Conciertos

Suzuki y el Requiem de Mozart


Palacio Euskalduna.   19:30 h.

Masaaki Suzuki, director
Jone Martínez, soprano
Roxana Constantinescu, mezzosoprano
Maximilian Schmitt, tenor
Christian Imler, bajo
Orfeón Pamplonés (Igor Ijurra, director)


I

FRANZ JOSEPH HAYDN (1732 – 1809)

Sinfonía nº 44 en mi menor Hob. I:44 “Trauer”

I. Allegro con brio
II. Menuet (Allegretto; canon in diapason) – Trio
III. Adagio
IV. Finale: Presto

II

TORU TAKEMITSU (1930 – 1996)

Requiem

WOLFGANG AMADEUS MOZART (1756 – 1791) / MASATO SUZUKI

Requiem Kv 626*

I. Introitus
Requiem (Adagio)
II. Kyrie (Allegro)
III. Sequenz
nº 1. Dies Irae (Allegro assai)
nº 2. Tuba mirum (Andante)
nº 3. Rex tremendae
nº 4. Recordare
nº 5. Confutatis (Andante)
nº 6. Lacrimosa
nº 7 Amen (Allegro)
IV. Offertorium
nº 1. Domine Jesu (Andante con moto)
nº 2. Hostias (Andante – Andante con moto)
V. Sanctus (Adagio – Allegro)
VI. Benedictus (Andante – Allegro)
VII. Agnus dei
VIII. Communio (Lux aeterna – Allegro – Adagio)

Jone Martínez, soprano
Roxana Constantinescu, mezzosoprano
Maximilian Schmitt, tenor
Christian Imler, bajo
Orfeón Pamplonés (Igor Ijurra, director)

 

* Estreno en España.

FECHAS

Venta de abonos, a partír del 24 de junio.
Venta de entradas, a partir del 16 de septiembre.

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Como en las grandes ocasiones, nos vestimos de gala para despedir la temporada con un concierto de interés superlativo. Primero por el invitado especial: Masaaki Suzuki, un director que hace algunos años nos asombró demostrándonos que uno de los iconos de la música occidental, el patriarca Johann Sebastian Bach, es tan universal que puede ser interpretado con la misma brillantez en Tokyo como en Leipzig. Fundador del Bach Collegium Japan en 1990, Suzuki realizó durante casi veinte años magníficas grabaciones del ciclo completo de las cantatas religiosas de Bach siguiendo las estrictas normas del historicismo musical y al mismo tiempo con una expresividad extraordinaria. Será un privilegio ver al maestro ante nuestra orquesta para dirigir un imponente programa que es el segundo motivo por el que esta ha de ser una velada especial.

El tema común de las tres obras que lo componen no podría ser más poderoso; de diversos modos, las tres nos hablan del gran misterio: la muerte. No descubriremos nada si decimos que, junto con su contraparte, el amor, la muerte ha generado una corriente inmensa de música desde el mismo origen mismo del arte sonoro.

Para los compositores la reflexión sobre la muerte ha sido una fuente constante de la inspiración más sublime, ya sea desde una visión religiosa de cualquier índole o desde un compromiso humanista. Y los amantes de la música descubrimos en todas esas grandes obras algunas manifestaciones incomparables del poder de la música: para la meditación, para el consuelo, para la angustia, para la esperanza y la desesperación, para la luz y la oscuridad… para todos aquellos sentimientos y pensamientos que despierta en nuestro espíritu la conciencia de nuestro fin y del fin de los nuestros.

En las tres piezas del programa encontraremos muestras conspicuas de tales modos de inspiración. Dos de ellas pertenecen al período clásico: Haydn y Mozart son las dos cumbres de la época. Sin embargo, tanto uno como otro desbordan en este caso los límites canónicos del clasicismo. Por otro lado, el maestro Suzuki nos trae una obra interesantísima de su compatriota Toru Takemitsu, el compositor japonés más renombrado del siglo XX.

La sesión se abrirá con la Sinfonía nº 44 de Joseph Haydn, conocida como fúnebre. En realidad, es la menos fúnebre de las músicas que escucharemos hoy y debe su apodo al supuesto deseo de su autor de que el tercer movimiento fuera interpretado en su funeral. Digo supuesto porque hay dudas al respecto; entre las nada menos que ciento cuatro sinfonías del maestro de Rohrau una amplia mayoría tienen sobrenombres, de modo que no es extraño que alguno resulte menos convincente. Y de todos modos Haydn tenía menos de 40 años cuando escribió la sinfonía, de modo que quizá (esperemos) no estaba pensando aún en su propio fallecimiento; incluso si fue así, es posible que su deseo se le olvidase porque aún vivió cuarenta y ocho años más y escribió otras sesenta sinfonías, que se dice pronto. El caso es que el adagio no sonó en sus honras fúnebres.

Y, sin embargo, no es en absoluto inadecuada la presencia de esta sinfonía en el programa porque, por un lado, el carácter sereno y trascendente del movimiento en cuestión lo habrían hecho perfectamente propicio para servir como solemne y sentido homenaje póstumo. Además, sus compañeros primero y cuarto presentan un fuerte dramatismo que también eleva la obra por encima de lo meramente bello y equilibrado que es característico del sonido de la época.

La sinfonía fue escrita en 1771, época en la que Haydn ya había comenzado su largo servicio a la familia Esterhazy. Y, como varias de sus hermanas de estos años, se relaciona con él movimiento artístico y cultural Sturm und Drang, que sacudía por entonces el panorama intelectual germano. Podemos traducir esta expresión como Tormenta e Impulso; responde al título de una obra de teatro de Friedrich Maximilian Klinger y corresponde al afán de varios artistas y pensadores por introducir cierta carga de sentimiento e intensidad en la placidez y armonía neoclásica del estilo galante. Lessing, Klopstock, los jóvenes Goethe y Schiller, Herder (que introdujo además en el movimiento un aspecto de reivindicación de la singularidad de la lengua y el espíritu del pueblo alemán) son nombres que se relacionan con esta tendencia.

