Conciertos

BOS 7

Concierto de Navidad. Abono de Iniciación


Palacio Euskalduna.   19:30 h.

Abono de iniciación

I

GIACOMO PUCCINI (1858 – 1924)                 Preludio sinfónico

OTTORINO RESPIGHI (1879 – 1936)            Rossiniana P. 148*
I. Capri e Taomina (Barcarola e Siciliana)
II. Lamento
III. Intermezzo
IV. Tarantella puro sangue (con passagio della Processione)

 

II

GIACOMO PUCCINI (1858 – 1924)          Messa a quattro voci

I. Kyrie
II. Gloria
III. Credo
IV. Sanctus e Benedictus
V. Agnus Dei

Aquiles Machado, tenor
Ruben Amoretti, bajo
Coral de Bilbao

 

Jueves 22 y viernes 23 de diciembre de 2016. 19:30 horas

Palacio Euskalduna Jauregia (Bilbao) Auditórium


¿Cuántos compositores residen dentro de un mismo compositor? No hay genio de la ópera que no lleve dentro de sí a un gran sinfonista, un gran escritor de cámara y un gran autor de música religiosa. El hecho de que alguno de ellos no haga justicia por separado a esos tres compositores, no significa que no llevaran esa trinidad de talentos dentro de sí, tan sólo que la cultivaron conforme a una lógica que no tuvo por qué ser la que distribuye la inspiración por géneros -como supieron Monteverdi, Mozart, Wagner, Verdi o Berg.

 

El Preludio sinfónico en La Mayor es la segunda obra orquestal de Puccini y nos remonta a 1882. A sus tiempos de estudiante en el Conservatorio de Milán. Resulta casi inevitable entender estos primeros esfuerzos dentro del género sinfónico como laboratorios de motivos de sus óperas posteriores. Así, la relación de su “Capriccio sinfónico” (1883) con “La Boheme” (1896) cae por su propio peso, pues esta celebérrima ópera recogería literalmente frases del capricho desde su primer compás. Se podría decir que el Preludio sinfónico de 1882 es a “Manón Lescaut” lo que el Capricho sinfónico de 1883 es a “La Boheme” (1896). La deuda no es tan literal, pero invito al oyente a que disfrute de este preludio y luego vuelva sobre el Intermezzo de “Manón”. Ese clímax melodramático, que se construye a partir de un único tema y cuyo crescendo se hace inexorable, coronándose con metales y finalizando cadenciosamente “a la Wagner”, con dulce desgarro y un prudente cóctel de cromatismo y diatonismo fílmico avant la lettre. El talento para dibujar tramas melódicas de encantadora intimidad para gran orquesta está aquí anunciado: y nadie negará que este preludio, sobre todo por su planteamiento y su coda, es el guiño genial de un estudiante veinteañero a “Lohengrin”. Pero es un guiño de innegociable “italianidad”.

 

“Italianidad” es una palabra muy apropiada para los Péchés de vieillesse («Pecados de vejez”) de Gioachino Rossini, el título irónicamente auto-despreciativo que el compositor de Pessaro adjudicara a una parte –volúmenes V a IX- de la colección de alrededor de 180 piezas para voz y piano solo que compusiera durante su largo, y un tanto misterioso, retiro profesional. Las piezas, datadas entre 1857 y 1868, fueron agrupadas en catorce álbumes, y no pasaron nunca a imprenta. En 1918, Ottorino Respighi seleccionó y orquestó algunas de las piezas para piano de estos pecados de vejez para su partitura del Ballet “La Boutique Fantastique”, un maravilloso proyecto colectivo ambientado en una juguetería mágica de la Francia de 1860, estrenado en el Teatro Alhambra de Londres en 1919, con coreografías de Léonide Massine, libreto y escena de uno de los cofundadores del Fauvismo, André Derain, y la compañía de los Ballets Rusos de Serguei Diaghílev. Más tarde, en 1925, Respighi volvería sobre estas “naderías” rossineanas, en concreto sobre las piezas para piano de su duodécimo volumen (“Quelques riens”), para darles la forma de una suite orquestal en cuatro movimientos: unas idiomáticas barcarola y siciliana para “Capri y Taormina”; un “Lamento”, que bascula muy operísticamente entre la obsesión y la cantabilidad; un descongestionante Intermezzo, que conduce a una “Tarantella”, convertida en un cruce de alegría festiva y efusividad religiosa, típico de ese Mediterráneo de baile y campanario que también supo interpretar este alumno de Rymski-Korsakov.

