Conciertos
Así habló Zaratustra
Pablo Gonzalez, director
Jonathan Mamora, piano
I
LUDWIG VAN BEETHOVEN (1770 – 1827)
Egmont, Obertura Op. 84
WOLFGANG AMADEUS MOZART (1756 – 1791)
Concierto nº 23 para piano y orquesta en La Mayor K 488
I. Allegro
II. Adagio
III. Allegro assai
Jonathan Mamora, piano
II
RICHARD STRAUSS (1864 – 1949)
Also sprach Zarathustra Op. 30
Dur: 100’ (aprox.)
FECHAS
- 12 de diciembre de 2024 Palacio Euskalduna 19:30 h. Comprar Entradas
- 13 de diciembre de 2024 Palacio Euskalduna 19:30 h. Comprar Entradas
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Oscuridad y luz
Las tres obras que componen el programa de esta velada abarcan un período exactamente de 100 años (1786-1886), posiblemente los más fecundos para el repertorio sinfónico actual, durante los cuales se escribieron una gran parte de las obras que nuestras orquestas siguen interpretando hoy en día. Son los años que conducen del final del Clasicismo al final del Romanticismo. Los tres autores que nos ocupan son germanos (un austríaco, un alemán y un alemán afincado en Austria), es decir, forman parte de la tradición que más profundamente marcó la historia de la música precisamente en esos años (especialmente de la música instrumental para gran orquesta, que es la que nos ocupa), igual que en otros períodos de la historia ese privilegio correspondió a los músicos franco-flamencos o a los italianos.
Así que vamos a escuchar tres obras que habitan en el meollo del gran repertorio; tres piezas mayores y plenamente maduras de sus autores. Y ya sólo falta decir que dos de ellos, Mozart y Beethoven, son nombres sagrados para la historia de la llamada música clásica; sus hornacinas estarían en el centro del retablo junto a la de Bach. Y Richard Strauss no quedaría muy lejos (si le pudiéramos preguntar a él mismo, seguramente aparecería sentado a la derecha de Mozart padre).
Es un concierto serio, imponente, de los que el aficionado espera con respeto, dispuesto a revisitar a los grandes y a dejarse impresionar una vez más por su grandeza.
De algún modo las tres piezas que se nos van a ofrecer nos proponen contrastes de oscuridad y luz. El más explícito, desde luego, es el amanecer inicial del Zarathustra de Strauss, no por mil veces escuchado menos impresionante, sobre todo cuando se tiene la ocasión, como hoy, de sentir en vivo su vibración cósmica. Pero el segundo movimiento del concierto de Mozart, un momento casi podríamos decir que prerromántico, juega con sutiles cambios de atmósfera, una luz tenue que se oculta y se muestra alternativamente. Mientras que la poderosa obertura Egmont de Beethoven cuenta una historia de lucha, muerte y triunfo que el autor simboliza con el paso desde el equivalente musical de la oscuridad total (el silencio) a la luz más potente que puede encender una orquesta en el final de la obra.
Esto quiere decir que el concierto de esta noche nos proporcionará ocasiones de experimentar contrastes de expresión en grados de intensidad que van desde la delicada sugerencia de Mozart al poderoso dramatismo de Beethoven y la grandiosa teatralidad de Strauss. De modo que no sólo es un concierto serio; es también un concierto fuertemente expresivo. No sólo hay que esperarlo con respeto; también con emoción. Ojalá los amantes de la gran música nos quitásemos de encima para siempre el estereotipo: como si la seriedad y el respeto debidos a las que son algunas de las grandes obras del espíritu humano estuvieran reñidos con la fuerza expresiva que es precisamente la que les otorga esa grandeza. Porque a músicas como éstas no les es necesario adornarse con grandes espectáculos multimedia, toneladas de decibelios o millonarios juegos luminosos: por sí mismas y simplemente a través de los recursos sinfónicos son capaces de evocar las más poderosas emociones, la oscuridad más negra y la luz más brillante.
Pero refirámonos ya, más en concreto, a las obras que componen el programa. La obertura Egmont de Beethoven nos introduce en el concierto. Se trata de una de las más interpretadas entre las oberturas del maestro y se independiza casi siempre del resto de la música que la sigue, concebida como música incidental para acompañar el drama del mismo título de Johann Wolfgang von Goethe en su estreno en Viena. El conjunto se compuso entre 1810 y 1811, cuando Beethoven ya gozaba de un importante reconocimiento en la capital austríaca, lo que facilitó que se le hiciese el encargo. Para él fue una gran oportunidad, ya que sentía una profunda admiración por Goethe, a quien conocería personalmente poco tiempo después, pero también porque el tema de la obra teatral encajaba perfectamente con sus ideales políticos y personales.
