Conciertos

BOS 08


Palacio Euskalduna.   19:30 h.

Erik Nielsen, director
Maximiliam Hornung, violonchelo

I

JOSÉ MARÍA USANDIZAGA (18887-1915): Hassan y Melihah, fantasía danza 7:00
EDWARD ELGAR (1857-1934): Concierto para violonchelo y orquesta en Mi menor, op. 85 30:00

I. Adagio
II. Lento
III. Adagio
IV. Allegro

Maximiliam Hornung, violonchelo

II

FRANZ SCHUBERT (1797-1828): Sinfonía nº 9 en Do mayor, “La grande” 48:00

I. Andante – Allegro ma non troppo. Piú moto
II. Andante con moto
III. Scherzo: Allegro vivace – Trio
IV. Allegro vivace

Dur: 110’ (g.g.b./aprox.)

FECHAS

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Decíamos ayer…

Si tuvieron ustedes la suerte de ocupar sus asientos en algunos de los conciertos de los últimos meses y la paciencia de leer entonces estas notas, recordarán que tuvimos ocasión de comentar algunas obras cuyos ecos podemos escuchar hoy. A finales de la temporada pasada se programaron las Variaciones Enigma de Edward Elgar, la obra bienhumorada y optimista que abrió al músico inglés las puertas del mundo sinfónico. Y a principios de ésta convivieron en el mismo concierto una pieza exótica de Jesús Guridi, En un barco fenicio, y la quinta sinfonía de Schubert, la más importante de su primera etapa sinfónica.

Hoy vamos a encontrar una correspondencia de todo ello con la música presente en este programa, lo que nos permite lanzar una interesante mirada global a la programación de nuestra orquesta.

La obra se abre con Hassan y Melilah, obra escrita en 1912 por José María Usandizaga (1887-1915), músico donostiarra, una de las más lamentablemente frustradas esperanzas musicales del principio de siglo. En los sólo veintiocho años que la tuberculosis le permitió vivir tuvo tiempo de contribuir a fundamentar el teatro lírico vasco y a renovar la escena española. Por un lado, la Sociedad Coral de Bilbao encargó en 1909 tres obras sobre temas vascos que tendrían una gran repercusión. De aquí surgieron Mirentxu de Jesús Guridi, Lide ta Ixidor de
Santos Intxausti y Mendi Mendiyan de Usandizaga. Por otra parte, en 1914 estrenó éste otra obra muy significativa e influyente, su zarzuela Las Golondrinas.

Pero en este caso encontramos a Usandizaga lejos de los temas con los que habitualmente lo relacionamos. Como en aquella ocasión hace pocos meses en que nos dimos un paseo en un barco fenicio por las costas de Grecia con Guridi, otro de los grandes de la música vasca, ahora Usandizaga nos traslada al antiguo Al Andalus y se hace eco de una tendencia que a veces se ha denominado alhambrismo y que condujo a muchos maestros de la literatura y la música, especialmente franceses y españoles, a dejarse llevar por el embrujo exótico y las fantasías más o menos orientales sustanciadas en las imágenes de la Alhambra granadina.

Y al igual que ocurría en el caso de Guridi este viaje sinfónico al pasado de cuento de hadas nos permitirá apreciar tanto la solidez de la formación como la riqueza de la inspiración de este generación de grandes músicos; en el caso de Usandizaga, su exquisitez en las armonías y su instinto para los colores orquestales, algo que sin duda era propio de su personal sensibilidad pero que además pudo depurar y ampliar durante sus años de estudios en París, a donde llegó con nada más que catorce años para estudiar con Vincent D’Indy en la prestigiosa Schola Cantorum.

Y ahora permítanme alterar el orden del programa y dar un salto casi cien años atrás. Si Hassan y Melilah se creó durante uno de los períodos de reposo que Usandizaga se vio obligado a tomarse a causa de su enfermedad, en esa misma situación se encontraba Franz Schubert (1797-1828) cuando puso en pie una de las obras grandiosas de sus últimos años. Otra vida muy breve y otra esperanza truncada, pero también otra ocasión de apreciar el valor de un trabajo realizado en tan poco tiempo.

Las investigaciones casi arqueológicas de los musicólogos afirman que la Sinfonía Grande, catalogada con el número 9, aunque ha conocido otras numeraciones en la lista de Schubert, se compuso entre 1825 y 1826 y sufrió una importante revisión en el último año de vida de su autor, 1828, después de que, en 1827, los instrumentistas de la Sociedad de Amigos de la Música de Viena la consideraron imposible de tocar y demasiado larga. Aun revisada, tristemente no llegó a interpretarse en vida de Schubert. Tuvo que pasar más de una década para que viese la luz gracias a la labor combinada de dos grandes compositores que fueron a su vez dos figuras comprometidas con la música de su tiempo. En 1838 Robert Schumann visitó la tumba de Schubert y encontró más tarde la partitura en casa de Ferdinand, el hermano de Franz, que la guardaba entre muchos otros papeles y manuscritos, y se entusiasmó con ella, afirmando que quien no conociese esta obra no podía conocer enteramente a su autor. El encargado de estrenarla, a instancias de Schumann, fue Felix Mendelssohn; lo hizo con la Orquesta de la Gewandhaus de Leipzig el 21 de marzo de 1839.