En el campo de la música, Haydn y Mozart, entre otros creadores de la época, reflejaron en algunas composiciones de este periodo su interés por los postulados de tales autores. El resultado son obras como ésta, inusualmente para su época escritas en modo menor y agitadas por un dinamismo muy poderoso. Aunque todo ello representa un signo de avance del futuro sentimiento romántico, aún es pronto para aplicar este término a la música del Sturm und Drang, que mantiene su rigor formal clásico y una contención que aún no permite desatarse a las fuerzas de la futura expresión romántica.

Por otro lado, en el caso de esta obra hay otro recurso protagonista: el contrapunto. La sólida formación de Haydn (sorprendente para un músico cuya educación no pudo ser muy sistemática) le permite emplear esta herramienta tal como muchas veces la utilizó Bach, es decir, no sólo como un artificio técnico sino además como un medio expresivo muy potente, que permite ampliar la sensación de agitación y complejidad al hacer contender líneas distintas, todas ellas de gran fuerza rítmica, que amenazan con hace descarrilar el discurso (aunque sabemos que eso nunca le ocurrirá a Haydn). Esto es lo que disfrutaremos, como antes decíamos, en el primer y el último movimiento de la sinfonía, igualmente tumultuosos, contrastantes, cruzados por ritmos marcados en rápidas notas repetidas, interrumpidos por silencios o forzados por síncopas; coloreados por armonías oscuras o ásperos cromatismos. Eso sí: perfectamente estructurados en la forma sonata propia del género y fundamentada por el corpus sinfónico del maestro, cuya alternancia temática permite dejar espacio a algunos momentos de reposo.

En cuanto a los movimientos intermedios, la primera sorpresa es que están en orden inverso al habitual: primero el minueto y después el adagio. El primero de ellos recurre también a la sabiduría contrapuntística de Haydn y se desarrolla como un canon a la octava entre las cuerdas agudas y las graves cuyo rigor no estorba a la fluidez propia de la danza cortesana.

El movimiento lento, el que generó la leyenda fúnebre de la sinfonía, es, si me permiten expresar mi opinión, el corazón de la obra y su parte más sublime. Si los adelantos del romanticismo que percibimos en la agitación de los movimientos extremos están compensados por el sentido clásico del equilibrio, aquí pasa algo más o menos opuesto: la maravillosa serenidad de la música se carga de profundidad, especialmente en algunos momentos, de modo que nos parece encontrar aquí aún más que allí verdaderos atisbos de lo que será el espíritu romántico del futuro; tanto que, al escuchar este adagio comprendemos perfectamente la deuda que contrajo con Haydn el joven Beethoven quien, mientras se estrenaba esta sinfonía, aún dormía plácidamente en su cuna de Bonn (si es que Beethoven hizo alguna vez algo plácidamente).

Reparen en los momentos en los que la elegantísima melodía principal, marca de la casa, deja paso a un tema de amplio aliento llevado por los vientos (oboe como protagonista y trompa como apoyo), tan sencillo como profundo, que eleva la armonía, abre el espacio sonoro y nos invita a aspirar profundamente. Un gesto tan simple y tan eficaz como los que están sólo al alcance de la inspiración de los artistas muy grandes.

Una vez que hayamos disfrutado de esta obra no tan fúnebre de Haydn llegaremos, ahora sí, a un territorio verdaderamente dedicado a la reflexión sobre la muerte; tenemos por delante nada menos que dos réquiems. Ambos son obras mayores de sus autores y ambos son capaces de ponernos ante la condición mortal con singular intensidad, pero uno procede de la larga tradición de la liturgia católica y el otro, aunque se denomine igual, no tiene esa conexión religiosa y proviene, además, de una cultura muy alejada.

En efecto, la palabra Requiem, que utilizamos para denominar a las misas de difuntos en la tradición cristiana, no es sino la primera palabra que se pronuncia en la ceremonia funeral: Requiem aeternam dona eis, Domine, et lux perpetua luceat eis: Dales, Señor, el descanso eterno y que la luz perpetua los ilumine. Requiem significa, pues, descanso (en acusativo). Esta liturgia proviene de la Edad Media, como la de la misa ordinaria, y en último término, de la labor recopiladora y ordenadora de San Gregorio I Magno, papa de 590 a 604. En este sentido, el Requiem de Mozart lo es propiamente, como, por ejemplo, los de Berlioz, Verdi, Fauré, Cherubini o Britten, ya que siguen, de modo completo o no, los textos tradicionales, mientras que el de Takemitsu o el de Brahms utilizan el nombre para significar su condición de obras dedicadas a la memoria de los muertos pero no toman el texto litúrgico católico ni se pronuncia nunca en ellos la palabra requiem.

De hecho, el de Toru Takemitsu es puramente instrumental (no tiene texto, por lo tanto) y no está adscrito a ninguna religión, sino que responde al universal impulso humano de estremecimiento ante la muerte de un ser querido, la de su amigo y mentor, el compositor cinematográfico Fumio Hayasaka.

Toru Takemitsu nació en 1930, en el Japón anterior a la Segunda Guerra Mundial y, por lo tanto, le tocó en su adolescencia vivir el trauma de la contienda, la derrota y el derrumbamiento de todo un mundo concebido en torno a la divinidad del emperador. Mientras crecía se enfrentó al final de lo que parecía eterno y, al mismo tiempo, se puso en contacto con otra realidad a través de las retransmisiones de la radio de las fuerzas de ocupación estadounidenses, en especial con la música occidental, que causó en él un fuerte impacto y marcó su formación como músico, una formación en buena medida autodidacta. Así, durante los años siguientes, el joven compositor adquirió experiencia en la música experimental de la vanguardia de la época, especialmente trabajando el campo de la música electrónica.

