VIENTOS DE OTOÑO
Es muy conocida la polémica que durante buena parte del siglo XIX enfrentó a los partidarios de Liszt y Wagner con los de Johannes Brahms (1833-1897), que a grandes rasgos puede sintetizarse en la rivalidad entre la nueva escuela y la defensa de la tradición, el progreso y el conservadurismo, la música del futuro y la del pasado. Ante los poemas sinfónicos de Liszt y los dramas musicales de Wagner, Brahms se sentía cómodo escribiendo sonatas, cuartetos, conciertos, piezas para piano y series de variaciones según los viejos patrones, pero su humildad artística y la responsabilidad que le imponía la huella de Beethoven hicieron que su Primera sinfonía se le resistiese más de veinte años, los que transcurrieron entre su primer acercamiento en 1855 y su conclusión en 1876. Después esos temores desaparecieron y hasta el fin de sus días compuso otras tres.
La Tercera sinfonía en Fa mayor, op. 90, vio la luz en la ciudad balneario de Wiesbaden en verano de 1883. Wagner acababa de morir y Brahms era ampliamente reconocido en Viena como el mayor compositor vivo, más aún cuando a sus cincuenta años disfrutaba de una madurez plena que acababa de dar el Concierto para violín (1878) y el Concierto nº 2 para piano (1881). Clara Schumann recibió con gran entusiasmo el manuscrito, y la Filarmónica de Viena dirigida por Hans Richter estrenó la nueva sinfonía en diciembre de ese mismo año para alborozo del crítico Eduard Hanslick, auténtico guardián de la tradición, que la consideraría “artísticamente más cercana a la perfección” que sus dos hermanas mayores.
Naturalmente, las cuatro sinfonías siguen la línea beethoveniana, aunque la Tercera parece pasar además por el filtro de la poética schumanniana. Su estructura no podía ser más académica, con sus cuatro movimientos rigurosamente fieles a las normas clásicas, desde el amplio Allegro con brio inicial, en el que los modos mayor y menor se van interrelacionando en una disputa de tintes casi heroicos, hasta ese Allegro final que concentra prácticamente toda la carga dramática de la obra. No obstante, son los movimientos centrales los que diferencian a esta sinfonía de todas las demás. El Andante, en Do mayor, crea una atmósfera pacificadora, serena y pastoral merced al canto de las maderas, que vuela sobre todo el movimiento pese a la leve agitación de la parte central, y a una orquestación ligera como una suave brisa de otoño. Y después, en el Poco allegretto escuchamos una de esas melodías que nunca se olvidan, y en base a ella se moldea una música entre melancólica y sombría que ha traspasado fronteras para llegar al cine clásico o, incluso, a videojuegos de construcción de civilizaciones enteras.
A la muerte de Brahms, la vieja polémica entre “progresistas” y “conservadores” pareció atemperarse un poco, aunque puede decirse que Richard Strauss (1864-1949) se alineó con los primeros en la medida en que eludió el camino de los grandes sinfonistas alemanes para concentrarse en los poemas sinfónicos y, más tarde, en las óperas. A cambio, como compositor de canciones sí continuó, e incluso culminó, un camino que pudo partir de Mozart y en el que sobresalieron después Beethoven, Schubert, Mendelssohn, Schumann, Liszt y el propio Brahms. Es como si en el mundo del lied romántico se aparcaran las diferencias y todos buscasen en él un plácido remanso de paz. Ahí estarían también Wolf y Mahler. Strauss compuso a lo largo de su vida alrededor de ciento cincuenta piezas, de las cuales tenemos en el concierto de esta noche varias muestras, todas ellas compuestas antes de las aventuras expresionistas de Salomé (1905) y Elektra (1909), y antes también de esa decadente y nostálgica mirada al pasado que empezaría con El caballero de la rosa (1911).
Las canciones de Strauss se caracterizan por su fervor romántico y por su denso y depurado lirismo. Muchas de ellas están inspiradas en la voz de su esposa, la soprano Pauline de Ahna. Sobre poemas de Gustav Falke, Richard Dehmel, Adolf Friedrich, Graf von Schack, Karl Friedrich Henckell, Otto Julius Bierbaum y Hermann von Gilm zu Rosenegg, ya sea en el dulce canto de Meinem Kinde (op. 37 nº 3, 1898), la poesía celestial de Wiegenlied (op. 41 nº 1, 1899), los murmullos del arrollo y el despertar de la mañana en la sutil Ständchen (op. 17 nº 2, 1888), el reposo del alma en Ruhe, meine Seele (op. 27 nº 1, 1894), la serena paz de Freundliche Vision (op. 48 nº 1, 1900) o en la encendida pasión de Zueignung (op. 10 nº 1, 1885), Strauss brilla con el esplendor de los grandes maestros del género, no en vano siguió escribiendo canciones hasta sus últimos días, hasta esa melancólica y profunda despedida de este mundo que escuchamos en sus Cuatro últimos lieder (1948).
