Las “edades” del Romanticismo
Sentimiento y trascendencia, emoción y profundidad, lirismo y pirotecnia, tomarán formas sonoras esta tarde a través de dos obras que nacieron en la larga estela del Romanticismo: un concierto con una cuidada escritura “sinfónica” y una sinfonía que se presenta como un crisol de sensaciones, musicales y humanas.
La velada se inicia con el pensamiento sonoro de William Walton (Oldham-Inglaterra, 1902- Ischia-Italia, 1983), compositor a medio camino entre la formación académica y el autodidactismo. Empezó a estudiar música, siendo adolescente, en la Universidad de Oxford, pero abandonó la carrera sin obtener ningún título. Sin embargo, antes de cumplir treinta años, era considerado el compositor inglés más importante de su generación y, desde luego, el más internacional. Fue a lo largo de su vida un autor concienzudo y meticuloso que produjo un relativamente corto catálogo en su extensa carrera. Es decir, muy alejado de la falta de rigor o la superficialidad.
Su lenguaje está dotado de un fuerte impulso rítmico que lo relaciona con Stravinsky y Prokofiev. El interés que manifestó hacia los géneros sinfónicos y la manera de desarrollar sus ideas musicales, haciendo gala de un lenguaje expansivo, lo acercan a Sibelius. En cuanto al tratamiento armónico, casi siempre se mueve dentro del marco tonal, pero aprovechando los recursos de una escritura abierta, coloreada en ocasiones por la disonancia. Estos rasgos de su estilo hicieron que fuera considerado un modernista y lo alejaron de los compositores ingleses de su generación, más centrados en la búsqueda de un “lenguaje nacional” que los distinguiera del, por aquellos años, enemigo alemán. Una fuerte inclinación hacia el lirismo, probablemente influenciada por su juventud compartida en Oxford y Londres con varios poetas, aporta calor y expresividad a su música y lo enlaza con su antepasado Elgar. Todas estas características llenan de frescura, matices y colores la paleta sonora de Walton, permitiendo que fluya la expresividad de su pensamiento en un asombroso equilibrio entre el intimismo y la acrobacia. Con estos recursos consigue captar la atención auditiva del público, asombrándolo y conmoviéndolo.
William Walton escribió su Concierto para violín y orquesta a partir de un encargo hecho por el irrepetible instrumentista Jascha Heifetz, que lo estrenó en compañía de la Orquesta de Cleveland, con Artur Rodzinski al frente, el 7 de Diciembre de 1939. A causa de la guerra, el compositor no pudo acudir al estreno.
La obra, reorquestada en 1943, es una de las más hermosas de Walton y fue resultado y fuente de alegría para su autor. Resultado porque recoge y refleja la felicidad que había encontrado junto a Alice Wimbourne y el calor y el color que ambos disfrutaban en Italia, donde fue creado. Fuente porque consolidó una ya merecida fama en el terreno de la composición.
El tratamiento que en ella hace de todo el material sonoro (motivos rítmicos, armónicos y, sobre todo, melódicos) y su avance en oleadas implacables y progresivas configuran un sinfonismo sólido y convincente que sirve de tapiz magistral a la no menos suprema intervención del violín solista que, con la orquesta, coprotagoniza una obra llena de retos y pirotecnias sonoras. No en vano, el reputadísimo director y especialista en música inglesa del siglo XX, Sir Adrian Boult, durante un ensayo de esta obra dijo a su orquesta: “Caballeros, se vuelve algo complicado aquí. Mantendré un dos constante. Ustedes tendrán que pescar solos” (el compás de dos tiempos se mide con movimientos de batuta abajo y arriba. Remota e irónicamente puede asemejarse al movimiento que hacen los pescadores con sus cañas).
El concierto está organizado, como es habitual, en tres movimientos, aunque el individualismo de Walton ofrece un idioma atractivo y personal para cada uno de ellos. El primero, Andante tranquillo se inicia líricamente con una melodía introspectiva en el violín, al que arropa un tejido instrumental casi camerístico. Solo con el segundo tema,
deslumbrante en sus saltos caprichosos, nos percatamos de la dificultad de la partitura. Más tarde, el tiempo se acelera y la orquesta se desata en sus propias acrobacias. La alternancia del fulgor y el intimismo vertebran este movimiento.
El Presto capriccioso alla napolitana que sigue, llega cargado de sabor italiano. Primero a través del nerviosismo de una tarantella a la que, tras un fugaz e indolente vals, le sigue fluyendo en una atmósfera casi irreal, una canzonetta flexible y caprichosa. El aire nervioso del principio retorna y, con una última alternancia de ideas, la música se esfuma como una pompa de jabón.
El final del concierto, Vivace, se abre con una idea vigorosa que, poco después, deja paso a un tema cantado y algo nostálgico, con claros guiños al jazz, estilo que Walton ya había utilizado en otras ocasiones al inicio de su carrera. El vaivén entre lo poético y lo explosivo, inunda un discurso de brillante elocuencia. Ambos son rasgos de un movimiento romántico que ni Walton ni el Siglo XX se terminaron de sacudir.
