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BOS 10

    • Mahler: Sinfonía nº 7 en Mi menor (85’)

Eliahu Inbal, director

GUSTAV MAHLER
(1860-1911)                     Sinfonía nº 7 en mi menor*

I. Langsam – Allegro
II. Nachtmusik I
III. Scherzo: Schattenhaft
IV. Nachtmusik II
V. Rondo-Finale

Primera vez por la BOS

Jueves 16 y viernes 17 de febrero de 2017. 19:30 horas
Palacio Euskalduna (Bilbao) Auditórium

RONDAS DE NOCHE

La Séptima ha sido históricamente una de las sinfonías más incomprendidas entre las compuestas por Mahler, si no directamente la más impopular de todas ellas. Pero es al mismo tiempo una obra experimental que marca uno de los puntos de partidas posibles para la música del siglo XX. Hay que tener en cuenta que se estrena en un momento (1908) en que las corrientes de vanguardia están comenzando a inundar las calles de Viena y a amenazar la estabilidad de largas décadas de cultura romántica. Pese a no ser un rupturista radical, los deseos de modernidad de Mahler son una referencia total para los jóvenes compositores que entonces buscan una salida a la crisis del sistema tonal, empezando por Arnold Schoenberg, que asiste entusiasmado al estreno vienés de la nueva sinfonía.

Pero las disputas de Mahler con los círculos conservadores de la capital no empiezan ni mucho menos con la Séptima. Su nombramiento como director de la orquesta de la Hofoper, el 8 de abril de 1897, se produce en pleno luto por la muerte de Brahms y en un momento en el que el antisemitismo se expande sin frenos por la ciudad, hasta el punto de que el partido antisemita logra situar a uno de los suyos (Karl Lueger) en la alcaldía. Mahler, como judío converso, debe sumar a las presiones de los guardianes de la tradición las desconfianzas suscitadas por su religión, aunque finalmente, tras arduos esfuerzos diplomáticos, consigue abrir camino y alcanzar plenos poderes en la Ópera. Sus reformas se extienden tanto a los hábitos del teatro como al repertorio, reemplazando progresivamente las óperas italianas y francesas dominantes hasta entonces por las grandes obras alemanas y austriacas. A pesar de la resistencia de amplios sectores del público, Mahler se mantiene firme en sus convicciones: “Lo que vosotros, gente de teatro, llamáis vuestra tradición no es más que vuestra pereza y vuestra negligencia”.

En el terreno sinfónico, como director de la Filarmónica, tampoco puede eludir los gustos reaccionarios de sus abonados, pero no por ello cede en su deseo de introducir novedades. En un ambiente dominado cómodamente por Mozart, Beethoven, Schubert, Schumann y Brahms, tiene arrestos para estrenar, por ejemplo, tres sinfonías de Bruckner. Eso sí, sus propias obras permanecen inicialmente ausentes en sus programas. El estreno vienés de la Segunda, en 1899, no iguala el triunfo obtenido por la sinfonía en Lieja y en Múnich, de lo que se aprovecha la prensa antisemita para censurar su “fastuosa impotencia” y su “inautenticidad chillona, únicamente comparable a la de Meyerbeer”. En realidad, durante la primera década del XX serán habituales los comentarios en clave antisemita sobre la música de Mahler. Rudolf Louis escribirá en Múnich que “si me parece repulsiva es porque actúa a la manera judía. Es decir, habla un lenguaje musical alemán, pero con el acento, el tono y, sobre todo, con los gestos de un judío oriental, demasiado oriental”. En cierta manera, a diferencia de los poderosos poemas sinfónicos de Strauss, la música de Mahler se ve condicionada por una visión pesimista del mundo que sus conciudadanos no comparten. Además, en Viena hay comentaristas que consideran que la música de Mahler, a diferencia de la de Brahms, no se aviene “a la belleza de los paisajes vieneses y a la cordialidad vivificante de la sociedad vienesa”. En tal clima tampoco los estrenos en Viena de la Primera (1900) y de la Cuarta (1901) corren mejor suerte.

Las cosas parecen empezar a cambiar cuando, en 1902, Mahler da a conocer la Tercera en Krefeld, una ciudad al norte de Renania, en el marco de un festival de música contemporánea. El resonante triunfo de la obra hace que las orquestas europeas comiencen a mostrar un mayor interés por sus sinfonías y que el público adopte una nueva mirada sobre ellas, de forma que su presentación en Viena en diciembre de 1904 despierta una expectación desconocida que se ve recompensada, además, con un recibimiento muy favorable. Es una buena época en la vida de Mahler, y no sólo en el aspecto profesional, sino también en el personal, pues su matrimonio con Alma atraviesa un momento dulce y sus dos hijas (la segunda recién nacida) gozan de buena salud.

No obstante, en su interior parecen removerse premoniciones oscuras. En el verano de ese mismo 1904 completa en Maiernigg (un lugar de paz junto al lago Wörther, muy cerca de Klagenfurt) las partituras de la Sexta y de las Canciones de los niños muertos, obras fatalistas y pesimistas que exploran los rincones más sombríos de la conciencia. Qué mueve a Mahler a crear esa música en ese momento sigue siendo un misterio sobre el que aún se derraman ríos y ríos de tinta, pero lo cierto es que ese mismo verano comienza la composición de la que será su Séptima sinfonía. Es más, antes de volver a Viena tiene terminados los dos nocturnos (Nachtmusik) que darán nombre y naturaleza a la obra. No hay que olvidar que la actividad de Mahler como director es tan intensa que únicamente puede componer en las vacaciones de verano, de forma que el resto de la sinfonía debe esperar a los meses de julio y agosto de 1905. Tras muchas dudas iniciales, cuatro semanas le bastan para completarla, escribiendo a su conclusión en una carta a Guido Adler: “Septima mea finita est. Credo hoc opus fauste natum et bene gestum”.

Mientras tanto, en Viena se reproducen las polémicas entre los seguidores y los detractores de Mahler. El estreno vienés de la Quinta en diciembre de 1905 es tan aplaudido por Schoenberg y sus discípulos como abominado por la prensa conservadora, que la llega a calificar de “broma fúnebre”. A la Sexta no le espera una vida inicial menos controvertida. Los problemas crecen y ciertos acontecimientos precipitan la salida de Mahler de la Ópera a finales de 1907, por lo que cuando la Séptima se estrena en Praga (septiembre de 1908) los vínculos del compositor con Viena son más débiles. Dice Alma en sus Recuerdos que Berg, Bodanzky y Klemperer, entre otros, ayudan a Mahler con las últimas modificaciones de la partitura. Con todo, los días previos al estreno son duros y los nervios amenazan con afectar a su salud. “Estaba extremadamente cansado (…) Me recibió tumbado en la cama; estaba nervioso y casi enfermo. Su habitación estaba llena de partituras con las voces orquestales. Lo modificaba todo sin piedad, naturalmente no por lo que refería a la composición, sino sólo en la instrumentación. Desde la Quinta se sentía siempre insatisfecho consigo mismo”. Dadas las circunstancias, no se puede decir que el estreno sea un fracaso, aunque la propia Alma atribuye los aplausos del público más al prestigio del compositor que a una verdadera comprensión de la obra. La realidad es que, pese al entusiasmo de sus fieles vieneses cuando se da a conocer en la capital a finales de 1909, la Séptima se convierte rápidamente en una sinfonía a la sombra de las demás.

Como siempre en Mahler, la nueva sinfonía desata numerosas especulaciones, interpretaciones y lecturas en busca de unas implicaciones extramusicales que, en este caso, no están en absoluto declaradas. El compositor apenas hace referencia a la Séptima en sus cartas. Además, la ausencia de la voz (forma con la Quinta y la Sexta un núcleo puramente instrumental dentro del corpus sinfónico completo) confiere a la música una aureola aún más reservada y abstracta. Pero sí es lícito entender que su composición, como la de todas sus sinfonías, obedece a la necesidad de una expresión íntima:

“Mis sinfonías tratan a fondo el contenido de toda mi vida; he puesto dentro de ellas experiencias y dolores, verdad y fantasía en sonidos. En mí, crear y vivir están íntimamente unidos en mi interior… ¡Y los hombres siguen creyendo que la naturaleza está en la superficie”.

