Conciertos

TEMPORADA BOS 11

Miradas sonoras: USA, ritmos de carnaval


Palacio Euskalduna.   20:00 h.

G. Gerswin: Obertura cubana (10’)
G. Gershwin/C. Davies: Fantasía sobre Porgy and Bess (12’)
L. Bernstein: Danzas sinfónicas de West Side Story (22’)
J. C. Pérez: Marilyn (6’)
L. Bernstein: Preludio, fuga y riffs (10’)
G. Gerswin: An American in Paris (20’)
Joan Enric Lluna, Klarinetea/clarinete
Paul Daniel, Zuzendaria/director

FECHAS

  • 11 de febrero de 2010       Palacio Euskalduna      20:00 h.
  • 12 de febrero de 2010       Palacio Euskalduna      20:00 h.

Venta de abonos, a partír del 24 de junio.
Venta de entradas, a partir del 16 de septiembre.

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AMERICA FOR EVER

A lo largo de buena parte de la primera mitad del siglo pasado, los Estados Unidos fueron asumiendo en muchos aspectos el liderazgo del mundo musical occidental sobre una base educacional eminentemente europea, lo cual no implica que Norteamérica se convirtiese en este aspecto en la prolongación del viejo continente sino que lo tomó como punto de partida para abrir nuevos caminos desde una perspectiva libre de la sombra de una gran tradición. Así, sería irrazonable negar las raíces europeas presentes en la música de compositores como Aaron Copland, Roy Harris, Elliot Carter, Virgil Thomson o Walter Piston, quienes fueron pasando por las clases de Nadia Boulanger en París a partir de los años veinte. Por otro lado, autores como Stravinsky, Schoenberg, Bartók, Varèse, Milhaud y un largo etcétera vivieron etapas importantes de sus vidas al otro lado del Atlántico, lo cual también hubo de tener su importancia en este proceso de europeización del paisaje musical estadounidense. No obstante, el país contaba con una tradición propia enraizada con su pasado colonial e indígena de la que tampoco podía (ni quería) escapar, lo que se evidencia con toda claridad en la gran cantidad de estilos vernáculos que fueron floreciendo a lo largo de la centuria, caso de la música country, el jazz, el blues o, más tarde, el Rock-and-roll, tejiendo una compleja red que todavía hoy, con una diversidad étnica y cultural no menor que la de entonces, sigue en proceso de extensión.

Dentro de estas coordenadas, la música del neoyorquino George Gershwin (1898-1937) simboliza como ninguna otra la emancipación de la tradición europea hacia un ámbito de corte popular. O quizá, teniendo en cuenta sus inicios como autor de canciones y de comedias musicales, el camino fuese el opuesto: la integración a gran escala de elementos clásicos en una música que habla desde una postura popular. Es algo que se aprecia de forma muy clara en una obra como su Rhapsody in Blue (1924), en la que confluyen senderos aparentemente contrapuestos e irreconciliables como el lenguaje jazzístico y un romanticismo de inspiración casi decimonónica. Cuatro años después, en una salida a Europa, el compositor tuvo la oportunidad de coincidir en París con grandes nombres de la música como Prokofiev, Poulenc, Ravel o la propia Boulanger, quien rechazó darle clases. Durante aquel viaje Gershwin fue dando forma al poema sinfónico o ballet rapsódico Un americano en París, en el que trató de reflejar, según sus propias palabras, “la impresión de un visitante estadounidense en París al pasear por las calles y escuchar diversos ruidos urbanos mientras absorbe el ambiente francés”. A pesar de algunos trazos populares, con obvias reminiscencias del blues, la página ahonda en un estilo cercano al impresionismo, sin que haya realmente un programa en torno al posible itinerario seguido por el visitante. Sí es evidente que hay después de la feliz y brillante sección inicial un episodio para la nostalgia (“nuestro amigo americano, quizá después de meterse en un café y tomarse un par de tragos, ha sido víctima de la melancolía”, escribe Gershwin), pero luego de un clímax la ciudad recupera su música y la vida vuelve a fluir en las calles parisinas. Hasta tal punto el compositor trató de evocar la atmósfera de la capital que en su vuelta a Nueva York llevaba consigo cuatro cláxones de taxi francés, que sonarían en el estreno de la obra, en diciembre de 1928, bajo la dirección de Walter Damrosch.