Y como manifestación de un Romanticismo pletórico, el programa nos regala el sinfonismo de Johannes Brahms (Hamburgo, 1833-Viena, 1897) que, siguiendo la tradición del “continente” clásico, luce con determinación aquello que define a un “contenido” romántico: el juego de los contrastes. En este compositor, que no deja nada al azar, conviven cordialmente lo lírico y lo épico. Su lenguaje es robusto y consonante y sus ideas se desarrollan alternando un discurso expansivo, profundo e intimista. Gracias al portento de su escritura y bajo la cobertura de un esquema muy formal, es
capaz de reunir unos temas imaginativos que van desfilando con fluidez en un curso determinado desde la primera nota. La maestría que manifiesta en el encadenamiento de los motivos y su inteligente orquestación, sirven con lógica al espíritu de la música y acogen con rigor y flexibilidad (milagro de talento y oficio) melodías que van desde la meditación a la alegría, de la frescura a la nostalgia, de la calidez a la bravura. Brahms es capaz de armonizar los contrarios en su obra, lo mismo que hizo en su vida, con ese aspecto desaliñado, descortés y algo sarcástico que paseaba por Viena, llevando los bolsillos cargados de golosinas y monedas que repartía con gusto, entre la chiquillería arremolinada a su alrededor.
La manera en que traza el plan de la obra es sólida y entrañable y en ningún momento transmite sensación de distancia, porque escribe desde la autenticidad. Brahms fue un hombre no mediatizado por las apariencias ni la ambición y su música nace de su propia naturaleza, honesta y generosa. Sus convicciones personales estimularon su creación y manifestaron la esencia de alguien que se hizo a sí mismo, sin grandes apoyos, como hombre y como músico.
La Sinfonía nº 2 en Re Mayor, Op 73 fue estrenada en Viena en 1877 y cogió a los críticos por sorpresa ya que, como indicó el propio compositor, “todo sonaba demasiado alegre y tierno, como si hubiera sido escrita para una pareja de recién casados”. Brahms había disfrutado el verano anterior en la región de los lagos de Carintia, de la “amabilidad y calidez austriacas” y le salió una obra inyectada de templanza soleada y espíritu cordial, una obra –en palabras de Clara Schumann- “alegre y encantadora”. Aun así, también alberga pasajes nostálgicos recogidos en partituras que, según Brahms indicó a su editor, “deberían ser publicadas con orla negra”. Ya saben, las dos caras del Romanticismo.
El primer movimiento, Allegro non troppo, está lleno de encanto y serenidad y se inicia con un motivo breve que permite al compositor desplegar todo su talento en la variación, hasta llegar a la plenitud tan característica de su estilo. Se completa con otra idea dulce y sosegada, cantada en las violas y los cellos como una canción de cuna, de esas que con tanta inspiración creaba el bárbaro Brahms y que manifiestan su amorosa debilidad por la música vocal, tanto en el diseño de sus melodías instrumentales, como en el entramado armónico que las acompaña o enmarca.
Le sigue un Adagio non troppo que justifica las contradictorias declaraciones del autor. Su atmósfera es algo oscura en las partes extremas y se vuelve arrebatada y profunda en la sección central, haciendo gala de una magnífica y casi atormentada escritura contrapuntística.
La alegría y la frescura retoman el Allegretto grazioso-Presto ma non assai, a través de un cambio radical (romántico) de estilo, introduciéndonos en un ambiente juguetón y un tanto desenfadado, al que las ingeniosas relaciones tonales, el trasiego rítmico, la irregularidad en la distribución de los compases y el protagonismo tímbrico de los instrumentos de viento madera, dan un aire rústico y saludable.
Termina la sinfonía, con un Allegro con spirito de fuerza acumulativa, que mueve la música inevitablemente hacia adelante, llenando el auditorio de un ambiente de incontenible alegría.
Disfrútenla.
Mercedes Albaina
Paul Huang, bibolina / violín
Paul Huang nació en Taiwan y recibió su primera clase de violín a la edad de siete años. En 2008 recibió el Premio Juilliard y el Premio Chi-Mei de las Artes de la Fundación Cultural en 2009. También ha obtenido el 1º Premio de los Young Concert Artists International Auditions y el 1º Premio en el Concurso Internacional de Violín Sion-Valais en Suiza.
Actúa como solista con las orquestas de Louisville, Sinfónica de Budapest, Ciudad de México, Sinfónica Nacional de Taiwan, Sinfónica de Taipei y la Orquesta de St.Luke. Ha sido dirigido por Christopher Hogwood, Shlomo Mintz, Jorge Mester, Ronald Zollman, Carlos Miguel Prieto y Jung-Ho Pak. Entre sus compromisos figuran, entre otros, sus actuaciones en el Lincoln Center y en el Centro de Strathmore en Washington DC.
Como intérprete de música de cámara ha sido invitado en el Festival Moritzburg en Alemania y en el Festival de Música de Sion en Suiza. Ha dado recitales en el Museo Stradivari de Cremona, en el National Concert Hall de Taiwan y en el Museo del Louvre. Ha colaborado con Shlomo Mintz, Gil Shaham, Nobuko Imai, Roberto Díaz, Jan Vogler, y Frans Helmerson.
Paul Huang toca un violín Nicolo Amati de 1683.