Si llegó a ser conocido en occidente fue gracias a una casualidad relacionada precisamente con su Requiem, estrenado en 1957. Un año después, Igor Stravinsky hizo un viaje a Japón y, aunque no estaba inicialmente previsto, pudo escuchar la obra, quedando impresionado por la tensión sostenida con la que avanzaba a lo largo de sus poco más de siete minutos de duración. El entusiasmo del viejo maestro abrió a Takemitsu las puertas de occidente; recibió algunos encargos y su música comenzó a sonar y a grabarse fuera de su país. Más adelante creó también música para el cine y se convirtió en una imagen bastante cómoda de la música japonesa para los aficionados occidentales: exótico pero sin pasarse, porque su estilo se había formado en contacto con la música europea y americana; vanguardista, pero no en exceso, porque mantenía un lenguaje cercano a lo tonal y dotado de una sensibilidad tímbrica maravillosa, que le hacía crear paisajes sonoros especialmente hermosos y envolventes.

Curiosamente, mientras crecía su reconocimiento internacional Takemitsu fue recuperando paulatinamente el contacto con sus orígenes y los sonidos tradicionales de Japón pasaron a formar una parte mayor de su trabajo: la minuciosa atención al detalle, el gusto por observar los pequeños cambios de la naturaleza, la suave melancolía teñida de devoción por la belleza y de nostalgia por el paso del tiempo… las claves del sentido artístico japonés resuenan en las piezas creadas durante las últimas décadas de su vida, antes de su temprana muerte en 1996, especialmente en su música de pequeño formato, canciones y obras de cámara, que traducen esa actitud en una música cuidadosa y sensible.

Pero regresando al Requiem, nos encontramos con un lenguaje aún más occidental, al menos en su forma externa. Es una pieza breve escrita para orquesta de cuerda cuyo ambiente sonoro nos puede recordar a algunas de las influencias del compositor, como las de Debussy y Messiaen, especialmente porque juega con la densidad del sonido, con las texturas orquestales y su transformación, una actitud propia de la música francesa; pero, al mismo tiempo, cierta gestualidad expresiva y el uso de armonías muy densas y disonantes hacen pensar en experimentos que se estaban desarrollando en la época, como ciertas obras de Penderecky o Ligeti, construidas a base de racimos sonoros muy compactos que se van modificando paulatinamente. Sin embargo, no llega Takemitsu a un nivel de abstracción tan intenso, de modo que su música, sin ser tonal, nos mantiene dentro de referencias no muy distantes. Esa combinación hace que su escucha resulte profundamente emotiva y explica que a Stravinsky le llamase la atención su capacidad para mantener la tensión.

Compuesta simétricamente en tres secciones, comienza de manera serena y reflexiva, mientras que la parte central adquiere un mayor vigor y crece en fuerza hasta convertir la meditación evocadora y melancólica en un lamento más desgarrado, pero pronto vuelve al inicio. Fragmentos de melodías sobrevuelan la textura homofónica de las cuerdas; crescendos y decrescendos hacen pensar en una lenta respiración o quizá en suspiros profundos. La visión de la muerte del amigo que nos transmite Takemitsu corresponde a un tópico literario japonés que, bajo la fachada occidental de la obra, late como una identidad irrenunciable. Este tópico, mono no aware, difícil de traducir (sobre todo si uno, lamentablemente, no tiene la menor idea de japonés, como es mi caso) se refiere a la reflexión triste pero profundamente tranquila acerca de la fugacidad de la belleza, de cómo las cosas hermosas pasan y cómo la vida y la muerte se pertenecen mutuamente. Con expresión sencilla pero profunda humanidad el Requiem de Toru Takemitsu nos invita a considerar así nuestra condición.

Y así es como llegaremos, ya preparados, a la segunda parte del concierto para enfrentarnos a una obra clave de la historia de la música, uno de esos monumentos que, aparte de su innegable calidad, han alcanzado un rango icónico que los rodea de leyenda y los hace salir del ámbito a veces cerrado de los melómanos: la inacabada (bastante inacabada, por cierto) Misa de Requiem de Wolfgang Amadeus Mozart y de su discípulo Franz Xaver Süssmayr, quien ,a instancias de Constanza, la viuda del primero, concluyó el trabajo con un innegable mérito: conseguir que su mano no se diferenciase de la de Mozart; seguir las indicaciones que éste le había dejado antes de fallecer con tanta fidelidad que, si no nos lo dicen, sería difícil establecer qué parte del resultado final corresponde a cada uno y, en todo caso, si nos arriesgásemos a adivinarlo, seguro que atribuiríamos al autor original una parte mayor de la que realmente pudo llegar a completar.

No les aburro con la lista detallada que los musicólogos han ido reconstruyendo para atribuir a cada uno su parcela; la pueden encontrar fácilmente en internet; lo que sí está claro es que, tal como solía, Mozart concibió la obra en su cabeza como un todo antes incluso de comenzar a escribirla; es así como logró darle una forma coherente, elaborar para ella un lenguaje tan reconocible y sólido que permitió a Süssmayr completarlo con seguridad, orquestar gran parte de la obra para arropar las partes vocales creadas por el maestro, recuperar para el número final la música del inicio o continuar tejiendo los hilos que quedaron sueltos; baste el ejemplo del Lacrimosa, quizá la parte más conocida: resulta que Mozart sólo dejó hechos los ocho primeros compases; pero, eso sí: son tan impresionantes, tienen tanta fuerza expresiva (esa angustiosa progresión cromática ascendente) y son tan característicos que dejan un camino abierto y un semillero de ideas musicales que, en las manos adecuadas, pueden dar un fruto magnífico.

Qué curioso destino el de Süssmayr que, salvo por algunas obras bastante anecdóticas, ha llegado a la posteridad por una obra que no es suya y gracias a su capacidad para pasar inadvertido.