La exuberante Obertura cubana es otro mundo en la medida en que aparece dominada por ritmos caribeños y colores variopintos sugeridos por instrumentos como los bongós, las maracas o las claves cubanas, de forma que la obra se ve provista de un exotismo latino suponemos que no muy distinto al que rodearía al compositor en sus vacaciones en La Habana en 1932. Su estructura se somete por otro lado a un esquema tradicional basado en una forma A-B-A, con una parte central (introducida por un solo de clarinete) de cierto lirismo y dos extremos efusivos y plenos de vitalidad sobre la base del tema “Échale salsita” de Ignacio Piñeiro. El estreno de la página se dio, bajo el inicial título de Rumba, en agosto de ese mismo 1932 en el Lewisohn Stadium de Nueva York ante un aforo de miles y miles de personas, alcanzando un éxito apoteósico ajeno al academicismo que algunos críticos creyeron ver en puntuales episodios fugados.

Así y todo, es más que probable que la mayor aportación Gershwin a la historia de la música fuera, más allá incluso de sus estimables comedias musicales para Broadway, su ópera folk Porgy and Bess (1935), escrita sobre un libreto de su hermano Ira y DuBose Heyward. Su música dramática, trágica, de cierta grandeza sinfónica y de un melodismo a veces tradicional, se mueve también en el terreno del folk, el espiritual negro, del blues y del jazz en su vertiente más oscura, de tal forma que los límites entre lo clásico y lo popular son tan difusos que se han conocido interpretaciones desde ambos lados de la línea sin que su espíritu se haya visto mermado. Desde luego, las adaptaciones han sido y son numerosísimas, no hay sino que recordar las inolvidables recreaciones de algunos de sus páginas más populares (Summertime al frente de todas) a cargo de grandes del jazz como Ella Fitzgerald, Billie Holiday, Miles Davis o Louis Armstrong. No se quedan atrás las transcripciones para las salas de conciertos, empezando por la Suite from Porgy and Bess del propio Gershwin (después rebautizada por Ira como Catfish Row) y siguiendo con los trabajos de Robert Russell Bennett y Morton Gould en los años cuarenta y cincuenta. Es cuando menos llamativo que un violinista aparentemente tan poco relacionado con este universo como el violinista lituano Jascha Heifetz se decidiese también a proponer su propia versión de algunas de las canciones (A woman is sometime thing, My man´s gone now, It ain´t necessarily so, Bess, you is my woman now, There´s a boat dat´s leavin´ son for New York), sorpresa que se desvanece ante el conocimiento de su extraordinaria habilidad como transcriptor. Escritas inicialmente para violín y piano, esta noche suenan en la suite para clarinete orquestada por David Matthews, reviviendo así a escala sinfónica la fatalidad inherente al destino de la comunidad afroamericana pensada por Gershwin en un imaginario suburbio cercano a Charleston, en Carolina del Sur.