La historia que narra Goethe se basa en la peripecia real del conde Lamoral de Egmont quien, durante el siglo XVI fue un reputado militar holandés que sirvió en los ejércitos de Felipe II en el tiempo en el que la corona española dominaba los territorios de Flandes y los Países Bajos, alcanzando gran renombre y fama de héroe. Pero su defensa de la tolerancia religiosa para los protestantes holandeses lo llevó al enfrentamiento con el Duque de Alba, enviado por el rey precisamente para reprimirlos, concluyendo con su arresto y ejecución. De ahí que su figura se convirtiera en referente para la lucha por la independencia holandesa. La pieza teatral de Goethe se inspira libremente en esta historia para adornarla y convertir a un rejuvenecido Egmont (que en la obra muere con veinte años y ocho hijos menos y una amante más que lo que realmente ocurrió) en un auténtico personaje romántico cuyo sacrificio se convertirá en el detonante de la lucha revolucionaria.
Este planteamiento no podría haber sido más sugestivo para Beethoven, siempre impresionado por las figuras heroicas y defensor de los ideales ilustrados y la lucha por la libertad. Su inspiración no pasó desapercibida al propio Goethe, que se mostró satisfecho con el resultado, compuesto en total por diez piezas, algunas de ellas vocales, que debían insertarse en los puntos de la trama señalados por el propio literato, quien ya había previsto la presencia de la música en la representación (y la compuesta por Beethoven no fue la primera, aunque a estas alturas ya haya quedado en la práctica como la única). De hecho, tras el emotivo discurso final de Egmont camino de su ejecución, se indica que debe sonar una sinfonía de la victoria, que simboliza el triunfo póstumo de las ideas del personaje tras su alegre y orgulloso sacrificio.
La obertura que, como sucederá hoy, suele escucharse separada, es breve pero capaz de condensar todo el sentido de la historia con admirable concisión y, sobre todo, con toda la fuerza del estilo plenamente maduro del compositor (su creación se sitúa cronológicamente entre las sinfonías sexta y séptima, ya plenamente desarrollada la personalidad musical de Beethoven en sus años centrales y más productivos). De hecho, podemos considerarla como un breve poema sinfónico avant la lettre que nos cuenta la historia del drama, si bien no de modo literal.
Y aquí es donde se puede rastrear el paso de la oscuridad a la luz: la obra comienza con una introducción lenta: sombríos y pesados acordes retratan la opresión que ejerce la corona española sobre la patria de Egmont; hay quien sugiere, y no parece descabellado, que el ritmo sugiere el de una zarabanda, una danza característica del gusto español de la época (de la época de Felipe II, no de la de Beethoven). Sumida en la oscuridad, la música va buscando su camino hasta la llegada de la sección principal rápida, escrita, como es habitual, en una sucinta forma sonata; el contraste de los dos temas principales, característico de dicha estructura, da la ocasión a Beethoven para contraponer el poderoso dinamismo del primero, que representa la decidida lucha del héroe, con la amenaza agresiva del segundo, que recupera, en un gesto de maestría, los acordes iniciales de la introducción.
La pieza se desarrolla sacando partido de este contraste hasta que, en un gesto casi descriptivo, los ominosos acordes que subrayan la opresión del poder van seguidos por un inesperado silencio que indica la muerte de Egmont, momento en que la oscuridad parece triunfar del modo más patente; sin embargo, pronto de la penumbra surge la luz: el martirio del héroe ha despertado la lucha por la libertad y la obra se encamina a un final triunfal de los más intensos que compuso Beethoven; se trata de la sinfonía de la victoria solicitada por Goethe, anunciada en la obertura y que se repite al final de la representación cuando ésta se realiza completa.
Tras este brillante inicio nos retiraremos a un territorio más sereno gracias al Concierto para piano nº 23 en La mayor de Mozart. En este caso, los contrastes luminosos no van a proceder de ninguna historia teatral; de ninguna historia, de hecho, salvo la de la propia música y el libre juego de sus temas. Nos encontramos, en efecto, ante una obra clásica y, por lo tanto, en ella se persigue la identificación de fondo y forma, algo que nunca ningún músico habrá logrado mejor que el genio de Salzburgo.