¿Recuerdan la quinta sinfonía escuchada el pasado octubre? Ligera y colorida, llena de melodías memorables y de gracia mozartiana. Les decía entonces que llegaría la ocasión de conocer a Schubert sólo unos años más tarde pero transformado por su experiencia vital tan rápida, por sus impresiones de la música de Beethoven y, probablemente, también por la experiencia terrible de una enfermedad que le iba consumiendo. Todo ello deja huella en una obra monumental; son famosas las palabras de su redescubridor, Schumann, que le atribuye las
himmlische Länge, duraciones o longitudes celestiales, tanto que se ha visto en esta sinfonía una premonición de la evolución del género en las décadas siguientes hacia la amplitud de las creaciones de Bruckner.

Aunque resulte arriesgado hacer esas apreciaciones, puesto que la obra fue creada casi en silencio e ignorada durante más de una década tras la muerte de su autor, sí es cierto que en ella se aprecian tanto las huellas de su pasado inmediato, es decir, del impulso sinfónico de Beethoven, tan admirado por Schubert, como las semillas del futuro. No hay que despreciar las intuiciones del oído, por muy subjetivas que sean, y es muy cierto que algunos pasajes suenan a música romántica posterior, especialmente, si se quieren fiar de mis intuiciones subjetivas, a Wagner y Bruckner.

Pero si vamos a aspectos más concretos, lo primero que llama la atención en esta obra es el empleo ampliado de la orquesta, con especial protagonismo para los metales, comenzando con la célebre introducción de las trompas, un pasaje que inaugura toda una tradición (piensen en el arranque de la séptima sinfonía de Bruckner o en la hermosa frase de la primera de Brahms, entre otros). En la exposición del primer movimiento encontrarán también al trombón ejerciendo de solista en un tema de tinte oscuro.

El brillo del metal no desparece ni siquiera en el segundo movimiento, en el que interrumpe con fuertes contrastes la melodía apacible del oboe; incluso en la parte final de este tiempo las llamadas de los metales provocan el pasaje más intenso de toda la obra, de un tono casi trágico; uno de esos momentos que desmienten esa fama de músico ingénuo y bonachón que suele acompañar a Schubert.

En definitiva, esta es una obra de poderosa energía; vean cómo restallan las cuerdas en la exposición del tema popular del scherzo o la electricidad que recorre de punta a punta los movimientos extremos. Y anuncia además por momentos el tratamiento temático cíclico que más adelante ensayarán en sus sinfonías Schumann, Brahms o Bruckner; así, la frase inicial de las trompas está construida a base de intervalos de tercera que sirven como célula básica para el material del primer movimiento y esa misma idea regresa con un carácter triunfal al final del movimiento para cerrarlo como comenzó.

Escuchen esta obra monumental y dejen volar la imaginación: partiendo de aquí, ¿a dónde habría podido llegar Schubert si se le hubieran concedido unos años más de vida?

El caso del Concierto para violoncello de Edward Elgar (1857-1934) nos muestra precisamente hasta dónde llegó el músico inglés. Hace unos meses comentamos una obra veinte años anterior, las Variaciones Enigma, perteneciente al momento más brillante de su trayectoria y llenas de promesas; sin embargo, cuando recogió sus
obras en un catálogo, junto al Concierto para violoncello escribió Finis. RIP. De hecho, aunque vivió quince años más, no volvió a escribir obras significativas.

Varios factores contribuyeron a que este elegíaco concierto representase prácticamente el final de la carrera de Elgar: el impacto de la Primera Guerra Mundial, recién terminada, su delicada salud (la enfermedad planea como una sombra sobre las obras de este programa) y el sentimiento de ser ya un músico pasado de moda; en efecto, las corrientes de la música europea ya se habían alejado del estilo tardorromántico al que siempre se mantuvo fiel y el respeto del público ya no podía compensarlo.

A esto se unieron las dificultades en el estreno; pese al buen trabajo del solista original, Felix Salmond, la Filarmónica de Londres no ensayó lo suficiente bajo la dirección del propio Elgar y produjo una lamentable impresión. El crítico del Times manifestó que la obra carecía de un impulso viril marcado por la dureza. Y de hecho la obra quedó en un segundo plano en el repertorio hasta que en 1965 Sir John Barbirolli, el gran valedor de la música inglesa, que había tocado en la sección de cellos de la orquesta en el estreno de la obra, la rescató para grabarla con una cellista de apenas veinte años: Jacqueline du Pré (por cierto, otra vida trágicamente truncada en su juventud) interpretó el concierto con tal pasión y calidez que logró convertirla en una de las piezas clave del repertorio de cualquier solista desde entonces. Esa grabación elevó al nivel de mitos tanto a la solista como a la obra.