Entre estos dos titanes alemanes, el checo Leoš Janáček (1854-1928) se abre paso con una personalidad musical muy distinta que tardó en ser reconocida por sus contemporáneos. Ni siquiera con el estreno de su ópera Jenufa en Brno en 1904 logró desembarazarse del todo de la imagen de compositor de provincias que se tenía de él. Y sin embargo, su arte ya estaba ahí, retratando esa historia de realismo trágico con unas melodías ásperas e intensas que emergían naturalmente de la musicalidad del idioma checo. Así que Janáček siguió confiando en Jenufa, y doce años después, en la Teatro Nacional de Praga, acabó llegándole el éxito. Su nombre empezaba a sonar, su música daba que hablar, las puertas de Europa se abrían. Eran además los tiempos de la proclamación de la Primera República Checoslovaca (1918), de las asambleas revolucionarias de Masaryk, de la exaltación de las almas paneslavistas. Y la suya lo era.
A todo ello unió a partir de 1917 un nombre: el de la joven Kamila Stösslová, un sueño de amor intenso y quizás nunca correspondido. Ella sería la inspiración para la ópera Katia Kabanova: “yo sabía que Katia crecería a través de mi nueva amiga, Kamila, y que Kamila crecería en Katia (…) Nunca sentí un amor más grande que el que siento por Kamila. A ella le dedico esta obra”, escribiría el compositor. La trama, basada en La tempestad del ruso Aleksandr Ostrovski, tiene lugar en una pequeña ciudad rusa a orillas del Volga y cuenta una triste y dramática historia de amor que se puede resumir así: la joven Katia se siente oprimida en el mundo que comparte con su marido, Tijon, y su suegra, Kabanija, por lo que busca el amor en el joven Boris; torturada por los remordimientos, confiesa su infidelidad en medio de una tempestad y se arroja al río después de despedirse a su amante, muriendo ante la mirada impasible y distante de Kabanija. Subyacía tras esta tragedia una denuncia tácita de la ética burguesa, de la moral de una sociedad desalmada aferrada a valores de veras reaccionarios.
Estrenada en Brno en 1921 con dirección musical de František Neumann, la ópera supuso un gran éxito desde el principio e inauguró una etapa especialmente prolífica que completarían La zorrita astuta (1924), El caso Makropulos (1926) y Desde la casa de los muertos (1928), además de otras obras como los dos cuartetos de cuerda (1923, 1928), la Sinfonietta (1926) o la Misa Glagolítica (1926).
La suite que escuchamos esta noche lleva la firma del checo Jaroslav Smolka, data de 2007 y sonó por primera vez en Londres en febrero de 2010, con Jirí Belohlávek al frente de la Sinfónica de la BBC. Consta de algunos de los momentos más destacados y evocadores de la ópera: el preludio, los recuerdos y sueños de Katia, la noche de amor, la tormenta y la muerte de Katia. Desde el sombrío amanecer a orillas del Volga hasta la violenta tempestad y el trágico final de la protagonista, el viejo Janáček creó una de sus obras “más tiernas”, pues el reflejo de Kamila estaba ahí, y todo su dramatismo se diluía en las últimas palabras de Katia invocando a la naturaleza, a esas flores que “se abrirán, rojas, azules y amarillas”, a esas flores que cantarían así, como él mismo había soñado, una última y eterna canción de amor.
Asier Vallejo Ugarte
Ainhoa Arteta, soprano
Después de ganar los Concursos “Metropolitan Opera National Council Auditions” e “International de Voix d´Opera Plácido Domingo”, inicia una brillante carrera internacional en teatros como el Metropolitan Opera y Carnegie Hall, Covent Garden, Bayerische Staatsoper, Opera de Washington, Houston, S. Francisco, Teatro San Carlos, Arena di Verona, La Scala, México, Deutsche Oper, entre otros, interpretando óperas como La Traviata, La Bohème, Romeo et Juliette, Fausto, Manon, La Rondine, Turandot…
Combina sus actuaciones operísticas con recitales y conciertos dirigida por los más reputados maestros como Sir Neville Marriner, Gianandrea Noseda, Christopher Hogwood, Vasily Petrenko, Adrian Leaper, Víctor Pablo Pérez, Friedrich Haider, Pier Giorgio Morandi, Miguel Ángel Gómez Martínez, Günter Neuhold… y por renombrados pianistas repertoristas como Marco Evangelisti, Rubén Fernández Aguirre, Malcolm Martineau y Roger Vignoles.
Ostenta numerosos galardones como el Premio de la Hispanic Society of America; “Mejor Artista de Música Clásica”; ONDAS; Federico Romero; Académica de la Real Academia de Bellas Artes de Cádiz; Medalla de Oro del Palau de la Música de Valencia y Premio Ciudad de Alcalá de las Artes y las Letras.