CUANDO LA MÚSICA CANTA
Uno de los ideales del pensamiento musical de la Ilustración era la importancia de la melodía, la aspiración a que todo en la música cantase. Estamos hablamos del siglo XVIII, por supuesto, pero a ese ideal se abrazaron bastantes compositores de generaciones posteriores para los que esa cantabilidad era el pilar principal de sus obras tanto vocales como instrumentales. Ahí estaría Schubert, autor de varios centenares de canciones (o lieder) cuyo lirismo se veía reflejado, de forma más o menos inmediata, en su música sinfónica y de cámara. En Mahler, compositor mucho menos prolífico, la idea es muy similar: cuando el lied no está presente de forma literal en sus sinfonías, lo está como referencia y base musical. No es para nada casual que el núcleo que forman la Quinta, la Sexta y la Séptima, en las que la voz no está presente, sea contemporáneo de los Rückert-Lieder y los Kindertotenlieder.
Puede sorprender por ello que ambos palideciesen cuando lo intentaron con otros géneros vocales. Poco o nada tenemos de la música que el joven Mahler escribió en sus tres acercamientos al mundo de la ópera, y apenas se escucha en los auditorios de hoy la que Schubert compuso para la escena. Su último intento fue la música incidental para la obra Rosamunde, Fürstin von Zyper (Rosamunda, Princesa de Chipre) de Helmina von Chézy, que obtuvo un enorme fracaso en su estreno en la Ópera de Viena en octubre de 1823. Duramente criticada la endeblez del texto de la poetisa alemana, la música del compositor sobrevivió al descalabro y ha logrado llegar a nuestros días. Lo singular es que Schubert nunca escribió una obertura expresamente para Rosamunde: el día de aquel estreno la obertura que sonó fue la de su ópera Alfonso y Estrella, entonces aún inédita, pero después decidió recuperar en su lugar la música de la obertura de El arpa mágica, un melodrama compuesto unos pocos años antes y que ya estaba en el olvido. Es ésta la que hoy conocemos como la obertura de Rosamunde, una página vigorosa y de fuertes contrastes sobre la que se extiende, según Nikolaus Harnoncourt, “un hálito de opresiva nostalgia”.
Otro fragmento muy conocido de Rosamunde es la romanza Der Vollmond strahlt (“Brilla la luna llena”), delicada y suavemente nocturnal. Su espíritu poético está muy próximo al lirismo crepuscular de Im Adrendrot (“En el replandor”), pieza compuesta entre 1824-25 sobre texto de Karl Lappe. Aún posterior, de 1826, es An Sylvia, en animoso modo mayor. Serena y acariciante, la melodía de Nacht und Traüme (“Noche y sueños”) contrasta finalmente con la más alegre y sonriente de Die Forelle (“La trucha”), en la que Schubert evoca los saltos de una trucha que entra y sale, una y otra vez, de un cristalino arrollo.
A partir del gran impulso dado por Schubert, la canción alemana no entró en crisis hasta la segunda mitad del siglo XX, con la extinción de los últimos suspiros del posromanticismo. Porque, efectivamente, parte de las raíces del lied hay que buscarlas en una idea muy romántica expresada por Johann Gottlieb Fichte en sus Addresses to the German Nation (1808): la integración de la canción popular entre las clases cultas en aras de “la creación de un pueblo nuevo que habrá sabido asimilar lo mejor de todas las tradiciones cultas anteriores”. Es con esa aspiración con la que Clemens Brentano y Achim von Armin emprendieron un gran trabajo de recopilación de cuentos, relatos, cantos y poemas recogidos de la tradición folclórica alemana, dando lugar a la colección Die Knaben Wunderhorn (“El cuerno maravilloso del muchacho”), que vio la luz entre 1805 y 1808.
Es probable que Mahler conociese parte de la serie en su etapa universitaria, pero fue en el otoño de 1887 cuando esa poética popular, “más naturaleza y vida que arte”, se abrió ante sus ojos como una fuente de inspiración inagotable. Las cosas cambiarían hacia 1901, pues ahí entraría en su vida la poesía de Friedrich Rückert, y con ella una visión del mundo mucho más ascética y melancólica. Pero tuvo tiempo hasta entonces para escribir quince canciones basadas en Die Knaben Wunderhorn y cuatro sinfonías que parecían trazar un camino desde la superación del recuerdo de la infancia en la Primera hasta la visión onírica de la Resurrección, del más allá de la vida, en la Cuarta. Ésta la empezó el verano de 1899 en Maiernigg, un pacífico lugar junto al lago Wörther, muy cerca de Klagenfurt. Es la más ligera, feliz y optimista de sus sinfonías, quizás también la más accesible, y por eso fue durante mucho tiempo, junto con la Primera, la más popular de todas. Pero no hay que ver en ella atisbo alguno de superficialidad. Como escribe José Luis Pérez de Arteaga, “tras las campanadas angélicas y el Adagio deísta de la Tercera sinfonía, tras, por encima de todo, ese gran recorrido comportado por dicha obra, contado con timbre ingenuo, entre chillón y recatado, dulzón y trascendente, la visión de la vida celeste a los ojos de un alma infantil resulta una consecuencia lógica e inevitable en el universo de Gustav Mahler”.