 

Sobre ese mismo cruce se erige la “Messa a quattro voci con orchestra” de Puccini, popularmente conocida como “Misa de Gloria”. Nombre extraño para una misa que incluye todas las secciones del ordinario y no sólo Kyrie y Gloria como es preceptivo en las de su género (recuérdese la “Misa de Gloria” de Rossini, en 1820). Además, en ninguna de las fuentes en que se conserva el autógrafo de la partitura aparece el título de “Messa di Gloria”, ni en la cubierta de la preservada en el Museo Casa Natale Giacomo Puccini de Lucca, ni en la copia Spinelli consultable en la Biblioteca del Instituto Musical Luigi Bocherini de esa misma localidad, ni en la conocida como copia Vandini, de la que se desconoce su ubicación, pero es consultable en la reproducción de la Librería del Congreso de Washington. La “Misa para cuatro voces con orquesta” fue compuesta por Puccini como ejercicio de graduación del Istituto Musicale Pacini y estrenada en 1880 en su ciudad natal, Lucca. La obra integra piezas escritas por Puccini dos años antes en honor de Paulino de Nola –el “Patrón de los Campaneros”, a quien dedicara un motete y un credo-, a la vez que bebe de Gounod y Bellini, sin olvidar el majestuoso, Réquiem de Verdi. Puccini había mantenido una relación de gran familiaridad con la música para iglesia, siquiera fuera porque desde los diez años ya formaba parte del coro de la catedral de san Martino y de la iglesia de san Michele, donde había comenzado a tocar el órgano de niño –y, según reza otra leyenda, también a revender sus tubos como chatarra para costearse los cigarrillos; lo que, de paso, habría aguzado su pericia armónica al tener que interpretar de modo que el hurto no afectara al registro final del instrumento-. La “Misa de Gloria” tuvo una acogida muy favorable, convirtiéndose en su acreditación más importante para dar el salto a Milán, en cuyo conservatorio habría de ingresar con una beca financiada, primero, por la reina Margarita de Savoya y, luego, por su tío-abuelo, el doctor Nicola Cerú, quien escribió una columna laudatoria para levantar acta del talento de su sobrino, haciendo mención expresa de esta Misa. Su última línea decía: I fligli dei Gatti prendono i topi.

 

Pero esta página es memorable por sus valores estrictamente musicales y no solo por el papel impulsor que desempeñó en la carrera formativa de Puccini. Y eso que la suerte que hubo de correr la partitura fuera muy ingrata: quedó sepultada durante más de setenta años por el mismo futuro que ella contribuyó a abrir. Desde la fecha de su estreno (Lucca: 1880) hasta la de su siguiente ejecución transcurrieron setenta y dos años (Chicago: 1952). En el ínterin, durmió el sueño de los justos. Estamos ante un descubrimiento del siglo XX. La primera edición (1951) corrió a cargo de Mills Music, de Nueva York, e interesa especialmente por la personalidad de su promotor –que también lo fue del “reestreno” en Chicago de la partitura al año siguiente-. Hablamos del sacerdote Dante Del Fiorentino, amigo personal de Puccini por haber ejercido en Torre del Lago años antes de ser destinado a EEUU. En el curso de los trabajos de documentación para un libro de memorias sobre el autor de “Turandot”, que llevaría el título de “Immortal Bohemian: An Intimate Memoirs of Giacomo Puccini” (Nueva York, 1952), Del Fiorentino regresó a Lucca. Allí adquirió una copia de la misa a la familia Vandini, que ofreció al mundo como la partitura original. Forma parte de la intrahistoria de la música italiana que una composición que lleva el impropio título de “Misa de Gloria”, por incluir más secciones del ordinario de las debidas, fuera redescubierta precisamente por un sacerdote. Aunque su contribución en la redifusión de la obra fuera indiscutible, otros aspectos del trabajo de Del Fiorentino no resisten el examen de la musicología moderna que, justo por esas fechas, principio de los 50, estaba introduciendo métodos de abordar la figura del autor de “La fanciulla del West” soportados por fuentes secundarias documentalmente más serias -entre ellos, es justo mencionar los esfuerzos de George R. Marek y Mosco Carner.