Alma afirma que Mahler tiene visiones de la poesía de Eichendorff al componer los Nocturnos, pero destaca la ausencia de un programa declarado. Sabemos que los títulos tradicionalmente atribuidos a la sinfonía (Canción de la Noche) y a sus movimientos (Ronda nocturna para el primero, Voces de la Noche para los centrales, Por la Mañana para el quinto) no se deben a Mahler, por lo que es espinoso interpretarlos en clave programática. En realidad, la única pista real que nos da se refiere a la arquitectura de la sinfonía: “Tres piezas nocturnas; el gran día, en el Finale; como base del conjunto, el primer movimiento”. No hay duda de que Mahler está concentrando la tensión de la sinfonía en sus tres movimientos centrales, con lo que adopta una suerte de simetría formal que tendrá consecuencias en muchas obras futuras, como el Quinto cuarteto de Bartók.

Según el esquema de Mahler, el movimiento inicial actúa como base de la sinfonía en su conjunto. Para Adorno, pese a su enfática construcción, este Langsam. Nicht Schleppend – Allegro Risoluto, ma non troppo contiene una de las músicas más coloristas compuestas por Mahler hasta el momento. Después de una introducción de atmósfera misteriosa, con melodía confiada al tenorhorn, sigue una exposición edificada sobre tres temas diferentes que allanan el camino para ciertas experimentaciones armónicas (hay acordes sobre cuartas extremadamente desafiantes para la época) al tiempo que aportan material sustancioso para cimentar el desarrollo, la reexposición y la enérgica coda. Para componer el segundo movimiento, primera de las Nachtmusik, Mahler se inspira en el óleo Ronda de noche de Rembrandt. La música adquiere forma de marcha bajo un ambiente onírico, fantástico, en el que se producen escapadas a dos contrastantes tríos.

El Scherzo (Schattenhaft), uno de los más espeluznantes del compositor, es formidable en sus salvajes disonancias, en su naturaleza demoniaca, en sus cualidades fantasmagóricas. A cambio, la segunda Nachtmusik recupera la serenidad confiando amplios poderes a la guitarra y la mandolina, que destacan dentro de una plantilla orquestal más reducida que en los demás movimientos. Bruno Walter admira especialmente este Nocturno, como demuestra en una de sus cartas al compositor: “Se adivina, incluso cuando se escuchan los pasajes melódicos más bellos y más serenos, como por ejemplo en el cuarto movimiento de su Séptima sinfonía, qué alma tan terriblemente apasionada se ha transfigurado aquí para reflejar una calma tan dulce. No hay realmente nada más grande que esta belleza tranquila que surge de un alma llena de pasión, y no hay nada más profundamente conmovedor que esta pasión de un alma que ha sabido llegar a la paz interior”.

El exultante movimiento final, el “gran día” de Mahler, es desde el estreno de la sinfonía el más controvertido y desconcertante de los cinco. Para sus primeros seguidores expresa una alegría solar, una suprema afirmación de la vida. Schoenberg y, después, Boulez se muestran deslumbrados. Adorno no comprende el optimismo de este Finale, le parece una escenificación teatral, “sus elevaciones portan teológicamente en sí el desastre”. A Marc Vignal le parece un engaño, Karl Schumann ve un bizarro compendio de efectos orquestales, Constantin Floros lo relaciona con el Eterno retorno de Nietzsche. Como Rondó, la forma del movimiento está definida de antemano, con no menos de ocho ritornellos entre los que hay espacio para peculiares citas de Lehar (La viuda alegre) y Wagner (Los maestros cantores de Núremberg). Entre modulaciones constantes y amplios cambios temáticos, acudiendo incluso al contrapunto como referencia del pasado que siempre está presente, disipadas las dudas y las sombras de la noche, el Finale es una nueva muestra de personalidad en la que Mahler, como propone Philippe Chamouard, puede estar simplemente proclamando la esperanza y la confianza en una vida mejor.

 

Asier Vallejo Ugarte

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BOS 9

  • Aragón: La flor más grande del mundo (Mosaico de sonidos) (20’)
  • Strauss: Concierto para oboe y orquesta en Re mayor, op. 144 (25’)
  • Shostakovich: Sinfonía nº 6, op. 54 (30’)

 Lucas Macías, oboe
Carlos Miguel Prieto, director

I

EMILIO ARAGÓN
(1959 – )
La flor más grande del mundo

Participantes: Eduardo Cortés, José Ramón Sánchez, Borja Aguirregoitia, Miriam Puertas, Sara Isabel Montes, Mikel Martija, Milagros Durana, Lorena Santaeufemia, Adrán Mesa, Mikel Reyes, José Félix Mongil, Luis Francisco Saracho, Igor Porset, Leticia San Emeterio, Maider Pérez, Irantzu Larrabe colaboradora), Iosune Uriarte colaboradora.

Coordinación: Marion Desjacques y Narciso Gómez

RICHARD STRAUSS
(1864-1949)
Concierto para Oboe y orquesta en Re Mayor TrV 292

I. Allegro moderato
II. Andante
III. Vivace

Lucas Macías, oboe

II

DMITRI SHOSTAKOVICH
(1906 – 1975)
Sinfonía nº 6 en si menor Op. 54

I. Largo
II. Allegro
III. Presto

Primera vez por la BOS

Jueves 9 y viernes 10 de febrero de 2017. 19:30 horas
Palacio Euskalduna (Bilbao) Auditórium

La Flor más grande del mundo

José Saramago

Las historias para niños deben escribirse con palabras muy sencillas, porque los niños, como son pequeños, saben pocas palabras y no las quieren muy complicadas. Me gustaría saber escribir esas historias, pero nunca he sido capaz de aprender, y eso me da mucha pena. Porque, además de saber elegir las palabras, es necesario tener habilidad para contar de una manera muy clara y muy explicada, y una paciencia muy grande. A mí me falta por lo menos la paciencia, por lo que pido perdón. Si yo tuviera esas cualidades, podría contar con todo detalle una historia preciosa que un día me inventé, y que, así como vais a escucharla, no es más que un resumen que se dice en dos palabras… Se me tendrá que perdonar la vanidad de haber pensado que mi historia era la más bonita de todas las que se han escrito desde los tiempos de los cuentos de hadas y princesas encantadas… ¡Hace ya tanto tiempo de eso!

En el cuento que quise escribir, pero que no escribí, hay una aldea. (Ahora comienzan a aparecer algunas palabras difíciles, pero quien no las sepa, que consulte en un diccionario o que le pregunte al profesor.) Que no se preocupen los que no conciben relatos fuera de las ciudades, ni siquiera las infantiles: a mi niño héroe sus aventuras le esperan fuera del tranquilo lugar donde viven los padres, supongo que también una hermana, tal vez algún abuelo, y una parentela confusa de la que no hay noticia.

Nada más empezar la primera página, sale el niño por el fondo del huerto y, de árbol en árbol, como un jilguero, baja hasta el río y luego sigue su curso, entretenido en aquel perezoso juego que el tiempo alto, ancho y profundo de la infancia a todos nos ha permitido…

Hasta que de pronto llegó al límite del campo que se atrevía a recorrer solo. Desde allí en adelante comenzaba el planeta Marte, efecto literario del que el niño no tiene responsabilidad, pero que la libertad del autor considera conveniente para redondear la frase. Desde allí en adelante, para nuestro niño, hay sólo una pregunta sin literatura: “¿Voy o no voy?” Y fue.

El río se desviaba mucho, se apartaba, y del río ya estaba un poco harto porque desde que nació siempre lo estaba viendo. Decidió entonces cortar campo a través, entre extensos olivares, unas veces caminando junto a misteriosos setos vivos cubiertos de campanillas blancas, y otras adentrándose en bosques de altos fresnos donde había claros tranquilos sin rastro de personas o animales, y alrededor un silencio que zumbaba, y también un calor vegetal, un olor de tallo fresco sangrado como una vena blanca y verde. ¡Oh, qué feliz iba el niño! Anduvo, anduvo, hasta que los árboles empezaron a escasear y era ya un erial, una tierra de rastrojos bajos y secos, y en medio una inhóspita colina redonda como una taza boca abajo.