Eso sí: este concierto pertenece ya a su última etapa creativa y las obras de este período final, aparte de sugerirnos a dónde podría haber llegado el maestro si la vida le hubiera dado una prórroga, muestran ciertos rasgos que podría ser arriesgado calificar de prerrománticos, pero que indudablemente corresponden a un autor más maduro, capaz de adelantarse a su tiempo y aventurar, muy sutilmente, algunos caminos que ya no podrá recorrer él mismo. Tampoco, admitámoslo, es esto una rareza; la música del final del siglo XVIII ya anunciaba un cambio que la literatura estaba empezando a manifestar aún más claramente, y nuestro amigo Goethe era precisamente un buen ejemplo. Mozart no fue ajeno a corrientes que apuntaban a ello, como el famoso movimiento Sturm und Drang, que no es de aplicación en este caso (podríamos rastrearlo en el concierto número 20 y en la sinfonía número 25), o la Empfindsamkeit (que podemos traducir como, más o menos, sentimentalismo) nacida también en el ámbito literario pero con ecos en la pintura y en la música, pongamos por caso en la de los hijos de Johann Sebastian Bach, a uno de los cuales, Johann Christian, Mozart había conocido y frecuentado en Londres durante sus viajes de infancia y adolescencia como niño prodigio. Se trata, simplemente, de buscar un cauce de expresión, dentro aún de la comedida estética clásica, a los sentimientos que, en nombre de la contención iluminista y racionalista propia del Siglo de las Luces, habían permanecido ocultos o demasiado sujetos; piensen en una novela de Jane Austen y lo tienen.
Además, nuestro autor, en la época en la que se escribió esta obra (1786), estaba dedicado de manera prioritaria a la ópera (se encontraba en pleno proceso de creación de Las bodas de Fígaro) y esto indudablemente influye en su estilo, dotándolo, incluso en obras puramente instrumentales como ésta, de una expresividad más a flor de piel y salpicando las partituras de gestos siempre muy elegantemente emotivos. Los apreciaremos en el concierto, más tenues en sus movimientos rápidos, pero especialmente notables en el maravilloso adagio central (si me permiten la indiscreción, mi movimiento favorito de todos los conciertos de Mozart… y fíjense si hay joyas para elegir).
Son esas pinceladas levemente patéticas las que oscurecen por momentos la luminosa tonalidad del concierto, escrito en La mayor, y los que dotan al citado movimiento lento de su dulcísima y serena atmósfera melancólica, comparable a cualquiera de las mejores arias de las óperas contemporáneas del compositor (por ejemplo, Porgi amor, aria de la Condesa de Las bodas o, unos pocos años más tarde la bellísima Ach, ich fühl’s de Pamina en La flauta mágica).
No quiero, no obstante, centrar su atención sólo en el movimiento central. Los otros dos son igualmente magníficos. En un primer vistazo cumplen perfectamente con los estándares de los conciertos de la época; no deja de de ser una pieza concebida para agradar al público y asegurar al compositor e intérprete unos necesarios ingresos. Es uno de los conciertos que Mozart ofreció por suscripción en la primavera de 1786 (estrenado el 2 de marzo de ese año). La grandeza del autor estriba en la capacidad para moverse como pez en el agua en las bien organizadas estructuras clásicas y, sin descomponer el gesto, dotarlas de una expresividad asombrosa. Por ello es recomendable no dar la música por sabida, por mucho que la hayamos escuchado con frecuencia; poner toda la atención en ella como si fuera la primera vez. Así, nos volverá a maravillar la elegancia con la que casi se desliza el primer tema y con cuánto equilibrio nos conduce la música a través del chispeante puente hasta un memorable segundo tema, dulce y delicado. Fíjense en la deliciosa orquestación, otro elemento que, por consabido, puede pasarnos desapercibido; desde luego que los hallazgos extraordinarios de Strauss que escucharemos en la segunda parte son más espectaculares y nos dejan fácilmente con la boca abierta, pero es admirable cómo Mozart, con medios mucho más reducidos, introduce sutiles cambios de color sobre todo con los vientos, subrayando una u otra frase, transformándola levemente cuando se repite…
En este aspecto hay una interesante elección en esta obra: la de sustituir la habitual pareja de oboes por una de clarinetes. El timbre más oscuro y menos penetrante de éstos determina, aunque sea muy sutilmente, el carácter de todo el concierto. Lo que la orquestación puede perder en brillantez lo gana en calidez. Por eso, y quizá es sólo una impresión personal, hay muchos momentos en el primer movimiento en los que nos parece estar disfrutando de una pieza casi de cámara.
