkäinen. En el tercero de ellos, El Cisne de Tuonela (una de esas páginas denostadas por Adorno en su Glosa), Sibelius no cuenta una historia, sino que recrea una escena: el sereno canto de un cisne (evocado por el corno inglés) sobre las aguas de Tuonela, el reino de los muertos, el Hades nórdico.
En En Saga (1892, revisada en 1902) parece también clara la invocación de un ambiente legendario, inspirado tal vez en el Edda islandés o en el propio Kalevala. El título del poema, en sueco, podría traducirse como Una historia, tal vez como Un cuento. En su madurez, el autor declaró lo siguiente: “En Saga es en el aspecto psicológico una de mis obras más profundas. Casi podría decir que toda mi juventud está en ella. Es la expresión de un estado de ánimo. Mientras la escribía, recordé varias experiencias dolorosas. En ninguna otra obra he revelado tanto de mí mismo como en En Saga”. Es también, aun a pesar de haber sido escrita en parte en Viena, una obra muy finlandesa (“nunca fui más finlandés que cuando vivía en Viena, en Italia y en París”). La partitura, compuesta a petición de Robert Kajanus, no tuvo en su primera versión una gran acogida: se habló de falta de programa, de una musicalidad caprichosa, de una duración excesiva. Así, la revisión a la que Sibelius sometió la página se fundamentó sobre todo en la supresión de sus extremos más violentos, contrastantes y feroces, para irritación de su esposa Aino, quien años después lamentaría que la música de En Saga acabó siendo demasiado “civilizada”. Lo cierto es que ya desde los primeros compases la cuerda anuncia el oscuro tono lúgubre que va a impregnar todo el poema, dentro del cual el primer tema de la madera surge como una presencia disonante, espectral, casi fantasmagórica. Hay después un aumento de intensidad que lleva a un Allegro dominado en sus temas principales (que oscilan entre el nerviosismo y la solemnidad) por la cuerda y el metal: la música se mueve ahora hacia un clímax terrible, un auténtico grito de abatimiento. Luego el ambiente se destensa a través del lirismo de las maderas, aun cuando los motivos siguen siendo los mismos, pero en el momento en que la calma parece definitiva, el canto del oboe hace despertar este volcán en erupción que despliega todo su fuego en un exaltado e intensísimo Allegro molto, que vuelve a llevar la música al límite para tener desenlace en un sereno y pacificador epílogo.
Naturalmente, En Saga y El Cisne de Tuonela son dos obras muy tempranas que no reflejan de un modo claro la modernidad de Sibelius, pero sí acaso el camino hacia ella. Una modernidad, por otro lado, muy distinta a la que en ese mismo momento empezaba a desarrollar Claude Debussy; tan disímiles eran que Adorno puso en su Glosa la música del francés como modelo de música en la que se representaban de verdad los ambientes naturales en oposición al “aleatorio colorido orquestal” de la de Sibelius. Debussy respiraba en el universo del color, en el espacio de la luz, en un mundo de climas, de texturas, de atmósferas, de sentimientos fugaces. Su impresionismo aparecía como la antítesis de la pasión romántica, con unos timbres muy finos, sensuales y evocadores, y unas armonías que hablan de mundos insondables contemplados por lejanos ecos wagnerianos. Así, Debussy se erige como uno de los compositores más influyentes del siglo XX, a pesar de que gran parte de su obra es más bien desconocida entre el gran público. Desde luego, no es el caso del tríptico sinfónico La Mer (El Mar), un grupo de tres esbozos sinfónicos estimulados por su profundo amor por este elemento de la naturaleza infinito e inabarcable. La degradación de la imagen del compositor por su agitada vida sentimental pudo ser una de las causas que hicieron que la reacción de la crítica tras el estreno (octubre de 1905) fuese un tanto hostil, aunque no seguramente la única. La Mer no era la página radical que muchos esperaban en Debussy: se le reprochó haber girado hacia un lenguaje terrenal, incluso haber hecho un tratamiento de la armonía excesivamente genérico o común. No obstante, la obra se ve expuesta a un sentido del color verdaderamente fascinante y sus tres movimientos abundan en sonoridades de indudable belleza, ya sea en la salida de sol sugerida en Del alba al mediodía en el mar, en el inquieto oleaje imaginado en Juego de olas o en el más agitado, aunque por momentos espiritual, Diálogo entre el viento y el mar.
Las polémicas que rodearon a Sergéi Prokófiev fueron obviamente de otro tipo. Considerado desde muy pronto un compositor contrario a los intereses del nacionalismo musical ruso, se trasladó a Europa tras la Revolución de 1917, y fue allí donde escribió (además de una serie de sinfonías, entre ellas la Clásica, sus óperas El amor de las tres naranjas y El ángel de fuego, y una serie de ballets para el empresario Sergei Diaguilev en París) sus tres últimos conciertos para piano y orquesta. En su vuelta a la Unión Soviética (1934) se encontró con que el realismo socialista promovido por el progresismo comunista condenaba el “formalismo” patente en las piezas salidas a la luz en su etapa europea, como muestra de un arte decadente, contaminado y contrario a la revolución. Hasta qué punto eso comprometió al compositor y terminó sometiendo su música a un tono más conservador es algo que todavía se discute. Lo que sí parece claro es que el uso de la melodía, algo suavizado a lo largo de su trayectoria europea, se acentuó en su etapa soviética. En ese sentido, es posible que su Quinto concierto para piano, estrenado en Berlín en 1932 con el propio autor al piano y con la dirección nada menos que de Wilhelm Furtwängler, sea una de sus últimas obras en las que la música aparece despegada de todo convencionalismo. No por nada sus cinco movimientos responden a un esquema en absoluto tradicional dentro de la obra concertante para piano y orquesta: el primero (Allegro con brio) denota en su mordaz primitivismo una cierta adolescencia intelectual, mientras que el segundo (Moderato ben accentuato) se abre al piano con unos glissandi que anuncian un humor desenfadado y sumamente cautivador. El tercero (Moderato ben accentuato) es como un impulso de frenético sarcasmo; nada en él hace presagiar la balsámica placidez del cuarto (Larghetto), el más largo de los cinco, también el de mayor vuelo lírico aun considerando su enérgica y un tanto tétrica sección central. Así, todo está preparado para el febril e implacable crescendo direccional del movimiento final (Vivo), en cuyos últimos compases parece estallar toda una tradición en vías de negación de sí misma.
Asier Vallejo Ugarte