Se tomó el niño el trabajo de subir la ladera, y cuando llegó a la cima, ¿qué vio? Ni la suerte ni la muerte, ni las tablas del destino… Era sólo una flor. Pero tan decaída, tan marchita, que el niño se le acercó, pese al cansancio. Y como este niño es especial, como es un niño de cuento, pensó que tenía que salvar la flor. Pero ¿qué hacemos con el agua? Allí, en lo alto, ni una gota. Abajo, sólo en el río, y ¡estaba tan lejos!…

No importa.

Baja el niño la montaña,

atraviesa el mundo todo,

llega al gran río Nilo,

en el hueco de las manos recoge,

cuanta agua le cabe.

Vuelve a atravesar el mundo,

por la pendiente se arrastra,

tres gotas que llegaron,

se las bebió la flor sedienta.

Veinte veces de aquí allí,

cien mil viajes a la Luna,

la sangre en los pies descalzos,

pero la flor erguida

ya daba perfume al aire,

y como si fuese un roble

ponía sombra en el suelo.

El niño se durmió debajo de la flor. Pasaron horas, y los padres, como suele suceder en estos casos, comenzaron a sentirse muy angustiados. Salió toda la familia y los vecinos a la búsqueda del niño perdido. Y no lo encontraron.

Lo recorrieron todo, desatados en lágrimas, y era casi la puesta de sol cuando levantaron los ojos y vieron a lo lejos una flor enorme que nadie recordaba que estuviera allí. Fueron todos corriendo, subieron la colina y se encontraron con el niño que dormía. Sobre él, resguardándolo del fresco de la tarde, se extendía un gran pétalo perfumado, con todos los colores del arco iris.

A este niño lo llevaron a casa, rodeado de todo el respeto, como obra de milagro.

Cuando luego pasaba por las calles, las personas decían que había salido de casa para hacer una cosa que era mucho mayor que su tamaño y que todos los tamaños.

Y ésa es la moraleja de la historia.

Éste era el cuento que yo quería contar. Me da mucha pena no saber narrar historias para niños. Pero por lo menos ya conocéis cómo sería el argumento, y podréis explicarla de otra manera, con palabras más sencillas que las mías, y tal vez más adelante acabéis sabiendo escribir historias para niños…

¿Quién me dice que un día no leeré otra vez esta historia, escrita por ti que me lees, pero mucho más bonita?…

¿Y si las historias para niños fueran de lectura obligatoria para los adultos? ¿Seríamos realmente capaces de aprender lo que desde hace tanto tiempo venimos enseñando?

 

La Música que florece

Después de sembrar con ilusión y regar con perseverancia una pequeña semilla sonora, el final de un ciclo de vida musical verá hoy la luz, encarnándose en una flor. Más aún: un ramillete de colores tímbricos enriquecerá esta tarde la orquesta y a quienes disfrutamos con la música. Se trata de La flor más grande del mundo, bajo cuyo cobijo y envuelto por su fragancia duerme el niño del cuento de Saramago, que ha llegado hasta ella atravesando extensos olivares, bosques de altos fresnos y claros tranquilos rodeados de “un silencio que zumbaba”. El título de la composición que abre la velada, está tomado de un breve relato infantil que el nobel portugués escribió en 2001 y en el cual se inspiró Emilio Aragón (La Habana, 1959) para componer esta partitura orquestal en un único movimiento.

El chiquillo del cuento cuida la flor marchita con cariño y tenacidad, el mismo que han puesto los diecisiete instrumentistas que se suman, en esta feliz reunión sonora, a la plantilla de la BOS. La composición brota radiante de un proyecto, Mosaico de Sonidos, en el que las pequeñas teselas que aportan estos músicos de APDEMA, APNABI, GORABIDE y URIBE COSTA, desde el piano, la guitarra, el saxofón, la flauta, la txalaparta o la pequeña percusión, son la evidencia del poder de la música en la comunión de las personas. La idea, de sugerente nombre, surge a iniciativa de la Asociación Española de Orquestas Sinfónicas, Plena Inclusión y la Fundación BBVA. Su objetivo principal es la integración social a través de la música, pero también consiguen otro resultado: alimentar y hacer más bella la composición de partida, una amable y hermosa banda sonora para un cuento sencillo, pero de gran valor convivencial, como el propio proyecto al que sirve. Y ello, gracias al esmero en el trabajo de algunos instrumentistas de la orquesta, que han ayudado a concebir y articular un buen puñado de microcomposiciones, perfectamente ensambladas en la pieza de partida. Todas ellas iluminan la flor de Aragón con múltiples detalles de color, en un espléndido mosaico sonoro.

Saramago dice al final de su cuento: “¿Quién me dice que un día no leeré otra vez esta historia, escrita por ti que me lees, pero mucho más bonita?”. Algo parecido hacemos hoy aquí: escuchar esta música escrita para orquesta y recreada por una orquesta distinta y, sin duda, muy hermosa.

Otro fue el origen de la floración del Concierto para oboe y orquesta en Re Mayor de Richard Strauss (Munich, 1864 – Garmisch-Baviera, 1949). En un ambiente plagado aún de tensión bélica y en un territorio ocupado por soldados norteamericanos, estaba pasando el compositor el final de la Segunda Guerra Mundial cuando, a finales de abril de 1945, un escuadrón militar llamó a la puerta de su magnífica villa, con el fin de requisarla. El músico lo recibió presentándose como “el compositor de El caballero de la rosa y Salomé”. El azar quiso que encabezara el grupo un comandante melómano, que se sintió afortunado al conocer a uno de los compositores más divulgados de la primera mitad del siglo XX y consintió en permitirle conservar la propiedad. La noticia se extendió y algunos soldados músicos le visitaron con interés y curiosidad. Entre ellos, el joven John de Lancie -que antes de la guerra había sido primer oboe de la Orquesta Sinfónica de Pittsburg-, le preguntó si no había sentido nunca interés en escribir un concierto para oboe. Strauss contestó negativamente y sin aparente duda en su posición. Sin embargo, solo unos meses más tarde (el 26 de febrero de 1946), De Lancie fue invitado al estreno del concierto en Zurich, con Marcel Saillet como solista junto a la Orquesta Tonhalle, dirigidos todos por Volkmar Andrae. Strauss quiso expresamente que él estrenase su concierto en Estados Unidos, pero esto no pudo ser debido a la oposición rotunda del primer oboe de la Orquesta de Filadelfia, en la que De Lancie había retomado su carrera tras la contienda. En cualquier caso, De Lancie interpretó finalmente el concierto a finales de los sesenta y lo grabó en los ochenta.

Richard Strauss era hijo de un virtuoso instrumentista de trompa que formaba parte de la orquesta de la corte de Baviera en la que fue coronado, el mismo año en que nació el compositor, un jovencísimo y patológico Luis II (magnífica y perturbadoramente retratado por Visconti en Luis II de Baviera, el rey loco). Fue musicalmente educado en la corriente antiwagneriana que profesaba su padre y bajo las consignas del clasicismo. Sin embargo, a la temprana edad de veintiún años, se lanzó en busca de un tipo de expresión que se adaptara a su temperamento y encontró su camino en el terreno de la música programática, con el objetivo de “desarrollar lo poético, lo expresivo que hay en la música”. Su intensidad en la descripción sonora, preludiaba el expresionismo que tan hondo habría de calar en el lenguaje musical alemán, años después. Sin embargo, tras escandalizar a los conservadores y jugar el papel de enfant terrible de la música -que tanto le gustaba-, en 1911 había abandonado ya el primer plano de la modernidad musical, para no volver jamás a él. En este retorno al “neoclasicismo”, se enmarca el Concierto para oboe que hoy disfrutamos concebido -a la manera tradicional-, como un divertimento y organizado en tres movimientos, planteados sin interrupción. Supone una aleación casi perfecta entre la intención clásica de agradar y los recursos del lenguaje del siglo XX. Ya en el primer movimiento, Allegro moderato, el tratamiento casi camerístico de los elementos sonoros y la transparencia en la textura, permiten disfrutar en la voz del solista -pero también en las de otros como la viola o el clarinete-, de un tema encabezado por una nota larga seguida de varias breves, algo muy característico en Strauss en sus últimos trabajos. La sencillez en el planteamiento y la notable belleza de la melodía que destaca en el Andante, contribuyen a las grandes dosis de refinamiento con las que está concebido el concierto. Una cadencia sirve de enlace con el Vivace-Allegro final en el que, una vez más, el tejido orquestal se articula de tal manera que la participación de todos es posible, en un milagro de equilibrio sonoro entre protagonista y acompañantes.