La presencia protagonista de los clarinetes y del resto de los vientos se aprecia especialmente en las intervenciones orquestales del ya citado segundo movimiento. Éste se inicia con el maravilloso solo del piano en forma de siciliana; no sé qué tiene este ritmo que ha producido algunos momentos inolvidables en la historia de la música (recuerden la siciliana en sol menor para flauta y clave de Bach o la de Pelléas et Melisande de Fauré, también con protagonismo de la flauta). Y son momentos, también éste de Mozart, asociados a una variante particularmente dulce y serena de la melancolía.
Escrita en la tonalidad poco común, pero coherente con la principal del concierto, de fa sostenido menor, levemente cromática para acentuar su controlada languidez, la primera intervención solitaria del piano concluye con un penoso ascenso al agudo y una caída desalentada. Es entonces cuando la orquesta completa interviene respondiendo al solista y pronunciando una hermosísima y emotiva frase basada en la repetición de un motivo descendente; si antes confesé mi aprecio por este movimiento es este momento musical el que más poderosamente me cautiva.
El diálogo entre solista y orquesta, subrayado siempre por el protagonismo de maderas y calurosamente arropado por cuerdas y trompas, continúa todo el movimiento; en su parte central se da el cambio de oscuridad a luz al que nos venimos refiriendo, pero la pieza concluye regresando a la dulcísima tristeza del inicio. Apetece evocar aquellos versos de Manuel Machado:
Me siento, a veces, triste
como una tarde del otoño viejo;
de saudades sin nombre,
de penas melancólicas tan lleno…
Nada que ver con el chispeante tercer movimiento, que cumple también con elegancia la función brillante y virtuosa del finale clásico pero también va más allá de ella; fíjense en la exposición orquestal al inicio en la que es posible disfrutar al máximo del chispeante ingenio de Mozart, multiplicado como en un caleidoscopio gracias a los juegos rítmicos de sincopas y acentuaciones, a los rápidos cambios de color que producen las ágiles intervenciones de los vientos y al intercambio de los temas entre unos y otros. Pero habrá lugar también para momentos melancólicos que, momentáneamente, oscurecen el paisaje. La intervención de la orquesta no es nunca meramente anecdótica, sino que ofrece la máxima riqueza y variedad, sin ocultar el protagonismo debido al solista, pero dialogando con él como en un juego camerístico. Una delicia, en suma, que merece que prestemos toda la atención para no correr el riesgo de disfrutarla sólo como música bonita o agradable. Es una pieza de la más delicada orfebrería y cada vez que la escuchemos descubriremos nuevos detalles.
Y de la joyería fina al colosal poema de Richard Strauss, Also sprach Zarathustra (Así habló Zarathustra), título, como saben, de un imponente libro de Friedrich Nietzsche, el filósofo más polémico de la historia (y probablemente de los más malinterpretados), contemporáneo del compositor y que aún vivía, aunque ya en pésimas condiciones, cuando la obra se creó en 1886.
¿Por dónde empezar? El texto original es ya casi inabarcable, no tanto por su gran extensión, sino por la complejidad de su interpretación; supone un resumen del pensamiento nietzscheano pero está escrito no como un texto filosófico técnico, sino en un estilo profundamente poético y simbólico, similar a los textos sagrados ancestrales; de ahí que Nietzsche escoja la figura de Zarathustra (Zoroastro), impulsor del zoroastrismo, antigua religión persa. Curiosamente, por su identificación con la sabiduría y su carácter solemne, es el mismo personaje cuyo nombre sirve de referente al Sarastro de La flauta mágica de Mozart.
Libro fascinante gracias al talento de Nietzsche como escritor, su lectura invita a la interpretación personal; se sitúa dentro de la gran crisis cultural de la modernidad a finales del siglo XIX y principios del XX, marcada por las figuras del propio Nietzsche, Freud y Marx y, a grandes rasgos, la tesis del filósofo es la necesidad de abrazar la vida con cuanto tiene de maravilloso y de doloroso en vez de huir del mundo para refugiarse en la esperanza de una vida posterior. Proclamar la muerte de Dios supone afirmar la lucha del hombre por asumirse a sí mismo y a su naturaleza, transvalorando así todos los valores; frente a un mundo indiferente que se resiste a los esfuerzos de comprensión de la religión, la metafísica y la ciencia y debe ser simplemente afirmado.