Respecto a la leyenda de la obra, aunque hoy ya sabemos cómo se gestó, en realidad fue seguramente el propio autor quien primero la sintió. En julio de 1791, ya aquejado por la enfermedad que tan temprano se lo llevaría, recibió la visita de un hombre desconocido y vestido de negro riguroso que le encargo una misa de difuntos. La muerte reciente de Leopoldo, su padre, con quien había tenido una relación difícil pero muy profunda, había dejado una huella angustiosa en Wolfgang; esto, unido a los signos de su propia decadencia física, fue suficiente para conferir al lúgubre desconocido un aura de misterio amenazante, como un emisario de su propio fin. Lo más triste es que, lejos de quedar esto como una macabra superstición de Mozart, llegaría a convertirse en realidad apenas cinco meses más tarde, en diciembre de ese mismo año, cuando termino la vida del músico y comenzó su propia leyenda.

En realidad, el inquietante personaje era un enviado del Conde Walsegg, un joven aristócrata bastante caradura pero, eso sí, muy amante de su esposa, recientemente fallecida, que tenía la intención de interpretar la obra en su memoria haciéndola pasar por una composición propia. Y, de hecho, así lo hizo sin sonrojo en 1793, aunque la obra ya había sido correctamente atribuida a Mozart y terminada por Süssmayr e incluso estrenada bajo su autoría auténtica. Pero no guardemos rencor al conde: los estragos psicológicos que causaron en Mozart las repetidas visitas del hombre de negro no fueron infligidos a propósito, sino que respondían más bien a la precaria situación anímica del músico y, al fin y al cabo, de no haber sido por él no contaríamos hoy con una obra tan extraordinaria porque Mozart casi no había vuelto a componer música religiosa desde su salida de Salzburgo. Además, el conde pagó por la obra; tanto el adelanto en vida de Mozart como el resto de los honorarios a su viuda cuando estuvo terminada. Su vanidad queda disculpada si pensamos cómo nos sentiríamos haciendo pasar por nuestra una obra de esta categoría.

En realidad, la magnificencia de este Requiem está bien acompañada por algunas otras obras colosales de esos últimos meses de la vida del autor: La Flauta Mágica, La Clemenza di Tito, el Concierto para clarinete… y remontándonos un poco más atrás la última serie de sinfonías o de conciertos para piano. Para un músico que ya mostraba una plena madurez siendo prácticamente un adolescente, los treinta y pocos años eran ya el pleno esplendor de su estilo. Siempre podremos preguntarnos hasta dónde habría llegado si se le hubieran concedido dos o tres décadas más de vida, pero no podemos dudar de que, incluso habiendo fallecido con solo treinta y cinco años, llegó a darnos creaciones plenamente desarrolladas como ésta.

Anteriormente decíamos que, al igual que la sinfonía de Haydn, el Requiem supera los límites del pensamiento musical clásico; anuncia el futuro y, paradójicamente, lo hace mediante una mirada al pasado: en efecto, el estilo que adopta aquí Mozart corresponde, sobre todo en algunas partes de la obra, a un lenguaje arcaico que solía utilizarse para la música religiosa (igual que había hecho poco antes en la impresionante Misa en do menor), pero no se limita a utilizar ese lenguaje como una fórmula, sino que le confiere un poder expresivo asombroso que, mirando atrás, a sus bien conocidos Bach y Haendel, anticipa la llegada de una nueva música.

El mejor ejemplo es el inicio. El Introito y el Kyrie están elaborados con un rigor contrapuntístico digno de los maestros antiguos: las entradas escalonadas de las voces sobre las primeras palabras tras la oscura introducción instrumental; la primera intervención de la soprano sobre las palabras te decet hymnus, Deus, in Sion et tibi reddetur votum in Jerusalem, que recuerdan a los corales bachianos que flotan serenos en notas largas sobre el acompañamiento; y por supuesto la asombrosa doble fuga del Kyrie, construida con la mayor severidad y cuajada de coloraturas al modo barroco. Y, sin embargo, todos estos medios, que vienen del pasado, proyectan la obra hacia una expresividad inédita porque ninguno de los citados elementos se emplean simplemente por rutina del oficio, sino que sirven a Mozart como maravillosos vehículos expresivos: la introducción, viniendo de las profundidades del coro, se va propagando hacia las voces agudas como una llamada implacable; la doble fuga tiene una fuerza tan arrolladora que nos deja sin aliento hasta ese acorde disminuido que queda suspendido antes de la cadencia final, concluida en un acorde vacío sin tercera que resulta, por ello, especialmente duro y severo (y aquí recordamos que hicimos un comentario parecido unas páginas atrás sobre el modo en que Haydn empela el contrapunto como instrumento de dinamización para agitar la música y agitar con ella al oyente). Qué buena idea la de Süssmayr de recuperar este fragmento para concluir con él el conjunto del Requiem. Es, desde luego, uno de los momentos más estremecedores de la historia de la música: uno de esos casos poquísimo frecuentes en los que la perfección formal no sólo no se contradice con el poder expresivo sino que contribuye a elevarlo a una altísima potencia.

Nuevos ejemplos de escritura en fugato, siempre de abajo hacia arriba (de bajo a soprano) se presentan en otras partes de la obra: Quam olim Abrahae promisisti en el Ofertorio o el Hossanna en el Sanctus, que ya es obra íntegra de Süssmayr. Incluso cuando se confía el texto a las voces solistas, momentos en los que el lenguaje se vuelve más clásico y menos severo, el contrapunto a la antigua sigue presente: observen, por ejemplo, como entran las voces en el Recordare, mediante una sucesión de disonancias de segunda (de séptima en este caso, que viene a ser lo mismo) que se resuelven en cadena, dando lugar cada una a la siguiente: es exactamente el mismo procedimiento que utilizó Pergolesi, en modo menor, al comienzo de su célebre Stabat Mater, una secuencia, por lo demás, estandarizada en el tiempo barroco (recordemos también el Duo Seraphim de las Vísperas de Monteverdi, que comienza más brevemente pero igual).