También la Sexta de Dmitri Shostakovich (San Petersburgo, 1906-Moscú, 1975) está impregnada por el aliento sombrío de la guerra –en este caso, en su siniestro inicio. Estrenada en noviembre de 1939 por la Orquesta Filarmónica de Leningrado bajo la dirección de Evgeny Mravinsky, a quien está dedicada, la Sinfonía nº 6 en si menor, Op 54 presenta una disposición inusual de sus tres movimientos, comenzando con un Largo de aliento poético, que oscila entre lo meditativo y lo irreal y que, en su lento fluir, se sumerge en pasajes de oscura introspección. Antes de su estreno, Shostakovich anunció que en la obra predominaría “un carácter contemplativo y lírico”. Pero el compositor también manifestó su intención de “transmitir una atmósfera de alegría fresca y juvenil” y ciertamente lo logra en el Allegro siguiente, un scherzo pleno de virtuosismo orquestal y con una enorme riqueza de detalle en los timbres, que van de lo exultante a lo delicado, en un despliegue de color muy propio de Shostakovich. Y como cima de esta progresión hacia el destello sonoro y el desenfado, se presenta el Presto final que, con aire de galop mundano y espíritu ligero, nos asoma al mundo del music hall –casi imposible en ese momento-, que tanto gustaba a Shostakovich por la distensión que suponía hacia un humor socarrón, muy necesario entonces. En un pase privado de la sinfonía ante unos pocos compositores amigos, Shostakovich exclamó: “¡es la primera vez que consigo un Finale tan satisfactorio! Creo que ni los críticos más severos encontrarán una falta en él”.

Sin duda, lo profundo y lo frívolo florecen en esta sinfonía en buena comunión. En este sentido, el musicólogo Boris Schwarz afirmaba que: “Bach y Offenbach siempre han convivido en la música de Shostakovich, pero nunca como en la Sexta sinfonía”.

Gracias al talento de estos compositores y a la ilusión de los intérpretes invitados, el universo orquestal luce hoy radiante. Repleto de flores. Disfruten.

Mercedes Albaina

 

LUCAS MACÍAS – Oboe

Ha sido solista de la Royal Concertgebouw Orchestra, la Orquesta del Festival de Lucerne y oboe principal de la Orchestra Mozart de Bologna.

Nació en Valverde del Camino (Huelva). Estudió en el Conservatorio de Zúrich, en la Hochschule für Musik de Freiburg con H. Holliger, en la Karajan Akademie de la Filarmónica de Berlín y en el Conservatorio de Ginebra con M.Bourgue.

 

Finalizó sus estudios de dirección de orquesta con Mark Stringer en la Universidad de la Música y las Artes de Viena. Recientemente ha sido nombrado Director Asistente de la Orchestre de París para la temporada 2016/17.

Ha dirigido en el Teatro Colón de Buenos Aires a la Orquesta Académica del ISA, l’Orchestre de Chambre de Geneve, la Real Filharmonía de Galicia y la Camerata RCO, entre otras.

Como solista ha colaborado junto a la Orquesta Sinfónica de la Radio de Frankfurt, Royal Concertgebouw Orchestra, Orchestra Mozart, Chamber Orquestra of Europe, Mahler Chamber Orchestra… dirigido por C.Abbado, B.Haitink, M.Jansons, S.Ozawa, P.Boulez, C.Dutoit, L.Hager y T.Hengelbrock.

Ha actuado en las principales salas y festivales de ámbito internacional como el Festival de Lucerne, Festival de la Cite Lausanne, Berliner Festwochen, Festival de Davos, Bologna Festival, MozartFest Wurzburg, Sociedad Filarmónica de Bilbao y Festival Musika-Música.

En el ámbito camerístico ha colaborado con Isabelle Faust, Radu Lupu, Sabine Meyer, Ton Koopman, Jacques Zoon y Reinhold Friedrich, entre otros.

Es profesor en la Hochschule für Musik de Freiburg.

CARLOS MIGUEL PRIETO – Director

Carlos Miguel Prieto es director titular de las orquestas Sinfónica Nacional de México, Sinfónica de Louisiana y Sinfónica de Minería. Fue Director Asociado de la Houston Symhpony Orchestra.

Ha sido invitado a dirigir importantes orquestas como la New York Philharmonic, Boston Symphony Orchestra, Chicago Symphony, London Royal Philharmonic, Orquesta Sinfónica de Xalapa y las orquestas de Indianapolis, San Antonio, Florida y Nashville, entre otras.

Entre sus recientes y futuros compromisos se incluyen conciertos con la Sinfónica de Cleveland, Houston, Royal Liverpool Philharmonic, NDR Radio Philharmonie Hannover (Rheingan Festival), Radio de Frankfurt (en la Alte Oper), Royal Scottish National, BBC Scottish Symphony, Bournemouth Symphony, Orquestra Sinfônica do Estado de São Paulo así como las principales orquestas españolas.

Graduado por las universidades de Princeton y Harvard, ha recibido el Premio de la Unión Mexicana de Críticos de Música y la Medalla Mozart al mérito musical, concedida por los gobiernos de México y Austria. Su grabación de obras de Korngold con la Orquesta Sinfónica de Minería, para Naxos, fue nominado a un premio Grammy en 2010.

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BOS 8

  • J.J. Colomer: La devota lasciva, para quinteto de metales y orquesta (25’)
  • Rachmaninov: Sinfonía nº 2 en Mi menor, op. 27 (45’)

 Spanish Brass
Andrew Gourlay
, director

Abono de iniciación

I

JUAN JOSÉ COLOMER
(1966 – )

La devota lasciva, para quinteto de metales y orquesta

I. Deambular
II. Descubrir
III. Destapar

Spanish Brass

II

SERGEI RACHMANINOV
(1873 – 1943)

Sinfonía nº 2 en mi menor Op. 27

I. Largo – Allegro moderato
II. Allegro molto
III. Adagio
IV. Allegro vivace

 

Primera vez por la BOS

 

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BOS 7

Abono de iniciación

I

GIACOMO PUCCINI (1858 – 1924)                 Preludio sinfónico

OTTORINO RESPIGHI (1879 – 1936)            Rossiniana P. 148*
I. Capri e Taomina (Barcarola e Siciliana)
II. Lamento
III. Intermezzo
IV. Tarantella puro sangue (con passagio della Processione)

 

II

GIACOMO PUCCINI (1858 – 1924)          Messa a quattro voci

I. Kyrie
II. Gloria
III. Credo
IV. Sanctus e Benedictus
V. Agnus Dei

Aquiles Machado, tenor
Ruben Amoretti, bajo
Coral de Bilbao

 

Jueves 22 y viernes 23 de diciembre de 2016. 19:30 horas

Palacio Euskalduna Jauregia (Bilbao) Auditórium


¿Cuántos compositores residen dentro de un mismo compositor? No hay genio de la ópera que no lleve dentro de sí a un gran sinfonista, un gran escritor de cámara y un gran autor de música religiosa. El hecho de que alguno de ellos no haga justicia por separado a esos tres compositores, no significa que no llevaran esa trinidad de talentos dentro de sí, tan sólo que la cultivaron conforme a una lógica que no tuvo por qué ser la que distribuye la inspiración por géneros -como supieron Monteverdi, Mozart, Wagner, Verdi o Berg.