Si quieren saber más, hay muchísimo que leer al respecto, pero aquí no tenemos lugar para profundizar; por otro lado, cuando Strauss, impresionado como muchos de sus contemporáneos por el libro, se planteó este abordaje sinfónico, afirmó no querer seguir estrictamente su estructura (habría sido una tarea titánica y habría dado para horas de música), sino basarse libremente en él apoyándose en su lenguaje poético y más en las sugerencias simbólicas y estéticas de algunas de sus secciones, cuyos títulos corresponden a las diferentes partes de la obra. No obstante, el compositor mostró un buen conocimiento del texto y muchas de sus sugerencias musicales, si bien muy abstractas e imposibles de casar directamente con las palabras de Nietzsche, encajan muy bien con el espíritu de la obra.
Y es que, cuando abordó su composición, el autor muniqués, con poco más de treinta años, estaba ya en lo más alto de su carrera: había asumido como nadie la herencia de Wagner; su arrolladora maestría orquestal (como compositor y como director) asombraba al público con cada nueva obra, para lo cual había adoptado prioritariamente el género rey de la música programática: el poema sinfónico desarrollado por Liszt y al que él prefería llamar Tonpoem (poema tonal o sonoro). Disponía de una impresionante imaginación sonora y de una técnica de orquestación magnífica que le permitía crear efectos tan inolvidables como el inicio de esta obra, un verdadero hallazgo que prácticamente todo el mundo conoce, y no sólo por su consagración en 2001 de Kubrick sino por su estremecedora fuerza expresiva.
Eran las cualidades perfectas para acercarse a un tema tan complejo pero a la vez tan sugerente como el libro de Nietzsche. Anunció por carta su intención a Cósima, la viuda de Wagner e hija de Liszt, y se puso en marcha; la mayor parte del trabajo la hizo durante el verano de 1886 mientras estaba de vacaciones en las Dolomitas; el titánico paisaje alpino seguro que no es ajeno a la radiante inspiración de Strauss, quien tan a gusto se sintió siempre en ese entorno.
No tendría mucho sentido detenerse a comentar cada una de las secciones de la pieza con detalle como si fueran trasuntos de las intuiciones de Nietzsche, primero porque estas notas se harían eternas (si no lo son ya, que me conozco…); segundo porque, como hemos visto, no era la intención del autor realizar esa traducción musical directa; tercero y último porque les estorbaría más que otra cosa durante la audición, que forzosamente se vería sometida a un antinatural corsé interpretativo. Pero sí les invito a hacer la experiencia, tranquilos en casa, de seguir el desarrollo de la obra con una buena guía. Aquí tienen una de la orquesta de Houston que, eso sí, está en inglés, pero es estupenda: houstonsymphony.org/strauss-zarathustra
Sobrevolemos más ampliamente la pieza. Desde luego que el brillante comienzo la marca completamente: el celebérrimo tema de la trompeta con ascenso de quinta y luego de cuarta hasta la octava (en música cinco más cuatro son ocho) representa el insondable enigma de la naturaleza que se presenta en un espectacular amanecer (el texto de Nietzsche lo hace igualmente), paso de la oscuridad a la luz que se representa con los acordes que pasan de modo mayor a modo menor y viceversa hasta alcanzar uno de los momentos climáticos más grandiosos de la historia de la música.
El tema de la naturaleza se va a ir presentando con frecuencia en el resto del desarrollo de la pieza, en la que Strauss hace gala de todos sus recursos como músico, derrochados a manos llenas: pasajes de profunda oscuridad, otros de turbulencia rítmica y armónica tremenda, otros de intenso apasionamiento… empleo de cada sección instrumental y de cada instrumento con papel casi de solista (y de gran dificultad), modulaciones arriesgadas y una variedad de géneros extraordinaria, que va desde la fuga de la sección Von der Wissenschaft (De la ciencia), señalando el esfuerzo intelectual frustrado por resolver el enigma del mundo, hasta un despreocupado vals bávaro (no vienés) en la sección Das Tanzlied (La canción para bailar), en la que se alude al carácter alegre y a la defensa de la ligereza que Nietzsche atribuye al danzarín Zarathustra. Hay también un precioso himno religioso confiado a las cuerdas en la segunda sección: Von den Hinterweltlern, que retrata la búsqueda de los hombres de un mundo detrás (Hinterwelt, término nietzscheano) ante la abrumadora presencia del sufrimiento y la muerte. Pero el tema inicial siempre se presenta para frustrar estos intentos de buscar sentido (los de la religión y los de la ciencia) y determina los momentos más poderosos de la estructura, con la gran orquesta sonando a plena intensidad. Así se representan el gran deseo y las alegrías y pasiones de la vida, que son las secciones más agitadas. También se escucha a veces un tema casi cómico que corresponde a la carcajada de Zarathustra: la risotada que marca su abandono a la alegría de la vida y el dejar atrás las aspiraciones de ir más allá de ella.
