Conciertos

Beethoven y el Doctor Atomic


Palacio Euskalduna.   19:30 h.

John Adams revitalizó la ópera, devolviendo a la escena las noticias que habían sido historia reciente en las portadas de los periódicos. Doctor Atomic recrea el clima de tensión que rodeó a los primeros ensayos de la bomba atómica, y se adelantó a la hora de elevar a Oppenheimer a la altura de héroe trágico. Su música tuvo tal potencia que Adams creó una sinfonía sobre ella, a la que sucede en el programa el luminoso concierto de violín de Beethoven, una música sanadora en las manos del estupendo Khachatryan.

Joana Carneiro, directora
Sergey Khachatryan, violín


I

SAMUEL BARBER (1910 – 1981)

Adagio para cuerdas

JOHN ADAMS (1947)

Doctor Atomic Symphony*

The Laboratory – Panic – Trinity

II

LUDWIG VAN BEETHOVEN (1770 – 1827)

Concierto para violín y orquesta en Re Mayor Op. 61

I. Allegro ma non troppo
II. Larghetto. (attacca)
III. Rondo. Allegro

Sergey Khachatryan, violín

*Primera vez por la BOS
Dur: 105’ (aprox.)

FECHAS

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Viejo y nuevo mundo

América y Europa protagonizan este concierto en un diálogo de varias capas. Si Beethoven es una de las grandes figuras de la cultura europea, John Adams es un músico ya de larga trayectoria que representa la quintaesencia de la música norteamericana de las últimas décadas. Pero en esta ocasión viene a contarnos la historia de Robert Oppenheimer, el Doctor Atómico, hijo de inmigrantes judíos alemanes, como tantas personas que hicieron ese tránsito del Atlántico, que se convirtió en una personalidad tan polémicamente destacada por su participación esencial en el desarrollo de la bomba atómica, el arma que llevó a los Estados Unidos a la victoria final en la Segunda Guerra Mundial y aseguró así al nuevo mundo su estatus de principal potencia mundial. Entre ambos se encuentra Samuel Barber, el más europeo de los compositores estadounidenses del siglo XX, formado en este lado del mundo y residente en la costa oeste de su país, la zona igualmente más cercana al espíritu de la vieja Europa.

Pocas concomitancias más encontraremos entre las tres obras que componen el programa. Conformémonos, pues, con ese marco general que las sitúa en un diálogo entre las dos orillas del Atlántico Norte. Por lo demás se trata de piezas muy diferentes entre sí y, por ello, contando de antemano con su amable licencia, me voy a permitir abordarlas no en el orden en el que serán interpretadas, sino en secuencia cronológica; creo que de este modo se comprenderá mejor el discurso, ya que la lógica a la que obedece la programación del concierto puede ser distinta de la que guía estas notas. En todo caso, si quieren seguir el programa por su orden sólo tienen que saltarse ahora los párrafos destinados a comentar el concierto de Beethoven y volver sobre ellos antes de la segunda parte, aprovechando el descanso.

Vamos pues, primero, con una obra absolutamente clásica, un acierto seguro en cualquier programa y un favorito del público. ¿Hay algo de malo en esto? Absolutamente nada. Si los clásicos lo son es por algo: es porque han merecido, gracias a su calidad y significatividad, convertirse en modelos para las obras posteriores y en referencias a las que volver una y otra vez para disfrutar de esa solidez que no pasa nunca.

Beethoven siempre vive en esa paradójica línea que separa lo clásico de lo revolucionario. Formado en la ilustrada ciudad de Bonn cuando el siglo XVIII aún tenía muchas cosas que decir, fueron los valores clásicos los que retuvo hasta el final en su corazón de artista por mucho que su trabajo fuese indudablemente rompedor e inaugurase una nueva era en la historia de la música. Al mismo tiempo, las ideas del Iluminismo, transmitidas por su maestro Neefe (un illuminati pero de los de verdad; no los de las películas) y nunca olvidadas fueron las mismas que condujeron a los procesos revolucionarios que tan fuertemente resonaron en la vida del músico. Hasta en sus últimas obras (la Novena Sinfonía, la Missa Solemnis) la fraternidad humana sigue funcionando como lema e impulso.