 

El Preludio sinfónico en La Mayor es la segunda obra orquestal de Puccini y nos remonta a 1882. A sus tiempos de estudiante en el Conservatorio de Milán. Resulta casi inevitable entender estos primeros esfuerzos dentro del género sinfónico como laboratorios de motivos de sus óperas posteriores. Así, la relación de su “Capriccio sinfónico” (1883) con “La Boheme” (1896) cae por su propio peso, pues esta celebérrima ópera recogería literalmente frases del capricho desde su primer compás. Se podría decir que el Preludio sinfónico de 1882 es a “Manón Lescaut” lo que el Capricho sinfónico de 1883 es a “La Boheme” (1896). La deuda no es tan literal, pero invito al oyente a que disfrute de este preludio y luego vuelva sobre el Intermezzo de “Manón”. Ese clímax melodramático, que se construye a partir de un único tema y cuyo crescendo se hace inexorable, coronándose con metales y finalizando cadenciosamente “a la Wagner”, con dulce desgarro y un prudente cóctel de cromatismo y diatonismo fílmico avant la lettre. El talento para dibujar tramas melódicas de encantadora intimidad para gran orquesta está aquí anunciado: y nadie negará que este preludio, sobre todo por su planteamiento y su coda, es el guiño genial de un estudiante veinteañero a “Lohengrin”. Pero es un guiño de innegociable “italianidad”.

 

“Italianidad” es una palabra muy apropiada para los Péchés de vieillesse («Pecados de vejez”) de Gioachino Rossini, el título irónicamente auto-despreciativo que el compositor de Pessaro adjudicara a una parte –volúmenes V a IX- de la colección de alrededor de 180 piezas para voz y piano solo que compusiera durante su largo, y un tanto misterioso, retiro profesional. Las piezas, datadas entre 1857 y 1868, fueron agrupadas en catorce álbumes, y no pasaron nunca a imprenta. En 1918, Ottorino Respighi seleccionó y orquestó algunas de las piezas para piano de estos pecados de vejez para su partitura del Ballet “La Boutique Fantastique”, un maravilloso proyecto colectivo ambientado en una juguetería mágica de la Francia de 1860, estrenado en el Teatro Alhambra de Londres en 1919, con coreografías de Léonide Massine, libreto y escena de uno de los cofundadores del Fauvismo, André Derain, y la compañía de los Ballets Rusos de Serguei Diaghílev. Más tarde, en 1925, Respighi volvería sobre estas “naderías” rossineanas, en concreto sobre las piezas para piano de su duodécimo volumen (“Quelques riens”), para darles la forma de una suite orquestal en cuatro movimientos: unas idiomáticas barcarola y siciliana para “Capri y Taormina”; un “Lamento”, que bascula muy operísticamente entre la obsesión y la cantabilidad; un descongestionante Intermezzo, que conduce a una “Tarantella”, convertida en un cruce de alegría festiva y efusividad religiosa, típico de ese Mediterráneo de baile y campanario que también supo interpretar este alumno de Rymski-Korsakov.

 

Sobre ese mismo cruce se erige la “Messa a quattro voci con orchestra” de Puccini, popularmente conocida como “Misa de Gloria”. Nombre extraño para una misa que incluye todas las secciones del ordinario y no sólo Kyrie y Gloria como es preceptivo en las de su género (recuérdese la “Misa de Gloria” de Rossini, en 1820). Además, en ninguna de las fuentes en que se conserva el autógrafo de la partitura aparece el título de “Messa di Gloria”, ni en la cubierta de la preservada en el Museo Casa Natale Giacomo Puccini de Lucca, ni en la copia Spinelli consultable en la Biblioteca del Instituto Musical Luigi Bocherini de esa misma localidad, ni en la conocida como copia Vandini, de la que se desconoce su ubicación, pero es consultable en la reproducción de la Librería del Congreso de Washington. La “Misa para cuatro voces con orquesta” fue compuesta por Puccini como ejercicio de graduación del Istituto Musicale Pacini y estrenada en 1880 en su ciudad natal, Lucca. La obra integra piezas escritas por Puccini dos años antes en honor de Paulino de Nola –el “Patrón de los Campaneros”, a quien dedicara un motete y un credo-, a la vez que bebe de Gounod y Bellini, sin olvidar el majestuoso, Réquiem de Verdi. Puccini había mantenido una relación de gran familiaridad con la música para iglesia, siquiera fuera porque desde los diez años ya formaba parte del coro de la catedral de san Martino y de la iglesia de san Michele, donde había comenzado a tocar el órgano de niño –y, según reza otra leyenda, también a revender sus tubos como chatarra para costearse los cigarrillos; lo que, de paso, habría aguzado su pericia armónica al tener que interpretar de modo que el hurto no afectara al registro final del instrumento-. La “Misa de Gloria” tuvo una acogida muy favorable, convirtiéndose en su acreditación más importante para dar el salto a Milán, en cuyo conservatorio habría de ingresar con una beca financiada, primero, por la reina Margarita de Savoya y, luego, por su tío-abuelo, el doctor Nicola Cerú, quien escribió una columna laudatoria para levantar acta del talento de su sobrino, haciendo mención expresa de esta Misa. Su última línea decía: I fligli dei Gatti prendono i topi.

 

Pero esta página es memorable por sus valores estrictamente musicales y no solo por el papel impulsor que desempeñó en la carrera formativa de Puccini. Y eso que la suerte que hubo de correr la partitura fuera muy ingrata: quedó sepultada durante más de setenta años por el mismo futuro que ella contribuyó a abrir. Desde la fecha de su estreno (Lucca: 1880) hasta la de su siguiente ejecución transcurrieron setenta y dos años (Chicago: 1952). En el ínterin, durmió el sueño de los justos. Estamos ante un descubrimiento del siglo XX. La primera edición (1951) corrió a cargo de Mills Music, de Nueva York, e interesa especialmente por la personalidad de su promotor –que también lo fue del “reestreno” en Chicago de la partitura al año siguiente-. Hablamos del sacerdote Dante Del Fiorentino, amigo personal de Puccini por haber ejercido en Torre del Lago años antes de ser destinado a EEUU. En el curso de los trabajos de documentación para un libro de memorias sobre el autor de “Turandot”, que llevaría el título de “Immortal Bohemian: An Intimate Memoirs of Giacomo Puccini” (Nueva York, 1952), Del Fiorentino regresó a Lucca. Allí adquirió una copia de la misa a la familia Vandini, que ofreció al mundo como la partitura original. Forma parte de la intrahistoria de la música italiana que una composición que lleva el impropio título de “Misa de Gloria”, por incluir más secciones del ordinario de las debidas, fuera redescubierta precisamente por un sacerdote. Aunque su contribución en la redifusión de la obra fuera indiscutible, otros aspectos del trabajo de Del Fiorentino no resisten el examen de la musicología moderna que, justo por esas fechas, principio de los 50, estaba introduciendo métodos de abordar la figura del autor de “La fanciulla del West” soportados por fuentes secundarias documentalmente más serias -entre ellos, es justo mencionar los esfuerzos de George R. Marek y Mosco Carner.

 

Asombra que una obra de juventud pueda ser una cantera tan natural de temas para su catálogo operístico. Esta circulación entre el universo de la liturgia eclesiástica, representado en esta misa, y el universo del drama musical, representado en todas sus óperas posteriores, no hubiera sido posible sin lo que es seguramente el corazón de la genialidad de Puccini: su visión teatral de las partituras. Teatralidad. ¿Acaso una ópera no es una forma secularizada de liturgia musical? ¿No nos enseña Puccini –como hicieran antes Mozart, Rossini o Verdi- que existe una afinidad muy poco secreta entre las secuencias del ordinario de la misa –Kyrie, Gloria, Credo, Sanctus, Benedictus y Agnus Dei- y la estructura teatral de una gran ópera? Julian Budden es muy preciso al observar que la música litúrgica de la Italia del Ottocento adolecía de una falta de proyección comercial, de la que sin embargo seguía disfrutando la música litúrgica producida allende los Alpes. Mientras el catálogo de música litúrgica de Mendelssohn, Brahms, Gounod o Dvorak, se montó sobre una tradición sólidamente preservada por festivales y sociedades corales que seguían consumiendo partituras de este género, en Italia en cambio quedaban muy lejos los tiempos en que el Stabat Mater de Pergolesi era la partitura con más demanda de impresiones de toda Europa. En la península, las misas cada vez más se escribían para festividades religiosas de carácter fuertemente local y, salvo excepciones muy conocidas, apenas disfrutaron de carrera comercial fuera del ámbito geográfico para el que fueron encargadas. Esto quizá convenga tenerlo en consideración para explicarse la suerte de esta misa pucciniana.