En el primer movimiento, Bedächtig (“Moderado”), el compositor parece dirigir su mirada a los tiempos de los clásicos vieneses: luminosos y afables, con un fondo irónico y jovial, sus dos temas se desarrollan en base a las convenciones de la forma sonata. Sobre un solo de violín afinado un tono más alto de lo normal, tal si fuera el Fiedel de un diablo medieval, el segundo, In gemächlicher Bewegung. Ohne Hast (“Tempo moderado. Sin prisa”), es un Scherzo que pone música a una danza de la muerte. Es después de esta atmósfera sarcástica y macabra cuando Mahler se entrega en el movimiento lento (Ruhevoll: “Tranquilo”), uno de los pocos en los que hizo empleo de la variación, a un lirismo triste y nostálgico que, sin perder nunca la tersura, crece lentamente en intensidad hacia un grado de paroxismo absolutamente cautivador y de veras absorbente. Luego de este momento de éxtasis, la voz femenina se eleva para recrear la imagen del cielo a través del sueño de un niño. Evanescente, etérea y sumamente placentera, con una ligera y sutilísima orquestación, la música (de 1892) se basa en un texto de Die Knaben Wunderhorn: Wir geniessen die himmlische Freuden (“Disfrutamos de los placeres celestiales”). Y en esa gozosa, onírica y lumínica visión del paraíso, plagado de vino, de frutas, de legumbres y de finas hierbas, Mahler entona un canto a la música del más allá: “No hay música en la Tierra comparable a la nuestra”.
Pese a la popularidad que alcanzaría enseguida, la sinfonía fue acogida con frialdad en su estreno, que tuvo lugar en Múnich en noviembre de 1901 con dirección del propio compositor y la voz de la soprano Margarethe Michalek. Habituado a despertar opiniones fuertemente enfrentadas, la indiferencia con que el público recibió esta música sorprendió a Mahler, y a punto estuvo, por ello, de revisarla a fondo. Pero sólo unas semanas después, en Viena, las cosas volvieron a la normalidad. Así lo recordaba Bruno Walter: “la Viena de la época era famosa por su actitud belicosa y su sectarismo encarnizado. El carácter tormentoso de Mahler era el idóneo para desencadenar tempestades. Si mi memoria no me falla, cuando se estrenó [en Viena] su Cuarta sinfonía algunos miembros del público llegaron a las manos en el recinto mismo de la Musikvereinsaal”. Hoy día nadie se atrevería a discutirla: en el corpus sinfónico de Mahler, la Cuarta emerge como un último rayo de luz antes de la llegada de las sombras.
Asier Vallejo Ugarte
María Espada, soprano
Nacida en Mérida, María Espada estudió canto con Mariana You Chi y con Alfredo Kraus, entre otros.
Se ha presentado en salas como Konzerthaus de Viena, Philharmonie de Berlín, Théâtre des Champs Élysées de París, Concertgebow de Amsterdam, Palais des Beaux Arts de Bruselas, Santa Cecilia de Roma, Vredenburg de Utrech y las más importantes casas de ópera y auditorios españoles, como el Teatro Real de Madrid o el Liceo de Barcelona.
Ha cantado con directores como Mariss Jansons, Jesús López Cobos, Aldo Ceccato, Josep Pons, Antoni Ros Marbà, Juanjo Mena, Frans Brüggen, Andrea Marcon, Howard Griffiths, Carlos Kalmar, Ernest Martínez Izquierdo, Tamás Vásáry, Alberto Zedda, Diego Fasolis, Jordi Casas, Salvador Mas, Fabio Biondi, Adrian Leaper, Fabio Bonizzoni, Christophe Coin, Emil Simon, etc.
María Espada ha colaborado con grupos y orquestas como la Royal Concertgebouw Orchestra, Venice Baroque Orchester, Orchestra of the 18th century, L’Orfeo Barockorchester, Il Giardino Armonico, I Barocchisti, Netherlands Radio Chamber Philharmonic, Al Ayre español, La Risonanza y la mayoría de las principales orquestas sinfónicas españolas.
Sus intervenciones en el ámbito de la música de cámara le han llevado a interpretar obras desde el barroco hasta el siglo XX, tanto en recitales con piano como con pequeñas formaciones camerísticas.
Ha grabado para sellos discográficos como Harmonia Mundi, Glossa, Challenge o Naxos, entre otros.
Michael Sanderling, director
Michael Sanderling, nacido y formado musicalmente en Berlín, es uno de los jóvenes directores más destacados. Su debut con la Orquesta Filarmónica de Dresde en 2005 marcó el inicio de una intensa relación artística, que culminó en su nombramiento como director principal de esta orquesta en la temporada 2011-2012.
Ha colaborado, entre otras, con las orquestas Filarmónica de Munich, Tonhalle de Zurich, Staatskapelle Dresde, Konzerthausorchester de Belín, Sinfónica de la Radio de Stuttgart, Filarmónica de Holanda. En las próximas temporadas debutará con la Orquesta Gewandhaus de Leipzig, la Orquesta WDR de Colonia, la Sinfónica de Bamberg, la Sinfónica Nacional de Taiwan y la Orquesta Philharmonia de Londres.
De 206 a 2010 fue director artístico y principal de la Kammerakademie Potsdam, con la que realizó giras internacionales y numerosas grabaciones, como las sinfónicas de cámara de Shostakovich para Sony classical.
Michael Sanderling inició su formación musical con el violonchelo. Tras varios éxitos en concursos (ARD en Munich, Bach de Leipzig y maría Canals de Barcelona) Ha sido solista de violonchelo de la Orquesta del Gewandhaus de Leipzig y de la Sinfónica de la Radio de Berlín. Ha actuado como solista, entre otras, con la Sinfónica de la Radio de Baviera, Orchestre de París y Sinfónica de Boston.