No mucho más tarde del estreno de Porgy, en julio de 1937, el compositor se fue de este mundo tras permanecer varios días en coma por causa de un tumor cerebral. Tenía sólo treinta y ocho años. Al conocer la noticia, un entonces joven Leonard Bernstein (1918-1990) interrumpió un recital que estaba ofreciendo en un campamento de verano y pidió silencio ante la ejecución de uno de los preludios para piano del autor de la Rhapsody in Blue, a quien admiraba profundamente. No es casual que también Lenny tratase de encontrar en sus obras puntos de encuentro entre lo el mundo de lo clásico y el universo de lo popular, tal y como prueba su Preludio, Fuga y Riffs para clarinete y (al menos inicialmente) conjunto de jazz. Ya el título es por sí solo toda una declaración de principios: si el preludio y la fuga parecen invocar formas propias del siglo XVIII, el Riff es un término asociado en al campo del jazz y del rock a la repetición continua de una figura o idea musical a lo largo de una pieza. A pesar de estar escrita en 1949 para la Big Band de Woody Herman, la partitura, genuinamente jazzística en su naturaleza improvisatoria, hubo de esperar hasta 1955 para sonar por primera vez en el clarinete de Benny Goodman. Sólo dos años después, veinte tras la muerte de Gershwin, se estrenaba en Nueva York el musical West Side Story, una obra de una modernidad asombrosa si recordamos que aún estamos en la época del Rock around the clock de Bill Haley. Obviamente, el dialogar con la tragedia de Romeo y Julieta desde un punto de vista de hombre del siglo XX y el plantear un enfrentamiento entre dos tribus urbanas (los Jets, neoyorquinos “puros”, y los Sharks, de origen puertorriqueño) en plena capital de la multiplicidad racial y cultural se prestaba al despliegue de toda una serie de recursos pop que la vena educada, sabia, instruida, pero también enérgica, intensa, eléctrica, de Lenny fue capaz de resolver con una maestría inhabitual en el mundo del musical. El paso siguiente, desde luego, era el cine (la película de Robert Wise, con coreografía de Jerome Robbins y con Natalie Wood como María, se llevo diez Óscar en 1961, incluido el de Mejor música), pero Bernstein quiso también extraer nueve páginas para dar forma a lo que denominó Danzas sinfónicas, que ordenó no según el orden de aparición en la obra original sino de acuerdo a una lógica musical más racional. Así, se echarán en falta melodías archiconocidas como las de Tonight, I feel pretty o America, pero a cambio no hay música como la del Prólogo para imaginar la irónica, desafiante rivalidad entre las dos bandas, del todo relajada por el momento mágico de plácido lirismo inspirado por la música de Somewhere, ese lugar en el que todos ellos encontrarían una nueva forma de vida como la imaginada en el mundo abierto de paz, aire libre y sol que insinúa el Scherzo, antes de que en el Mambo vuelva la realidad de la lucha a través de la danza. El Cha-Cha sugiere la aparición de María, que intercambia sus primeras palabras con Tony en la escena del encuentro. Mientras, los Jets hacen estallar toda su ira en Cool antes de dar inicio en Rumble a una nueva lucha con los Sharks que acabará con las vidas de sus respectivos líderes. El Finale es por lo tanto una música delicada y trágica, un éxtasis emocional en el que la impotencia, la rabia, el dolor y la ira contenida se acaban diluyendo en un largo descenso al silencio ante la lejana visión de esa nueva vida soñada en Somewhere.

Y al lado de estas dos titánicas figuras estadounidenses, ambas capitales en el paisaje musical del siglo XX, el guipuzcoano Juan Carlos Pérez, miembro y compositor de la mayoría de la música del grupo vasco Itoiz (disuelto en 1988), alza una voz seminal de los mismos cimientos del pop vasco y la expresa a través de un sinfonismo que trata de no desatender la estética rock de los 70. Marilyn, con su pastor que vino de América, es parte de la suite que el de Mutriku escribió a partir de algunos de los temas clásicos del grupo, como Ezekiel, Marea gora o Lau Teilatu, y que la Orquesta Sinfónica de Bilbao con Iker Sánchez al frente estrenó en agosto del pasado año. Merced a esta nueva dimensión, y como desmintiendo la propia la letra de la canción (“Oh Marilyn Marilyn, rosa y clavel, se ha marchitado tu recuerdo”), esta música arraigada en lo más íntimo de tantas personas vuelve ahora a nacer para asegurar su perdurable contemporaneidad. 
Asier Vallejo Ugarte

Un programa de tono festivo, lleno de ritmo y color, en plenas fechas de Carnaval. La música de Gershwin nos traslada a las calles de Nueva Orleans, la capital del jazz y la ciudad que ofrece cada año el Carnaval más original de América. La explosión de ritmo y color llegará con la música de Bernstein y el vibrante mambo de West Side Story. Segunda "Mirada sonora", esta vez sobre el nuevo continente.

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