El final, sin embargo, nos sorprende a medianoche (otra vez de la luz a la oscuridad). La última sección, Das Nachtwanderlied (La canción del caminar nocturno) se va disolviendo en la oscuridad y termina con una sorprendente disonancia entre el acorde de Sí mayor en los metales (representando, según explicó el propio compositor, la aspiración metafísica del hombre) que no consigue imponerse al profundo pedal en Do en la cuerda grave que simboliza de nuevo la naturaleza y el ser natural del hombre. La disonancia persiste, por lo tanto, de modo que el enigma planteado al inicio queda sin resolver. Desde luego, aunque no quisiera ser literal, algo sabía Strauss de la filosofía de Nietzsche.
Ha sido un repaso rápido y desordenado, pero espero que les proporcione una idea para escuchar la obra ahora ya libremente; no les dejará indiferentes porque su variedad y sus poderosos contrastes nos van zarandeando continuamente con la habilidad de los grandes maestros que dominan sus medios expresivos tan extremadamente como Richard Strauss.
Así son las músicas de esta noche: pura emoción y belleza libre de aditivos. Que no nos engañen: un giro armónico en la sutil trama de un concierto de Mozart es más poderoso que muchos abrumadores movimientos escénicos; un silencio de Beethoven más estremecedor que un atronador estrépito amplificado por inmensos altavoces; un coral de metales de Strauss más grandioso que hipnóticos chorros de luces aturdiéndonos desde todos lados. Disfrútenlo (y disculpen si me he puesto un poco apocalíptico, como diría Umberto Eco, pero a veces hay que dejar sólo un poco de lado la corrección en aras de la sinceridad).
Iñaki Moreno Navarro
Jonathan Mamora.
Piano
Primer premio del Concurso Internacional de Música María Canals 2023
El pianista y educador Jonathan Mamora se esfuerza por elevar e influir positivamente en los demás mediante la música como servicio. Mamora, indonesio-estadounidense y natural del sur de California, ha sido pianista y organista de iglesia, como lógica consecuencia de que sus padres le inscribieran en clases de piano con el fin de convertirle en músico de iglesia. Su objetivo es utilizar la música como servicio no sólo en la iglesia, sino también en la comunidad a través de los hogares, las escuelas, los centros comunitarios y las salas de conciertos.
Aclamado por su «pianismo más seguro», su «lirismo natural y canoro» y su «virtuosismo» (The Dallas Morning News), Mamora ha actuado en Norteamérica, Sudamérica, Europa y Asia, y ha sido galardonado en varios concursos de piano, el último de los cuales ha sido el primer premio del Concurso Internacional de Piano de Escocia, Concurs Internacional de Música Maria Canals Barcelona, Concurso Internacional de Piano Olga Kern, Concurso Internacional de Piano de Amberes, Concurso Internacional de Piano de Dallas y Concurso Internacional de Piano de Palm Springs, así como los primeros premios del Concurso Internacional de Piano de Cleveland, el Concurso Internacional «Classic Piano» y el Concurso Internacional de Piano Wideman. Debutó como concertista a los 13 años con la La Sierra University Orchestra interpretando el Concierto nº 3 para piano de Beethoven, y desde entonces ha actuado con orquestas como la Royal Scottish National Orchestra, Orquesta Sinfónica de Madrid, New Mexico Philharmonic, Simfònica Sant Cugat, Dallas Chamber Symphony, Jove Orquestra Nacional de Catalunya, Eastman Philharmonia and Wind Ensemble, Waring Festival Orchestra y Coachella Valley Symphony, entre otras. Mamora tiene una serie de próximos compromisos como solista y concertista en Estados Unidos, Europa y África, así como próximos proyectos de grabación. Tal y como se describe en una reseña de su debut en el Carnegie Hall en 2023, «Jonathan Mamora es lo que podríamos llamar un «gran» pianista, en el mejor sentido del término… [su] forma de tocar es más grande que la propia vida. Quizá no sorprenda tratándose de un ganador de varios concursos, pero posee una técnica tan sólida que a veces parece que no podría tocar una nota mal aunque lo intentara. Además de esa solidez, deslumbra, con dedos rapidísimos y una enciclopédica gama de dinámicas y articulaciones» (New York Concert Review).
