ALMAS RUSAS
Al poco de llegar a América, a finales de 1939, Stravinski se preguntaba en una conferencia en la Universidad de Harvard “por qué oímos siempre hablar de la música rusa por sus cualidades de rusa, y no, sencillamente, por sus cualidades de música”. Se refería al gusto por el orientalismo, por los timbres exóticos, por esa escuela nacionalista que perdió su frescura inicial cuando trató de perfeccionar la técnica y de profesionalizar el oficio del compositor. De esa crítica, que extendía desde Glinka al grupo de los Cinco, salvaba a Chaikovski, cuya música veía “profundamente nacional por el carácter de sus temas, el corte de sus frases y la fisonomía rítmica de su obra”, pero a la vez perfilada por la disciplina de los métodos académicos alemanes: “halló su verdadera expresión al abrir los brazos a la cultura occidental”.
Esa influencia se dejó sentir desde muy pronto, pues apenas tenía Chaikovski veintiún años cuando tomó contacto con la Europa occidental en un viaje por Alemania, Bélgica, Francia e Inglaterra, y sabemos que a esa edad el joven ansiaba escapar de la rutina de su puesto en el Ministerio de Justicia (era escribiente de primera) para dedicarse en cuerpo y alma a la música. Sería una de las primeras batallas que libraría contra sí mismo a lo largo de toda su vida, y una de las pocas en las que salió victorioso con buen margen. En el conflicto con su sexualidad, en cambio, fue cruelmente derrotado una y otra vez: Chaikovski era homosexual, ello pesó siempre sobre él como una gran losa, y las consecuencias de esa lucha interior tienen un cierto reflejo en el Concierto para violín, escrito en días aún oscuros.
Los antecedentes se pueden resumir así: el compositor tenía treinta y siete años cuando, en mayo de 1877, recibió una carta en la que Antonina Milyukova, una joven que había sido alumna suya en el conservatorio, le declaraba su amor. El músico vio una oportunidad para satisfacer el deseo de su padre de que se casara, y también una formidable ocasión para velar su sexualidad ante una sociedad que no la iba a entender, así que le propuso matrimonio y la pareja se unió en julio de ese mismo año. Como era previsible, aquello fue un terrible fracaso, el enlace duró poco menos de tres semanas, Chaikovski cayó en depresión, se vio arrastrado a la idea del suicidio y acabó buscando refugio en la serenidad balsámica que suelen dar los viajes. Dicen que el sufrimiento es un estímulo para el arte, y sólo así se explica que durante este tiempo fuese capaz de terminar una ópera como Eugene Onegin y de escribir una sinfonía como la Cuarta.
La historia del Concierto para violín empezó en Clarens, junto al lago Ginebra, en Suiza, en marzo de 1878. Habían pasado varios meses desde el frustrado matrimonio y Chaikovski se hallaba inmerso en la composición de una nueva sonata para piano. Entonces recibió la visita del joven violinista Joseph Kotek, quien le mostró la partitura de la Sinfonía española de Lalo, una obra para violín y orquesta que abrió los ojos de nuestro músico. Decidió entonces retomar el género de concierto, al que sólo había dedicado uno para piano, y escribió en pocos meses el actual Concierto para violín en re mayor, op. 35. Sin embargo, no es a Kotek a quien Chaikovski envió la obra, sino a Leopold Auer, un viejo conocido de los tiempos del conservatorio de San Petersburgo, que la consideraría “intocable”. Por eso el compositor lo intentó después con Adolf Brodsky, profesor en Moscú, quien la estrenó finalmente en Viena en diciembre de 1881 con Hans Richter al frente de la orquesta filarmónica de la ciudad. No vamos a detenernos en las feroces críticas que dedicaron al concierto algunas voces autorizadas, particularmente la de Eduard Hanslick, pues el tiempo ha acabado poniendo las cosas en su sitio, hoy la obra forma parte de los cuatro o cinco más populares en nuestros auditorios y, sobre todo, reina como el primero realmente importante que dio Rusia al mundo.
Pero ni siquiera esa popularidad impide que nos siga sorprendiendo esa exuberancia melódica que parece patrimonio exclusivo del compositor ruso. El amplio movimiento inicial, en su alternancia de episodios épicos, apasionados e incluso dramáticos con remansos de un lirismo muy penetrante, se equilibra con el horizonte poético e intimista de la Canzonetta, un Andante en sol mayor en el que se deja sentir un cierto tono nostálgico. Al fin, esa carga melancólica desemboca en un mar de vigoroso aliento festivo, con aires de danzas bohemias que llevan consigo todo tipo de dificultades para un solista que, abrumado, toma rumbo hacia un cierre absolutamente frenético.