Imposible recordar todos los grandes momentos de la obra: citemos la agitación que recorre la Sequentia (Dies irae), sin duda el texto más estremecedor de la liturgia católica, pleno de imágenes terribles del juicio final en versos latinos octosílabos concisos como latigazos. Un texto tan plástico en su descripción del temor ante el Juez, de los castigos que aguardan a los condenados, de las suplicas angustiadas… que algunos músicos como Berlioz, Verdi o Britten le sacaron un partido musical inigualable y poderosamente dramático, mientras otros como Fauré o Duruflé lo evitaron en sus Requiems para hacer prevalecer una visión esperanzada del tránsito hacia la otra vida. Mozart, por su parte, no ahorra en imágenes: el fuerte contraste entre las amargas llamas a las que son arrojados los malditos (el coro de hombres sobre el fuego de las cuerdas) y las súplicas de clemencia (el coro femenino casi susurrando atemorizado) en el Confutatis es un buen ejemplo. Otro, muy similar, la solemnidad colosal de la presencia del Rey de tremenda majestad (Rex tremendae) en contraste con la súplica de salvación a Él dirigida.

La visión rigurosa y oscura es predominante en la obra; la orquestación así lo promueve, prescindiendo de flautas, oboes y clarinetes y otorgando un marcado protagonismo a instrumentos graves como los trombones, los fagotes y sobre todo los corni di bassetto, clarinetes bajos, que eran tan queridos para Mozart por su adscripción a la música masónica. La severidad arcaica contribuye también: fíjense, por ejemplo, en la cadencia final del Lacrimosa, una cadencia plagal especialmente solemne (por cierto, la misma con la que concluye la fuga del tercer número del Requiem alemán de Brahms, también marcado por la huella de Bach).

Aun así, hay momentos para la esperanza, cuando, sobre todo en las voces de los solistas, el discurso se suaviza y adquiere contornos más serenamente clásicos.

En definitiva, un final impresionante para la temporada de nuestra orquesta. Aunque sea un cierre marcado por la reflexión sobre la muerte, en este caso lo afrontamos con la esperanza de reencontrarnos en unos meses de nuevo en torno a la música. Felicidades a los músicos y a los demás responsables de la orquesta por la gran labor de este curso ya centenario, feliz descanso y que la música nos acompañe a todos hasta reunirnos de nuevo en torno a este mismo escenario en la próxima temporada.

Iñaki Moreno Navarro


Jone Martínez

Soprano

La soprano Jone Martínez está considerada como una de las voces más atractivas de la nueva generación de cantantes españolas.
Ha colaborado con algunas de las principales orquestas de España y de Europa como la Orquesta y Coro RTVE, Orquesta Sinfónica de Galicia, Euskadiko Orkestra, Orquesta Sinfónica de Navarra, Orquesta Barroca de Sevilla o La Cetra Barockorchester, entre otras muchas, trabajando bajo la dirección de maestros como Carlos Mena, Andrea Macron, Enrico Onofri, Pablo González o Guillermo García Calvo, entre otros.

Así mismo, es invitada habitual de festivales como la Quincena Musical de Donostia, Semana de Música Religiosa de Cuenca, Festival Internacional de Arte Sacro de la Comunidad de Madrid o Musika Música de Bilbao.

Entre sus más recientes compromisos destacan su interpretación de Carmina Burana de Orff junto a la Euskadiko Orkestra y la Novena Sinfonía de Beethoven con la Orquesta y Coro RTVE, ambas bajo la dirección del maestro Pablo González; La Pasión según San Juan de Bach, también con la OCRTVE dirigida por Carlos Mena; el estreno en tiempos modernos de la ópera Ifigenia de Coccia dirigida por Alfredo Bernardini; Orfeo e Euridice de Gluck con la Orquesta Sinfónica de Galicia, bajo la dirección de Carlos Mena, el Stabat Mater de Pergolesi junto a La Cetra Barockorchester con el maestro Andrea Marcon o su debut con la Robert Schumann-Philarmonie en Chemnitz (Alemania) interpretando la “Sinfonía a Granada” de Palomo, dirigida por Guillermo García Calvo.

Nacida en Sopela (Bizkaia), Jone Martínez comenzó su formación vocal con Olatz Saitua en el Conservatorio Juan Crisóstomo de Arriaga de Bilbao. Es licenciada en Pedagogía del Lenguaje Musical y Educación Musical y graduada en Interpretación Canto con Maite Arruabarrena y Maciej Pikulski en Musikene, Conservatorio Superior de Música del País Vasco, donde recibió el “Premio Fin de Estudios Kutxa” al mejor expediente en interpretación clásica de Musikene. Así mismo, ha continuado su formación vocal y musical con Carlos Mena.


Roxana Constantinescu

Mezzosoprano

Aclamada por la prensa internacional, Roxana Constantinescu es conocida por su compleja musicalidad y su capacidad para abordar estilos diferentes con la misma belleza, compromiso y honestidad.

Recientemente ha debutado en la Ópera de París con el papel de Bradamante en Alcina de Händel y ha regresado al Festival George Enescu. También interpretó el papel principal en Judith Triumphans de Vivaldi en la Ópera Nacional de Grecia. Con la Filarmónica de Dresde, bajo la dirección de Marek Janowski, interpretó y grabó los papeles de Wellgunde y Roßweiße en Der Ring des Nibelungen de Wagner y Lola en Cavalleria Rusticana. Concluyó con gran éxito una gira europea de conciertos con el Balthasar Neumann Ensemble bajo la dirección de Thomas Hengelbrock en la Konzerthaus de Viena, la Filarmónica de Luxemburgo, la Laeiszhalle de Hamburgo y la Filarmónica de Essen. Debutó en el Réquiem de Verdi en el Auditorium di Milano y volvió a trabajar con Masaaki Suzuki y la Sinfónica de Seattle. En la ópera, sus actuaciones más exitosas fueron en la Ópera de Montpellier en Sueño de una noche de verano de Britten como Hermia, precedida de apariciones en la Ópera de Oviedo y el Teatro Lírico de Cagliari en el papel principal de Carmen.