Mamora ha sido músico de Iglesia gran parte de su vida, y más recientemente Director Musical y Organista de la St. John’s Episcopal Church in Clifton Springs, Nueva York . A menudo actúa como pianista con vocalistas, instrumentistas, conjuntos y coros, y ha recibido el premio Eastman Excellence in Accompanying Award. Además de tocar el piano y el órgano, también ha actuado como percusionista, vocalista, teclista (clave, fortepiano) y director de orquesta.
Mamora considera la educación como una herramienta importante en la creación musical. Anteriormente ha impartido clases de piano y teoría musical/formación auditiva para diversas instituciones, entre ellas la Eastman School of Music y The Juilliard School, y ha dirigido clases magistrales y lecciones en Estados Unidos, el Caribe, Sudamérica y Europa. En la actualidad es Profesor Asistente de Música y Director de Estudios de Teclado y Teoría en la Southwestern Adventist University de Keene, Texas.
Mamora es candidato al Doctorado en Artes Musicales en Interpretación y Literatura Pianística por la Eastman School of Music bajo la tutela de Douglas Humpherys, de quien fue asistente de estudio. Se licenció en Música por la La Sierra University y obtuvo un máster en Música por la Juilliard School. Entre sus profesores anteriores se encuentran Elvin Rodríguez y Hung-Kuan Chen.
Pablo González.
Director
Reconocido como uno de los directores más versátiles y apasionados de su generación, Pablo González nació en Oviedo y estudió en la Guildhall School of Music & Drama de Londres. Obtuvo el Primer Premio en el Concurso Internacional de Dirección de Cadaqués y en el “Donatella Flick”. Desde 2018 hasta la temporada 2022-23, ha sido Director Titular de la Orquesta Sinfónica RTVE y asesor artístico de la Orquesta Sinfónica y Coro RTVE y, anteriormente Director Titular de la Orquestra Simfònica de Barcelona i Nacional de Catalunya (OBC) y Principal Director Invitado de la Orquesta Ciudad de Granada.
Pablo González ha dirigido importantes formaciones incluyendo: Deutsche Kammerphilharmonie Bremen, Netherlands Philharmonic Orchestra, London Symphony Orchestra, Scottish Chamber Orchestra, BBC National Orchestra of Wales, Royal Philharmonic Orchestra, Warsaw Philharmonic, Orchestre Philharmonique de Liège, NHK Orchestra (Japón), Orquesta Sinfónica Nacional de México, Kyoto Symphony Orchestra, así como las principales orquestas españolas.
Como director de ópera, destaca la dirección de Don Giovanni y L’elisir d’amore en dos exitosos Glyndebourne Tours, Carmen (Quincena Musical de San Sebastián), Una voce in off, La voix humaine, Die Zauberflöte, Daphne y Rienzi en el Gran Teatre del Liceu (Barcelona) y Madama Butterfly (Ópera de Oviedo).
Entre sus recientes y próximos compromisos destacan sus apariciones con Orchestre Philhar-monique de Strasbourg, Real Filharmonía de Galicia, Orquesta de Córdoba, Bilbao Orkestra Sinfonikoa, Orquesta Simfònica Illes Balears, Orquesta Sinfónica de Navarra, Dresdner Phil-harmonie, Staatsorchester Stuttgart, Euskadiko Orkestra (Basque National Orquestra) & Orfeón Donostiarra y Orquesta Sinfónica de Tenerife, entre otras.
Ha colaborado con solistas como Maxim Vengerov, Nikolai Lugansky, Javier Perianes, Khatia Buniatishvili, Beatrice Rana, Renaud Capuçon, Gautier Capuçon, Sol Gabetta, Anne-Sophie Mutter, Isabelle Faust, Frank Peter Zimmermann, Arcadi Volodos, Viktoria Mullova, Johannes Moser, Truls Mork y Viviane Hagner.
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