Con Short Ride in a Fast Machine (1986), John Adams renueva uno de los leitmotiven que tejen los hilos de este concierto, la exuberancia, ya que estamos ante una fanfarria breve y típicamente americana que renovaba el brillo y el esplendor de Aaron Copland y su Fanfare for the Common Man desde unos giros melódicos, rítmicos y armónicos cercanos al mundo minimalista en el que se movía entonces el compositor. Estrenada en Mansfield por la Sinfónica de Pittsburgh dirigida por Michael Tilson Thomas, la obra llega a nuestros días con la anécdota de haber sido cancelada las dos primeras veces que se programó en los PROMS londinenses: en 1997 por la muerte de Diana de Gales, y cuatro años más tarde por la coincidencia con los atentados del 11 de septiembre en Nueva York.
Después de este interludio norteamericano, Stravinski vuelve a dirigir nuestra mirada a Rusia con la suite de 1945 sobre El pájaro de fuego, el primero de los tres ballets que compuso para la compañía de Sergey Diaghilev en París entre 1910 y 1913. Podemos recordar aquí el tremendo escándalo que supuso el estreno del tercero de ellos, La consagración de la primavera (1913), con una música salvaje, torrencial, arrolladora, caótica, primitiva y, como dice Robert Morgan, aparentemente “desposeída de su esencia rítmica”, que lo elevó al Olimpo de los grandes revolucionarios del arte de todos los tiempos. Más tarde, como sabemos, Stravinski abriría una etapa radicalmente distinta, que se suele llamar neoclásica, en la que trataría de integrar las conquistas musicales de su tiempo en los principios clásicos del XVIII. En cualquier caso, los vínculos de El pájaro de fuego con el pasado eran mucho más fuertes que los de la Consagración, de forma que sus ecos folclóricos, su suntuosa orquestación y el uso de colores muy vivos mantenían encendida aún la llama de la gran tradición rusa, no por nada se ha señalado siempre la intensidad con que se advierte en esta música la huella de Rimski-Korsakov, maestro del compositor hasta 1908.
El ballet, con coreografía original de Mikhail Fokine, está basado en un cuento de hadas en el que al príncipe Iván, adentrado en el jardín del malvado rey Kastchei, se le aparece un pájaro de oro y fuego; a cambio de darle libertad, obtiene de él una pluma que le permitirá derrotar al rey y obtener a la más bella de las trece princesas que éste tiene cautivas. Los elementos sobrenaturales de la leyenda animaron a Stravinski a flirtear con el cromatismo y a introducir sonoridades instrumentales de una riqueza extraordinaria, y es ese doble juego entre el respeto a la tradición y el guiño al presente (y al futuro) el que debió de cautivar al público que asistió al estreno de la obra en la ópera de París el 25 de junio de 1910. Allí presente, entre toda una galería de invitados ilustres, se hallaba Manuel de Falla, que alabaría la valentía “del que dice lo que siente, sin temor a lo que digan los que no piensan o sienten como él”.
La suite de 1945 parte de la atmósfera oscura y sombría del jardín del rey para, después, dibujarnos el ligero aleteo del pájaro, la ronda de las trece princesas con sus manzanas de oro (con su bellísima y perfumada melodía de resonancias orientales a cargo del oboe), la siniestra y arrolladora danza infernal del rey, la dulce Berceuse que entona el pájaro y, finalmente, el éxtasis total con que se celebra la disipación de las sombras y la victoria del bien sobre el mal. Es la tercera suite que tenemos de El pájaro de fuego, y hoy seguimos viendo en ella que, sólo unos años antes de dar un sorprendente giro al sentido de la historia, en la música de Stravinski podían aflorar unas raíces rusas muy profundas. Pero como él mismo nos pediría, no la valoraremos por sus cualidades de rusa sino, simplemente, por sus cualidades de música.
Asier Vallejo Ugarte
Ning Feng
Nig Feng nació en Chengdu, China, estudió en el Conservatorio de Música de Sichuan y en la Royal Academy of Music de Londres, convirtiéndose en el primer alumno en la historia de la Royal Academy en recibir la máxima puntuación.
Ha sido premiado en numerosos concursos internacionales de violín, entre los que se encuentran el Concurso Internacional Hanover, Elisabeth Queen, Yehudi Menuhin y Primer Premio en el Concurso Michael Hill (Nueva Zelanda). En 2002 ganó el premio especial a la mejor interpretación de una obra contemporánea en el Concurso Internacional de Violín Chaikovski . Desde que en 2006 ganó el prestigioso Concurso Paganini, ha actuado en recitales y conciertos en China, Canadá, Reino Unido, Bélgica, Francia, Italia, Japón, Estados Unidos y Alemania. Está considerado como uno de los violinistas más prometedores, lo que le ha permitido actuar con las orquestas Sinfónica Nacional de China, Philharmonia Hungarica, Melbourne Symphony, Berliner Symphoniker, London Mozart Player, Nacional de Bélgica, Symphonie Vienn y NDR Radiophilharmonie de Hannover , entre otras.
Ning Feng toca un violín Peter Stefan Greiner (Bonn 2007).