Roxana ha debutado en la Konzerthaus de Berlín con la Pasión de San Juan de Bach y en el Festival de Verbier con Falstaff de Verdi, en la Ópera de Oviedo como Cherubino en Le Nozze di Figaro, y en el Centro Nacional de Artes Escénicas de Pekín como Rosina en Il Barbiere di Siviglia. Ha actuado en Siroe de Hasse en conciertos en la Sala de Conciertos Tchaikovsky de Moscú, el Concertgebouw de Ámsterdam y el Centro de Congresos de Cracovia, y ha regresado al Teatro La Fenice como Adalgisa en Norma y a la Filarmónica de Los Ángeles para un programa de Mozart y Arvo Pärt, bajo la dirección de Gustavo Dudamel.

Roxana Constantinescu ha actuado con algunos de los directores de orquesta más destacados de nuestro tiempo: Seiji Ozawa, Pierre Boulez, Riccardo Muti, Fabio Luisi, James Conlon, Helmuth Rilling, Gustavo Dudamel, Kirill Petrenko, Marek Janowski, Sir Neville Marriner, Jeffrey Tate, Daniel Oren, Yannick Nézet-Séguin, Cristian Măcelaru, Asher Fisch, Bertrand de Billy, Franz Welser-Möst, Manfred Honeck, Marco Armiliato, Riccardo Frizza, Josep Pons, Jesús López Cobos y otros. Ha actuado con la Orquesta Sinfónica de Chicago, la Filarmónica de Viena, la Filarmónica de Múnich, la Filarmónica de Dresde, la Orquesta Sinfónica de Toronto, la Orquesta Sinfónica de la Radio de Baviera, la Orquesta Sinfónica de la WDR de Colonia, la Orquesta Sinfónica de Seattle y la Orquesta Sinfónica de la Radio de Stuttgart.

A su vez, Roxana ha dado recitales en el Carnegie Hall, el Wigmore Hall, el Musikverein de Viena, la Abbaye de Lessay y la Casa de Goethe.

Ha grabado para BIS Records, PentaTone Music, Hänssler Classic, OEHMS Classics, SWR, CSO Resound, Artmode Records, Weltbild y Carus Verlag. Su grabación en CD de Pulcinella de Stravinsky bajo la batuta de Pierre Boulez fue nominada para un premio Grammy.


Maximilian Schmitt

Tenor

El tenor Maximilian Schmitt descubrió su amor por la música a una temprana edad con los Regensburger Domspatzen. Estudió canto con la profesora Anke Eggers en la Universidad de las Artes de Berlín y recibió formación artística por parte de Roland Hermann.

Tuvo su primera experiencia escénica en la ciudad de Múnich, más específicamente, como miembro del Opera Studio en la Ópera Estatal de Baviera, antes de incorporarse al conjunto del Teatro Nacional de Mannheim en 2008 y permanecer en este cuatro años. En 2012 actuó por primera vez en la Ópera de Ámsterdam como Tamino bajo las órdenes de Marc Albrecht. En 2016 Maximilian Schmitt se puso por primera vez en la piel de Idomeneo en otro importante papel de Mozart, esta vez en la Opéra du Rhin, en la ciudad de Estrasburgo. Inmediatamente después, actuó por primera vez en la Ópera Estatal de Viena como Don Ottavio. En 2017 actuó como invitado en La Scala de Milán, donde debutó como Pedrillo en Die Entführung aus dem Serail (El rapto del harén) de Mozart bajo la dirección de Zubin Mehta. En 2019 cantó su primer Max en Der Freischütz (El francotirador) de Weber en el Aalto Theater de la ciudad de Essen, seguido en 2022 por su debut como Erik en Der fliegende Holländer (El holandés errante) en la Ópera de Graz.

Maximilian Schmitt es un invitado habitual en los principales escenarios de conciertos internacionales. Su amplio repertorio va desde Monteverdi y Mozart hasta Mendelssohn, Elgar, Mahler, Zender y Britten. Invitado por directores como Franz Welser-Möst, Claudio Abbado, Teodor Currentzis, Daniel Harding, Jonathan Nott, Manfred Honeck, Philippe Herreweghe, Thomas Hengelbrock, Fabio Luisi, Trevor Pinnock, René Jacobs o Robin Ticciati, ha trabajado ya, entre otras, con la Akademie für Alte Musik Berlin, la Tonhalle-Orchester Zürich, las orquestas sinfónicas de la Radio Bávara y la Radio Central Alemana, la Orquesta Sinfónica de Viena, la Orquesta de Cleveland, la Orquesta Sinfónica de Tokio, la Orquesta Sinfónica de la Radio Sueca y la Gewandhausorchester Leipzig. Maximilian Schmitt es también invitado habitual de la Orquesta de París y de la Orquesta Nacional de Francia.

En la temporada 2022/23, Maximilian Schmitt regresa al Teatro del Maggio Musicale Fiorentino como David en Die Meistersinger von Nürnberg de Wagner (Los maestros cantores de Núremberg) nterpreta de nuevo a Erik en Der fliegende Holländer (El holandés errante) de Wagner en la Ópera de Colonia y el Teatro de los Campos Elíseos en París, dirigido por François Xavier Roth.