 

Con todo, el espectador siente cierta exaltación, un auténtico golpe de placer musical, al identificar el tráfico de motivos desde esta página hacia páginas operísticas posteriores. El “Agnus dei”, readaptado para mezzo soprano y coro femenino, pudo funcionar como interludio del Acto II de “Manon Lescaut” (1893). El “Kyrie”, abandonando su función de himno litúrgico, es empleado en la ópera “Edgar” como fondo de la escena de la diabólica seducción de la gitana Tigrana (1889, basada en Alfred de Musset). El aficionado puede quedar desconcertado. ¿Cómo un “Kyrie” puede reciclarse en música de camarín rococó, pelucas cortesanas y melancólicas damas maquillándose? ¿No estaremos ante la prueba definitiva de una actitud escasamente comprometida con la música litúrgica por parte de Puccini? Solo se puede responder afirmativamente a esta pregunta si se olvida con qué intensidad y sentido dramático habría de emplear algo más tarde el tedeum como himno de acción de gracias en el seno de “Tosca”, por no mencionar el tratamiento maravillosamente ritualizado de los coros en “Turandot” (que tiene su antecedente en la página que hoy escuchamos).

 

Mozart eleva a su perfección formal los códigos de cada uno de los géneros que practicó –Misas, Sinfonías, Óperas, Arias de Concierto-, interpretando con tal genialidad los límites del clasicismo que, en lugar de darle rigidez, los volvió porosos. Verdi, muy en especial con su Misa de Réquiem, comunica con pulso inexorable la música litúrgica y el teatro operístico, demostrando la afinidad dramática de ambos lenguajes. Pero Puccini es un traficante de sentimientos. Es un genio secular del trasplante de emociones. Probablemente, él nunca hiciera grandes revelaciones en cuanto a la forma o el lenguaje de una obra -y puede que hasta un sacerdote le rebautice impertinentemente una de sus misas-; pero demostró en el siglo XX que los motivos musicales son migrantes emocionales que no tienen que contenerse dentro de los códigos en que han nacido. Que el corazón conmovido de un vecino de Lucca al creer que el Cordero de Dios quita los pecados del mundo es, en su funcionamiento, el mismo que el de la empolvada amante de un tesorero real, a punto de hacer caso a su auténtica pasión. E irse con el joven estudiante.

Fernando Bayón

 

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BOS 6

ANTON BRUCKNER                     
(1824 – 1896)                  Sinfonía nº 5 en Si bemol mayor
(80’)

 Erik Nielsen, director

I. Adagio; Allegro; Langsamer
II. Adagio – Sehr langsam
III. Scherzo: Molto vivace
IV. Finale: Adagio; Allegro

Primera vez por la BOS

DURACIÓN: 85’

Jueves 15 y viernes 16 de diciembre de 2016. 19:30 horas
Palacio Euskalduna Jauregia (Bilbao) Auditórium

 

DESOLADORA, SINCERA, PROFUNDA

Como en el caso de otros compositores, la vida y la obra de Bruckner están sólidamente ligadas a su elección de Viena como ciudad de residencia. Es evidente que la historia musical de la capital austriaca se puede escribir a partir de los grandes nombres que acuden a ella y también a partir de las obras relevantes que se estrenan en sus salas y teatros, pero desde una panorámica amplia es posible contemplar procesos de desarrollo en los que se proyectan, no sin ciertas contradicciones internas, capítulos fundamentales de nuestra cultura musical. Desde siempre el gusto vienés se ha considerado extraordinariamente conservador, y no parece casual, por ejemplo, que las primeras óperas lleguen antes a Salzburgo que a Viena, pero es en la capital donde se gesta en buena medida la renovación del género impulsada por Gluck, y es un compositor tardíamente establecido en Viena (Haydn) quien marca las pautas para una renovación completa de la música instrumental tal y como se conoce hasta entonces. Viena es también la ciudad en la que Mozart vive el auge de sus fuerzas creativas y el declive de las vitales, la ciudad en la que prosperan simultáneamente la melodía italiana de Rossini y la tradición germana representada por Beethoven y Schubert, de la que rápidamente se convierte en bastión de resistencia frente a los impulsos progresistas de otros centros europeos.

Sin embargo, a partir de los años setenta se desata por primera vez la rivalidad entre dos compositores serios, nobles, germanos, igualmente cultivadores de obras instrumentales, en quienes la música del pasado actúa como fuente permanente de análisis, estudio y referencia. Ambos, Brahms y Bruckner, llegan a Viena en 1868 con similares ambiciones e ilusiones, pero la ciudad se le muestra mucho más amable y sonriente al primero, que enseguida se convence de que “aunque sería preferible disponer de un puesto en cualquier otra ciudad, uno se encuentra mejor en Viena. La gran cantidad de gente interesante, las bibliotecas, el Burgtheater, los museos, todo ello ofrece suficientes ocupaciones y placer”. Efectivamente, Brahms, sobreponiéndose a su carácter introvertido y solitario, forma parte de círculos activos, prepara conciertos, frecuenta a importantes críticos y dedica notables esfuerzos a promocionar sus obras, que no siempre convencen a la primera, pero tanto el público como los músicos de la ciudad le aclaman hasta sus últimos días. Sus funerales, extraordinariamente ostentosos, sólo serán superados por los del emperador Francisco José en 1916.

De entrada, el caso de Bruckner difiere del de Brahms por su condición de hombre fuera de su tiempo. Como dice Dahlhaus, Bruckner “fue embutido en el siglo XIX como en una época que le era ajena, a la que no pertenecía interiormente y cuyos problemas no compartía”. Pero además la gran ciudad que es Viena se presenta como una enorme selva para el compositor de provincias, el músico de iglesia y el humilde hombre de campo que en el fondo sigue siendo Bruckner. Cualquier expectativa de volcar sobre su figura la conciencia histórica de continuar el legado de la tradición musical alemana nace destinada a fracasar, y su mundo expresivo es tan aislado, reservado y personal que Viena no logra conectar en absoluto con él. Sólo así, aunque intervienen también una declarada admiración por la obra de Wagner y una manifiesta libertad a la hora de enfrentarse a la forma, se entiende que la ciudad lo considere un partidario del progreso frente a la solidez con que Brahms mantiene firmes los valores clásicos. Por tanto, los comentarios que Bruckner debe escuchar sobre sus obras son tremendamente hostiles y, a menudo, alertan sobre un porvenir muy oscuro. Max Kalbeck escribe que “si en el futuro resulta placentera una obra musical tan caótica, con sus sonidos reverberando desde cien colinas, deseamos que el futuro esté muy lejos de nosotros”. En la misma línea, Eduard Hanslick dice sobre la Octava sinfonía que es “interminable, desorganizada, violenta, tiene una extensión espantosa (…) No es imposible que el futuro pertenezca a este estilo pesadillesco en el que predominan los maullidos lastimeros”. El propio Brahms interviene en la polémica al asegurar que “Bruckner me debe exclusivamente a mí su celebridad, pues sin mí nadie habría hablado jamás de él”.

En realidad, las condiciones son adversas para Bruckner prácticamente desde su llegada a Viena como profesor de armonía, contrapunto y órgano en el Conservatorio. Sus dos primeras sinfonías pasan completamente inadvertidas y la Tercera es recibida la noche de su estreno (1877) con sonoras muestras de desaprobación, a las que se adhieren públicamente algunos de sus amigos. Por paradójico que resulte en un compositor tan inseguro e hipersensible a las críticas, Bruckner realizará numerosas versiones de sus composiciones (lo que dará lugar a un auténtico laberinto de obras, revisiones y estrenos), pero será siempre perfectamente fiel a su estilo, en el que profundizará sinfonía a sinfonía hasta obtener, en las tres últimas, sendas jugadas maestras. Ese estilo viene definido por la opulenta orquestación de sus obras, por movimientos de potentes y densos bloques sonoros, y por el uso reiterado del contrapunto, prueba de su dominio de los registros del órgano y de su devoción por los compositores barrocos alemanes, muy especialmente por Bach. De esta forma, el fiasco de la Tercera no interfiere en el estilo de Bruckner cuando se enfrasca en la composición de la Cuarta, como tampoco el desconocimiento sobre la suerte que le espera a ésta (no se estrenará hasta 1881) le impide mantener los mismos principios en el momento de componer, entre 1875 y 1877, su Quinta sinfonía.