En esta ocasión, nos encontramos con una obra luminosamente clásica también en cuanto a su estilo, aunque cuidado: no olvidemos que Beethoven la inicia con cuatro golpes de timbal… en 1806. ¿A quién se le ocurre? Pues a Beethoven… ¿a quién si no?

Pero sí: aparte de esas geniales extravagancias, el concierto para violín es una de las creaciones más serenas y olímpicas del compositor, llena de melodías de una elegancia extraordinaria, quizá propiciadas por la propia personalidad del instrumento protagonista, tan capaz de dibujar esas hermosas cantilenas líricas o de saltar con gracia por las agilidades del finale. Todo dentro de una cierta contención expresiva (dentro de los parámetros del autor) muy afín al estilo dieciochesco del que provenía Beethoven. Lo curioso es que en esas mismas fechas otras obras estaban poniendo patas arriba las mismas ideas. Un año antes la tercera sinfonía había anunciado al mundo que se avecinaba un cataclismo en la historia del arte y dos años después la quinta lo certificó.

Pero se ve que transformar la historia cansa y de vez en cuando hay que tomarse un respiro. Así que en 1806 el maestro abordó este concierto y también la cuarta sinfonía, que comparte en cierto modo la misma claridad y serena alegría. Claro que esto no significa que vayamos a escuchar un concierto de Haydn; los grandes artistas se definen por su personalidad e, incluso cuando no se expresan con toda la intensidad de sus gestos, mantienen vivo su carácter distintivo, que se aprecia en muchos de los materiales con los que está fabricado este bellísimo concierto.

Para empezar, el primer movimiento dura nada menos que veinticinco minutos; aquí cabe holgadamente un concierto entero del siglo anterior. Beethoven nunca tuvo inconveniente en expandir las formas cuando sus necesidades expresivas se lo hacían necesario. Así, esta primera parte de la obra realmente necesita respirar largamente para permitir que sus melodías alcancen el desarrollo necesario; para dar al solista oportunidades de exprimir la belleza de sus intervenciones y extasiarse a veces en pasajes ornamentales; pero también para ofrecer a la orquesta amplias ocasiones de lucimiento: por ejemplo en la exposición inicial o en el largo pasaje con el que se inicia el desarrollo en el centro del movimiento. ¿Quizá estaba el compositor combinando imaginativamente la estructura propia de su época (la forma sonata) con los ritornellos de los conciertos de final del barroco (pasajes de tutti orquestal que vuelven, variándolo, sobre el tema principal)?

Es en esas intervenciones orquestales donde podemos encontrar más gestos dramáticos, especialmente en el contraste entre el apacible tema inicial, punteado con elegancia por los timbales, y el brusco puente que lo interrumpe para dar paso después al finísimo segundo tema. Y la sección central de desarrollo, por supuesto, permite satisfacer el instinto del autor para los contrastes, oscureciendo a veces la armonía y modulando a tonalidades lejanas. La reexposición, por su parte, recupera los materiales anteriores pero dando al solista la oportunidad de sobrevolarlos exhibiendo sus capacidades virtuosísticas, si bien no diríamos que este concierto muestre dificultades diabólicas, sino que el mérito del intérprete radica más en otros aspectos no menos complejos, como la capacidad para el canto lírico y expresivo que le ofrece la partitura. Es la cadenza, claro (ese momento hacia el final del movimiento en el que el violinista se queda solo y ejecuta una serie de piruetas de carácter improvisatorio tomando como base los materiales anteriores), la ocasión de más destacado lucimiento: agilidades, saltos, dobles cuerdas… De hecho, muchos destacados violinstas han escrito cadenzas alternativas para esta obra.

Después de este amplísimo movimiento inicial, ¡qué bien sienta el plácido comienzo del larghetto, cálidamente cantado por la cuerda! El tema inicial responde a las proporciones y el equilibrio de las melodías clásicas y está suavemente intercalado de pequeñas interrupciones como para tomar aliento. Con el mismo espíritu pacífico, el violín se sobrepone a la repetición de la melodía con suaves arpegios. Salvo por una intervención más poderosa de la orquesta que repite el tema de modo más intenso, el resto del movimiento se desarrolla en una maravillosa paz, dominada por el lírico canto del solista.