Lástima que su autor no pudiera verlo. Lo cierto es que la pieza tiene un carácter crepuscular, apenas iluminado en algunos pasajes, sobre todo del último movimiento. El recitativo inicial, recordado en forma de pizzicato al inicio del segundo movimiento, ya da el tono de todo el concierto. El triste tema pastoral que sigue, presentado por las violas, expresa en sus ascensos y descensos la profunda nostalgia por un mundo ya perdido. Toda la obra está marcada por esta lírica y apasionada despedida. Al año siguiente Elgar perdió a su esposa Alice, compañera amada de toda su vida; qué mejor adiós que este maravilloso concierto.

Iñaki Moreno

Maximiliam Hornung, violonchelo

Con su sorprendente musicalidad, certeza estilística instintiva y madurez, Maximilian Hornung está arrasando en la escena musical internacional. Actúa regularmente con orquestas como la London Philharmonic, la Pittsburgh Symphony, Philharmonia Orchestra, Tonhalle Orchestra Zurich y la Symphonieorchester des
Bayerischen Rundfunks bajo la dirección de Maestros como Mariss Jansons, Esa-Pekka Salonen, Yannick Nézét-Séguin y Manfred Honeck. En el campo de la música de cámara colabora con artistas de la talla de Hélène Grimaud, Christian Tetzlaff, Lisa Batiashvili, Yefim Bronfman, Lars Vogt y Tabea Zimmermann. Ha sido invitado a actuar en festivales como Salzburgo, Rheingau, Lucerna, Verbier y Ravinia.

Recibió el Premio ECHO Klassik por su primer álbum (Sony 2011), así como por su grabación del concierto para violonchelo de Dvorak con la Bamberg Symphony (Sony 2012). Otras grabaciones incluyen obras para violonchelo de Richard Strauss con la Symphonieorchester des Bayerischen Rundfunks con Bernard Haitink (Sony 2014) y los conciertos para violonchelo de Joseph Haydn con la Kammerakademie Potsdam y Antonello Manacorda (Sony 2015). En 2017, Deutsche Grammophon lanzó una grabación del quinteto “La trucha” de Schubert con Anne-Sophie Mutter y Daniil Trifonov, entre otros. En 2018, Myrios Classics publicó las grabación de los segundos conciertos para violonchelo de Dmitri Shostakovitch y Sulkhan Tsintsadze con la
Deutsches Symphonie-Orchester Berlin.

Maximilian Hornung, nacido en 1986 en Augsburgo, comenzó a tocar el violonchelo a la edad de ocho años. Los maestros con quienes ha estudiado más intensamente han sido Eldar Issakadze, Thomas Grossenbacher y David Geringas y ha sido apoyado y patrocinado por la Anne-Sophie Mutter Circle of Friends Foundation y el Borletti-Buitoni Trust London.

Erik Nielsen, director

Erik Nielsen es el Director Titular de la Bilbao Orkestra Sinfonikoa desde septiembre de 2015.

Desde la temporada 2016-17, ocupa también el cargo de Director Musical del Teatro de Basilea.

Erik Nielsen, estudió dirección en el Instituto Curtis de Música de Filadelfia, y se graduó con doble especialización en oboe y arpa en la Juilliard School de Nueva York.

Fue miembro de la Academia de la Orquesta Filarmónica de Berlín, en la que tocó el arpa.

En septiembre de 2009, obtuvo el premio de dirección y la beca que concede la Fundación Solti en los Estados Unidos.

Ha interpretado un amplio repertorio operístico , con entidades como la Ópera de Fráncfort, la English National Opera , la Boston Lyric Opera, Metropolitan Opera de Nueva York, la Ópera de Roma, la Semper Oper de Dresde, el Festival de Ópera Hedeland , la Deerik nielsenutsche Oper Berlín, el Teatro Nacional de Sao Carlos , el Teatro de la Ópera de Malmo, el Teatro de la Ópera de Zúrich, el Festival Bregenz, el Teatro de los Campos Elíseos en París, ABAO, la Ópera Nacional de Hungría, y la Ópera Nacional de Gales.

En el campo orquestal, ha dirigido a la New World Symphony, Orquesta de Cámara de Ginebra, las orquestas sinfónicas de la radio de Fráncfort y Stuttgart, la Orquesta Sinfónica de Castilla y León, la Orquesta Sinfónica Portuguesa de Lisboa, la Filarmónica de Estrasburgo, la Filarmónica de Luxemburgo, la Filarmónica de Westfalia del Sur, el Ensemble Modern, y la Northern Sinfonia del Reino Unido, entre otras.

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II. Adagio
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