Es recurrente comparar las sinfonías de Bruckner con las grandes catedrales góticas, tanto por su monumentalidad como por la profunda fe católica que las atraviesa internamente. Ahondando en el plano musical, León Plantinga ofrece de ellas en su libro La música romántica un esquema común que sirve siempre de referencia: “Todas las que fueron terminadas tienen cuatro movimientos dispuestos según la tradición: el primero y el último, normalmente siguiendo la estructura de un allegro de sonata. La relación que se establece entre estos dos movimientos extremos se enfatiza por el empleo de materiales musicales similares y, desde la Tercera sinfonía, por un retorno del tema inicial al final de la obra. Los movimientos lentos presentan, generalmente, dos temas principales que se van alternando (…). En los Scherzos se escuchan ecos de la música austríaca y cierta ligereza que caracteriza todas las obras de Bruckner. Una característica siempre presente en estas obras sinfónicas es lo que se ha denominado el Comienzo de la nada: en casi todas ellas, el primer movimiento parece desarrollarse a partir de una vaga y confusa figuración armónica, o bien a partir de un tremolando en las cuerdas, como si la fuerza emergiese gradualmente del caos. Sin embargo, lo más destacado de estas obras es su grandeza, una monumentalidad conseguida esencialmente a través de la ralentización de los procesos musicales, a través de enormes fragmentos de desarrollo pausado y deliberado, y gracias al empleo de enormes secciones armónicamente estáticas”.

Aunque la Quinta se comprende en líneas generales desde la descripción de Plantinga, y de hecho probablemente en ninguna otra sinfonía las características consideradas típicamente bruckerianas se muestren en tal plenitud, hay en ella ciertos elementos que conviene destacar, como es la introducción en Adagio, única en su corpus sinfónico, que contiene el germen de las dos ideas que en adelante vertebrarán la obra en su conjunto. El frecuente empleo del pizzicato, presente desde esa misma introducción, lleva a poner a la pieza el sobrenombre de Sinfonía pizzicato, pese a que el propio Bruckner prefiera referirse a ella como Fantástica. Aun así, el sobrenombre que ha llegado a nosotros es el de Trágica, propuesto por Goellerich (biógrafo autorizado del compositor) al ver en ella la expresión más desoladora, sincera y profunda de un hombre abatido por su soledad ante el mundo que le rodea. En ese sentido, el Adagio actúa como centro espiritual de la sinfonía, mientras que el Scherzo, un movimiento sonata en miniatura dotado de la característica energía rítmica del compositor, recicla con nuevos vigores uno de los temas iniciales de la obra. Con todo, el drama se concentra principalmente en el Finale, resumen y a la vez desenlace de las tensiones motivadas en el primer movimiento, del conflicto de fuerzas entre los dos temas anunciados en la introducción, ambos convertidos en sujetos de episodios fugados en los que la música reivindica su extraordinaria grandeza.

Bruckner compone la sinfonía sin haber saboreado aún el éxito en Viena y probablemente sin demasiadas expectativas de triunfo, pero la buena acogida de la Cuarta (estrenada en la Filarmonía en 1881) hace que albergue ciertas esperanzas sobre su futuro. La oportunidad se presenta cuando el nuevo director de la Ópera acepta programar la Quinta en 1883, pero en los ensayos se siente intimidado por sus dimensiones y únicamente se estrenan los movimientos centrales, por lo que Bruckner decide probar suerte en Alemania con la Séptima. En vista del éxito obtenido en Leipzig y en Múnich, la Filarmónica de Viena se interesa por la nueva sinfonía, pero el compositor responde que “los principales críticos vieneses no dejarían de cruzarse en mi camino y frenar en Alemania mis triunfos”. Entre tantos vaivenes, la Quinta permanece en la sombra y Bruckner debe esperar hasta 1887 para escucharla completa en una versión para dos pianos interpretada por Joseph Schalk y Franz Zottmann. El propio Schalk dirige el estreno de la versión orquestal (con cortes y una instrumentación renovada) en Graz en abril de 1894, cuando Bruckner está a punto de cumplir los setenta y apenas le quedan dos años para disfrutar de una vejez apacible y merecidamente respetada por sus conciudadanos.

 

Asier Vallejo Ugarte

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BOS 5

Aimez vous Brahms?

Erik Nielsen, director
Renaud Capuçon,  violín

I

JOHANNES BRAHMS (1833 – 1897)   Sinfonía No. 3 en Fa Mayor Op. 90

I. Allegro con brio
II. Andante
III. Poco allegretto
IV. Allegro

BERND ALOIS ZIMMERMANN  (1918 – 1970)     Sinfonía en un movimiento (versión 1953)*

II

JOHANNES BRAHMS  (1833 – 1897)    Concierto para Violín y Orquesta en Re Mayor Op. 77

I. Allegro non troppo
II. Adagio
III. Allegro giocoso ma non troppo

* Primera vez por la BOS


Lo nunca antes vivido

Cuando en 1853 Schumann señala a Brahms como el músico del futuro, como “un joven en torno de cuya cuna las gracias y los héroes hicieron guardia de honor”, está asumiendo el desgaste de sus propias fuerzas compositivas y poniendo en manos de su protegido la responsabilidad, por él mismo desestimada, de continuar y de renovar los lenguajes y las formas del conocimiento heredadas de la tradición alemana. Pero semejante responsabilidad acaba por volverse obsesiva sobre el joven Brahms, que teme convertirse tras los pasos de Beethoven en un compositor póstumo, más cuando el fracaso en 1859 del Concierto para piano en re menor (su primer, arduo y muy sincero intento de cultivar la gran forma) actúa como elemento de contención de su incomparable energía natural. Por eso el proyecto de componer una sinfonía se debe prolongar durante más de quince años, pero definitivamente superados los temores vuelve a prosperar la seguridad en sí mismo y a partir de esa primera sinfonía (1876) su repertorio se va enriqueciendo paulatinamente con obras que conforman el núcleo sinfónico, ciertamente tardío, de su catálogo.

En esa maduración de sus impulsos creativos, en esa enmienda de su conciencia histórica, en esa búsqueda de un espacio sólidamente insertado en la tradición, no es irrelevante la elección de Viena como ciudad de residencia, tanto por sus vínculos con el clasicismo musical como por su condición de fortaleza ante los arrestos progresistas de Liszt y Wagner, de quienes Brahms es una figura prácticamente antitética. Triunfar en Viena es un reto permanente en su carrera y toda obra que aspire a su padrinazgo definitivo debe enfrentarse antes al juicio del imprevisible público vienés, condicionado siempre por resistencias críticas (Eduard Hanslick a la cabeza) de enorme influencia en los círculos musicales de la ciudad. Porque el Brahms maduro, frente a la imagen de músico aislado y despreocupado con que a menudo se nos presenta, trabaja por promocionar sus obras, prepara a conciencia los estrenos, organiza nuevos conciertos y muestra sensibilidad ante las reacciones que motivan sus composiciones.

Cuando empieza a escribir su Concierto para violín, en el verano de 1878, tiene las dos primeras sinfonías a sus espaldas y domina ampliamente las claves de la gran forma, además de contar con precedentes tan cercanos y atractivos como los conciertos de Beethoven y Mendelssohn, pero para la escritura violinística es esencial la colaboración de Joseph Joachim, con quien trabaja mano a mano con eficacia pero no sin ciertas tensiones. Por un lado, Joachim aspira a que el concierto sea una obra de lucimiento para ambos, también para él, algo que Brahms en ningún momento antepone a su visión general de la nueva composición, de forma que hace caso omiso a buena parte de las sugerencias del futuro solista. Por otro lado, éste alerta al compositor de los problemas de equilibrio que puede implicar enfrentar a un violín (incapaz de generar un sonido tan poderoso como el de un piano) a la orquesta masiva que Brahms tiene en mente. Finalmente el concierto llega in extremis al estreno en Leipzig el día de Año Nuevo de 1879 y la buena acogida de su público anima a Brahms a presentarlo, dos semanas después, en la Musikverein de Viena, donde obtiene un triunfo espectacular que sorprende a casi todos, incluso a él mismo, radiante por “un éxito tan grande como el mayor nunca antes vivido”. No puede ser de otra forma tratándose de un concierto destinado a ser uno de los más celebrados del siglo XIX, de una obra que condensa, en sus tres movimientos, trazos expresos del estilo brahmsiano y admirables eclosiones de su personalidad musical, desde la grandeza sinfónica de su movimiento inicial y el lirismo penetrante de su Adagio hasta el espíritu zíngaro de su Allegro giocoso, en el que los reiterados ritmos punteados asumen un rol determinante y vertebrador.