 

Asombra que una obra de juventud pueda ser una cantera tan natural de temas para su catálogo operístico. Esta circulación entre el universo de la liturgia eclesiástica, representado en esta misa, y el universo del drama musical, representado en todas sus óperas posteriores, no hubiera sido posible sin lo que es seguramente el corazón de la genialidad de Puccini: su visión teatral de las partituras. Teatralidad. ¿Acaso una ópera no es una forma secularizada de liturgia musical? ¿No nos enseña Puccini –como hicieran antes Mozart, Rossini o Verdi- que existe una afinidad muy poco secreta entre las secuencias del ordinario de la misa –Kyrie, Gloria, Credo, Sanctus, Benedictus y Agnus Dei- y la estructura teatral de una gran ópera? Julian Budden es muy preciso al observar que la música litúrgica de la Italia del Ottocento adolecía de una falta de proyección comercial, de la que sin embargo seguía disfrutando la música litúrgica producida allende los Alpes. Mientras el catálogo de música litúrgica de Mendelssohn, Brahms, Gounod o Dvorak, se montó sobre una tradición sólidamente preservada por festivales y sociedades corales que seguían consumiendo partituras de este género, en Italia en cambio quedaban muy lejos los tiempos en que el Stabat Mater de Pergolesi era la partitura con más demanda de impresiones de toda Europa. En la península, las misas cada vez más se escribían para festividades religiosas de carácter fuertemente local y, salvo excepciones muy conocidas, apenas disfrutaron de carrera comercial fuera del ámbito geográfico para el que fueron encargadas. Esto quizá convenga tenerlo en consideración para explicarse la suerte de esta misa pucciniana.

 

Con todo, el espectador siente cierta exaltación, un auténtico golpe de placer musical, al identificar el tráfico de motivos desde esta página hacia páginas operísticas posteriores. El “Agnus dei”, readaptado para mezzo soprano y coro femenino, pudo funcionar como interludio del Acto II de “Manon Lescaut” (1893). El “Kyrie”, abandonando su función de himno litúrgico, es empleado en la ópera “Edgar” como fondo de la escena de la diabólica seducción de la gitana Tigrana (1889, basada en Alfred de Musset). El aficionado puede quedar desconcertado. ¿Cómo un “Kyrie” puede reciclarse en música de camarín rococó, pelucas cortesanas y melancólicas damas maquillándose? ¿No estaremos ante la prueba definitiva de una actitud escasamente comprometida con la música litúrgica por parte de Puccini? Solo se puede responder afirmativamente a esta pregunta si se olvida con qué intensidad y sentido dramático habría de emplear algo más tarde el tedeum como himno de acción de gracias en el seno de “Tosca”, por no mencionar el tratamiento maravillosamente ritualizado de los coros en “Turandot” (que tiene su antecedente en la página que hoy escuchamos).

 

Mozart eleva a su perfección formal los códigos de cada uno de los géneros que practicó –Misas, Sinfonías, Óperas, Arias de Concierto-, interpretando con tal genialidad los límites del clasicismo que, en lugar de darle rigidez, los volvió porosos. Verdi, muy en especial con su Misa de Réquiem, comunica con pulso inexorable la música litúrgica y el teatro operístico, demostrando la afinidad dramática de ambos lenguajes. Pero Puccini es un traficante de sentimientos. Es un genio secular del trasplante de emociones. Probablemente, él nunca hiciera grandes revelaciones en cuanto a la forma o el lenguaje de una obra -y puede que hasta un sacerdote le rebautice impertinentemente una de sus misas-; pero demostró en el siglo XX que los motivos musicales son migrantes emocionales que no tienen que contenerse dentro de los códigos en que han nacido. Que el corazón conmovido de un vecino de Lucca al creer que el Cordero de Dios quita los pecados del mundo es, en su funcionamiento, el mismo que el de la empolvada amante de un tesorero real, a punto de hacer caso a su auténtica pasión. E irse con el joven estudiante.

Fernando Bayón

 

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