En concierto es invitado a interpretar Elias de Mendelssohn con la Orquesta Sinfónica de la Radio Bávara bajo las órdenes de Kirill Petrenko, Die Schöpfung (La creación) de Haydn con la Orquesta Sinfónica de Bamberg bajo la dirección de Jakub Hrusa, Das Buch mit sieben Siegeln (El libro de los siete sellos) de Franz Schmidt en el Musikverein de Viena dirigido por Ingo Metzmacher y el papel del narrador en Das Paradies und die Peri (El paraíso y la peri) de Schumann con la Orquesta Gürzenich. Naturalmente, no puede faltar Bach: en la Semana Santa de 2023 cantará el Evangelista en Matthäus-Passion (La Pasión según San Mateo) de Bach en Róterdam con la Orquesta Filarmónica de Róterdam bajo la dirección de Peter Dijkstra.

Junto con Gerold Huber al piano, ha interpretado también varios programas de Lied en el Concertgebouw Amsterdam, el Heidelberger Frühling, la Schubertiade

Schwarzenberg, la Kölner Philharmonie, el Wigmore Hall en Londres y la Düsseldorf Tonhalle. En la temporada actual podemos oír a ambos en un recital en Santiago de Compostela.

Su discografía incluye sus álbumes como solista Träumend wandle ich bei Tag, Die schöne Müllerin y Wie freundlich strahlt der Tag. Maximilian Schmitt ha participado también en otros muchos lanzamientos de CD; por ejemplo, se puso en la piel de Belmonte en Die Entführung aus dem Serail (El rapto del harén) de Mozart con la Akademie für Alte Musik Berlin bajo la dirección de René Jacobs (sello discográfico: Harmonia Mundi).


Christian Imler

Bajo

Con una voz de «timbre cálido y noble y gran flexibilidad» (Forum Opéra), el bajo-barítono alemán Christian Immler es un polifacético artista cuya carrera abarca tanto el mundo del lied, el oratorio como la ópera, «un consumado intérprete técnica, musical y estilísticamente, con una dicción ejemplar y una profunda comprensión intelectual del texto» (Klassik Heute). Estudió con Rudolf Piernay en Londres y ganó el Concurso Internacional Nadia et Lili Boulanger de París.

Su experiencia operística abarca desde el Séneca de Monteverdi, Júpiter en Castor et Pollux de Rameau, el Commendatore y Masetto en Don Giovanni, Orador en Die Zauberflöte, Don Fernando y Rocco en Leonora de Beethoven, el Ermitaño en Der Freischütz de Weber, el Musiklehrer en Ariadne auf Naxos de Strauss, hasta Alicia en el País de las Maravillas de Unsuk Chin. En concierto, ha interpretado la Sinfonía nº 8 de Mahler con la Orquesta de Minnesota, Kindertotenlieder con la Filarmónica Nacional de Hungría, Elias de Mendelsohn con la OAE, la Sinfonía Lírica de Zemlinsky con la Orquesta Nacional de Francia, Prager Symphonie de Detlev Glanert con la Filarmónica Checa, Missa solemnis con la Sinfónica de Montreal, así como los Réquiems de Dvorak, Brahms, Mozart, Fauré y Verdi. Christian ha trabajado con directores como Nikolaus Harnoncourt, Herbert Blomstedt, René Jacobs, Semyon Bychkov, Marc Minkowski, Masaaki Suzuki, Raphaël Pichon, Ivor Bolton, Christophe Rousset, Daniel Harding, Kent Nagano, Leonardo Alarcón, Laurence Equilbey, Philippe Herreweghe y William Christie.

Apasionado solista en recital, Christian ha sido invitado por el Wigmore Hall de Londres, la Frick Collection de Nueva York, la Philharmonie de París y el Mozarteum de Salzburgo con pianistas como Helmut Deutsch, Kristian Bezuidenhout y Danny Driver. Sus más de 60 grabaciones han sido galardonadas con premios como una nominación a los Grammy 2016, un Diamant d’Opéra, varios Diapason d’Or, el Echo Klassik, el Preis der Deutschen Schallplattenkritik, el Gramophone Award y el Enregistrement de l’année de France Musiques. Christian disfruta con la docencia y está muy solicitado para dar clases magistrales en todo el mundo. www.christianimmler.com


Orfeón Pamplonés

Fundado en Pamplona en 1865, es uno de los grandes coros sinfónicos con más solera de Europa. En los últimos quince años aumenta su proyección internacional, convirtiéndose en pionero en España en actuar en Carnegie Hall (2010), en el Festival de las Noches Blancas (2018), ambos junto a la orquesta del Teatro Mariinsky y Valery Gergiev, y en los BBC Proms londinenses (2015) con BBC Philharmonic y Juanjo Mena. En 2012 actúa en Lincoln Center con Frühbeck de Burgos y la New York Philharmonic Orchestra, cosechando un gran éxito de público y crítica en New York Times.

En esta temporada ha interpretado, entre otros, Schöpfungsmesse de Haydn en Pamplona, con Orchestra of the 18th Century, la 9ª Sinfonía de Beethoven junto a Juanjo Mena y la Orquesta Sinfónica de Navarra, además de Das Paradies und die Peri, de R. Schumann.

Además de su actividad sinfónica, realiza conciertos en otros formatos, a capella o con acompañamiento de piano, órgano o grupo instrumental. Fruto de un fuerte compromiso con su tierra, fomenta la recuperación, estreno e interpretación de obras de autores navarros.

El Orfeón Pamplonés ha sido galardonado con las Medallas de Oro de Pamplona y Navarra, la Corbata de Alfonso X el Sabio, el Premio Príncipe de Viana a la Cultura y las Medallas de Plata y Oro al Mérito de las Bellas Artes.