Tras la nueva conquista, la vena creadora de Brahms se siente estimulada y en los años sucesivos continúa la composición de obras orquestales (dos oberturas y el monumental Concierto para piano nº 2) hasta llegar, en su Tercera sinfonía, a la consumación casi total de las posibilidades que el lenguaje de los clásicos ofrece a su música, por lo que es también compendio de las diversas influencias que orbitan sobre ella. Compuesta en la ciudad balneario de Wiesbaden en el verano de 1883, antes de su estreno recibe estupendas palabras de varias personas cercanas al compositor, entre ellas de Clara Schumann: “He pasado muchas horas felices con tu maravillosa creación. […] ¡Qué obra! ¡Qué poema! De inicio a fin te envuelve la calma misteriosa de los bosques…”. No obstante, para la primera interpretación cuenta con la Filarmónica de Viena dirigida por Hans Richter, un wagneriano de buena ley (encargado del estreno mundial de El anillo del nibelungo en Bayreuth) a quien se responsabiliza del fracaso inicial de las dos primeras sinfonías brahmsianas en la ciudad. La suerte cambia por completo con la Tercera, que rebasa todas las expectativas y es saludada casi unánimemente entre críticos y músicos como la mejor de sus obras. El propio Richter encuentra en ella una veraz reanimación del potencial beethoveniano y la bautiza como la “Heroica de Brahms”, aunque realmente no se puede entender la Tercera con Beethoven como único polo de referencia. De hecho, que se trata de la más schumanniana de las cuatro sinfonías es una evidencia que viene dada no sólo por el tono primaveral, el fervor poético y la energía lírica que atraviesa amplias áreas de la partitura, sino por el espléndido tema que recupera de la sinfonía Renana para enriquecer el espectro melódico del movimiento inicial, propulsado por fuertes tensiones rítmicas.

En adelante la música se organiza en base a un esquema tradicional, de tal manera que toda la inventiva de Brahms se desarrolla dentro de límites formales claros y perfectamente definidos. El Andante, en do mayor, recrea un clima sereno y pastoral en el que las maderas cantan a placer sobre una orquesta en constante búsqueda, sobre todo en su sección central, de una cierta plenitud sonora. Sin duda, el centro de gravedad de la sinfonía es el Poco Allegretto, cuya melodía inicial es de esas que no se olvidan, que traspasan fronteras y llegan hasta el mundo de los videojuegos, con la particularidad de que sus connotaciones más bien sombrías dan al movimiento un tono difícilmente asociable a la naturaleza de un Scherzo tradicional. Más común en cuanto a forma y métrica, el Allegro alla breve concentra la mayor carga dramática de la sinfonía, que viene dada por la ambigüedad armónica y la fortaleza de sus distintos temas, todos ellos manifestados con energías diversas, pero hacia el final la música pierde el latido triunfal y el motivo inicial de Schumann reaparece para llevar la obra a un inesperado (pero coherente con su carácter global) cierre en pianissimo.

Todo lo que las sinfonías de Brahms deben a la tradición se relativiza a medida que aumenta la distancia hacia ellas, y con el tiempo comienzan a aflorar en su interior raíces de futuro invisibles para sus contemporáneos. Los debates entre progresistas y conservadores se apagan en la medida en que mueren los defensores de cada correspondiente bando y poco a poco se impone la certeza de que, como dice Ulrich Dibelius, “no hay música que no se haya escrito sin conocimiento y sin relación con otra música ya existente”. En una vista panorámica Brahms se eleva como el gran defensor de la sinfonía alemana en su época, pero su influencia se proyecta sobre la música posterior de una forma que ni siquiera él mismo es capaz de intuir. Schoenberg defiende en reiteradas ocasiones la modernidad de Brahms, con quien comparte una fidelidad a ciertas técnicas compositivas como la variación desarrollada y la prosa musical (según su terminología), ambas determinantes para allanar el camino hacia ese “lenguaje musical sin restricciones” tan deseado por los compositores de inicios del XX.

Tampoco los compositores que deben partir prácticamente desde la nada después de la Segunda Guerra Mundial pueden borrar totalmente (aunque a menudo lo pretendan) las huellas del pasado, sobre todo en los países de órbita germana, por lo que el sinfonismo de Brahms está presente en las discusiones, los encuentros y los estudios que se producen a partir de 1945 en el seno de los Cursos de Darmstadt y las Jornadas de Frankfurt. A ambos acuden jóvenes compositores de todas las nacionalidades, también alemanes, que buscan nuevas ideas para revitalizar una música entonces en fase terminal, abatida tras la desmoralización y el tremendo shock del nazismo. Todos ellos trabajan de manera independiente, desarrollando sus propios procedimientos y lenguajes, por lo que en la práctica no se puede hablar de un estilo de época, sino de un espíritu común de cambio, de enriquecimiento, de inspiración.

Uno de esos jóvenes compositores alemanes es Bernd Alois Zimmermann (1918-1970), a quien sería francamente difícil encuadrar dentro de una única corriente musical, dado que en sus comienzos abraza la causa del dodecafonismo, pero enseguida empieza a experimentar libremente con ideas y técnicas procedentes de distintas épocas (canto gregoriano, corales de Bach, música electrónica, jazz, etc.) y, en todo momento, a establecer lazos con la cultura musical alemana del pasado. Una pieza inicial en su carrera es la concisa Sinfonía en un movimiento (1953), que aúna en un mundo violentamente eruptivo, salpicado de visiones apocalípticas, el gesto expresionista de Berg y el pensamiento neoclásico de Stravinsky. Nuevamente la sinfonía se muestra en Alemania como espacio descubierto en el que un compositor encuentra un campo aislado de análisis, estudio y práctica. Desde ahí, en numerosos casos se conduce a una zona de bastante más riesgo e impacto social como es la ópera, elegantemente eludida por Brahms pero encarada por Zimmermann (y a ella debe su trascendencia) con la grandeza de sus mejores antecesores.

Asier Vallejo Ugarte

 

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BOS 4

Paul Daniel, director

    • George Gershwin. (1898 – 1937) Strike up the band, obertura (7’)
    • Sergei Rachmaninov. (1873 – 1943) Concierto nº 4 en sol menor para piano y orquesta Op. 40 (versión 1941)
      • I. Allegro
      • II. Largo
      • III. Allegro vivace

Nikolai Demidenko, piano

  • Claude Debussy. 1862 – 1918) Iberia, Imágenes para orquesta nº 2
    • I.Par les rues et par les chemins
    • II. Les parfums de la nuit
    • III. Le Matin d’un jour de fête
  • Maurice Ravel. (1875 – 1937) La Valse, Poema coreográfico para orquesta.

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BOS 3

Erik Nielsen, director

CHARLES IVES  (1874 – 1954)

Three places in New England, S. 7 versión 4
I. The “St, Gaudens” on Boston Common
II. Putnam’s Camp
III. The Housatonic at Stockbridge

 

WOLFGANG AMADEUS MOZART (1756 – 1791) 

Concierto para fagot y orquesta en Si bemol Mayor K. 191
I. Allegro
II- Andante ma adagio
III. Rondó: Tempo di menuetto


Santiago López, fagot

CHARLES IVES  (1874 – 1954)  

Sinfonía nº 2 S. 2
I. Andante moderato
II. Allegro
III. Adagio cantabile
IV. Lento maestoso
V. Allegro molto vivace

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BOS 2

  • Brahms: Concierto para piano y orquesta nº 1 en Re menor, op. 15 (44’)

  • Webern: Sinfonia, op. 21 (10’)
  • Brahms: Sinfonía nº 1 en Do menor, op. 68 (45’)

Nelson Goerner, piano
Erik Nielsen, director

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