Ha actuado en los últimos diez años con la Orquesta del Teatro Mariinsky, Orquesta Filarmónica de San Petersburgo, New York Philharmonic, London Philharmonic, BBC Philharmonic, Philarmonia Orchestra, la mayoría de las orquestas españolas y las orquestas francesas de Toulouse, Burdeos, Lyon y Montecarlo, bajo la batuta de grandes directores como Rafael Frühbeck de Burgos, Juanjo Mena, Valery Gergiev, Esa-Pekka Salonen, Vladimir Jurowsky, Juri Temirkanov, Gerd Albrecht, Alain Altinoglou, Erick Nielsen, Antoni Ros Marbá, Ernest Martínez Izquierdo y Robert Treviño.

Cerrará temporada con la Orquesta y Coro Nacional, el Coro de la Comunidad de Madrid y el Orfeón Donostiarra, llevando la Octava Sinfonía de Mahler al Auditorio Nacional de Madrid, obra que interpreta también en el marco de la Quincena Musical Donostiarra.

Igor Ijurra

Es uno de los directores de coro de referencia en España. Desde que asumió la titularidad del Orfeón Pamplonés en 2005, Igor Ijurra ha situado a esta formación en un lugar de privilegio en el panorama internacional.

Con una amplia formación musical y humanística – Ijurra es titulado superior en dirección de Coros por MUSIKENE, titulado en Canto y solfeo por el Conservatorio Pablo Sarasate, además de licenciado en derecho por la Universidad de Navarra-, se ha formado con prestigiosos directores de coro y orquesta como Juanjo Mena, Philip Ledger, Johan Duijck, Javi Busto, Peter Erdey, Gabriel Baltes, Donato Renzetti, Massimiliano Caldi, Kenneth Kiesler o Manuel Hernández Silva.

Ha sido invitado a dirigir el Coro de RTVE, Coro Nacional, Coro de la Comunidad de Madrid, Coral de Cámara de Pamplona, Orquesta  Filarmónica de Málaga, Orquesta Sinfónica de Bankia o la Orquesta Sinfónica de Navarra. Fue director titular de la Coral de Etxarri Aranatz (1992-2022) y del Coro de Voces Graves de Pamplona (2003-2007).

Imparte cursos de dirección, talleres musicales, y participa regularmente como conferenciante, jurado de concursos corales y de composición. Es divulgador de la obra del compositor Lorenzo Ondarra y académico correspondiente de JAKIUNDE, academia vasco-navarra de las ciencias, artes y las letras.


Masaaki Suzuki

Director

Desde que en 1990 fundara Bach Collegium Japan, Masaaki Suzuki es considerado como una autoridad en la obra de Bach. Director Artístico de la formación desde entonces, ha actuado regularmente en las principales salas y festivales de Europa y Estados Unidos, construyendo una sólida y excepcional reputación por su expresivo refinamiento y la veracidad de sus interpretaciones.

Más allá de colaborar con reconocidos conjuntos de época como la Orchestra of the Age of Enlightenment y Philharmonia Baroque, es invitado regularmente a dirigir orquestas sinfónicas abarcando un gran rango de repertorios entre los que se incluyen obras de compositores como Brahms, Britten, Fauré, Mahler, Mendelssohn o Stravinsky. Dirige entre otras agrupaciones a la Orquesta de la Radio Bávara, la Orquesta Sinfónica de la Radio Danesa, Orquesta Sinfónica de Göteborg, Orquesta Filarmónica de Radio Francia, la Orquesta Sinfónica de Sidney o las Yomiuri Nippon Symphony Orchestras. Esta temporada visita el Montreal Bach Festival, y dirige la Filarmónica de Nueva York, la Sinfónica de San Francisco, la Mozarteumorchester Salzburg, o la Orquesta Sinfónica de Lahti.

Su extensa discografía con el sello BIS, interpretando gran parte de la obra coral de Bach y su integral para clave, le ha reportado numerosos elogios por parte de la crítica – según The Times “hasta una barra de hierro se emocionaría con su frescura, sobriedad y vigor espiritual”. El 2018 marcó un hito al alcance de muy pocos directores con la exitosa conclusión de la memorable grabación junto a Bach Collegium Japan del ciclo completo de las cantatas religiosas y seculares de Bach, iniciado en 1995 y que comprende nada menos que 65 volúmenes. Recientemente, la formación ha grabado la Pasión según San Juan y la Pasión según San Mateo, premiadas por Grammophone.

Junto a Bach Collegium Japan ha sido invitado en temporadas anteriores a participar en el ciclo de cantatas del Bachfest Leipzig, donde también presentaron el Elias de Mendelssohn con gran éxito de crítica; su apretada agenda de giras también los llevó a los EE. UU actuando en lugares como el Alice Tully Hall de Nueva York o el Davies Symphony Hall de San Francisco. En la presente temporada han realizado una gira europea con conciertos en Wroclaw, Colonia, Viena, Dusseldorf, Lausana, París, Amberes, Madrid, La Haya, así como de nuevo diversas actuaciones en los EEUU y Canadá.

Suzuki combina su carrera como director con su actividad como organista y clavecinista, habiendo grabando recientemente obras para estos instrumentos de J.S Bach. Nacido en Kobe, se graduó de la Universidad de Bellas Artes y Música de Tokio con una licenciatura en composición e interpretación de órgano, para formarse posteriormente en el Conservatorio Sweelinck de Ámsterdam junto a Ton Koopman y Piet Kee. Fundador y profesor emérito del departamento de música antigua de la Universidad de las Artes de Tokio, formó parte de la facultad de dirección coral de la Escuela de Música de Yale y del Instituto de Música Sacra de Yale desde 2009 hasta 2013, donde permanece asociado como principal director invitado del Schola Cantorum de Yale.

En 2012 Suzuki recibió la Medalla Bach de Leipzig, y en 2013, el Premio Bach de la Real Academia de Música. En abril de 2001, fue condecorado con ‘Das Verdienstkreuz am Bande des Verdienstordens der Bundesrepublik’ de Alemania.

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