Pero es especialidad de Casa Beethoven no dejarnos mucho tiempo de reposo; una brusca interrupción de la orquesta y una rápida cadenza del violín condicen sin interrupción al célebre rondó final, cuyo tema recurrente, como tantos otros del autor, alcanza un difícil equilibrio entre sencillez e interés. No podría ser, en efecto, más simple: evoca una melodía de trompas de caza, lo cual quiere decir, indefectiblemente, que pivota sobre las notas básicas del acorde de la tonalidad, dado que esos temas provienen de las muy simples llamadas de instrumentos mucho menos desarrollados que las modernas trompas. Es además un tema perfectamente cuadrado, simétrico y dirigido con seguridad por los mecanismos armónicos más básicos: de la tónica a la dominante y de la dominante a la tónica, en una típica estructura de pregunta y respuesta. Sin embargo, de este sencillísimo material, la alquimia creativa del maestro es capaz de extraer oro; eso sí: al solista esa mágica transformación le costará algunos desvelos pues, como corresponde, este tercer movimiento es el más exigente y virtuoso. Pero no teman: las agilidades no se volverán circenses y el virtuosismo no se tornará exhibicionismo; el lucimiento no ahogará la gracia de esta música pimpante que no pierde nunca la elegancia. Alguno de los episodios entre las repeticiones del tema oscurecen un poco el panorama para ofrecernos variedad en el camino hacia la cadenza final y la amplia coda con la que concluye la obra.

Y aquí es donde pueden empezar a leer quienes hayan preferido seguir el orden de interpretación en lugar del cronológico, puesto que saltamos el océano para encontrarnos con la obra que abre el programa. Su autor, Samuel Barber, hizo también ese viaje de ida y vuelta. Se educó musicalmente en Europa después de sus inicios y lo hizo en una época brillante de la historia de la música europea, pudiendo encontrarse con muchos artistas que más tarde emigraron ellos mismos a Estados Unidos cuando llegó la Segunda Guerra Mundial.

En Roma Barber conoció a otro gran músico que sería su pareja para (casi) el resto de su vida, Gian Carlo Menotti. El hogar de ambos en la costa este estadounidense se haría famoso: Capricorn, una casa mirando al Atlántico que fue durante años escenario de interesantes encuentros musicales.

De nuestro lado del mar, al que siguió mirando siempre, Barber se llevó unas cuantas influencias que irían floreciendo en su trabajo y, en conjunto, un modo de hacer música cercano al estilo postromántico europeo que lo mantuvo casi siempre más alejado de las bases musicales puramente americanas que otros autores de su generación como Aaron Copland, lo que no le impidió gozar de aprecio entre el público.

Después de un primer éxito juvenil que la BOS nos ofreció recientemente (la obertura The School for scandal) y de los años de formación europea, ya de vuelta en su país, Barber se encontró con una magnífica oportunidad cuando, en 1936, presentó a Arturo Toscanini, el legendario director de la Scala de Milán, radicado por entonces en Nueva York, la partitura del segundo movimiento de su cuarteto para cuerdas op. 11 que él mismo había arreglado para orquesta de cuerdas. El maestro se la devolvió, lo que indignó al joven músico, pero resulta que el gigante italiano ya había decidido estrenar la obra; lo que pasaba era que no le hacía falta conservar los papeles… ya se la había aprendido de memoria (consulten por ahí; hay divertidas anécdotas sobre la prodigiosa memoria de Toscanini).

Curiosamente el estreno no tuvo lugar en ningún teatro ni auditorio; aquí está el espíritu moderno del nuevo mundo; la primera interpretación se hizo en un estudio de radio, el de la NBC de Nueva York, con la orquesta de la propia emisora, y se transmitió por ese medio al público de Estados Unidos, alcanzando una repercusión inmediata.

Se trata de una música extraordinariamente evocadora, capaz de sugerir imágenes y sentimientos que podrán ser muy distintos en cada espectador, dado que se trata de música no programática, que no depende de ninguna excusa extramusical. Desde luego que serán a buen seguro imágenes que tengan que ver con el desaliento, la tristeza, la desolación… Si me permiten decirles lo que a mí me evoca esta pieza (si no quieren sentirse condicionados por ello, sáltense la siguiente frase) siempre he creído ver la imagen de un campo después de una batalla, quizá una de las más desoladoras imágenes que podamos imaginar. Por supuesto que hay razones musicales que lo explican; tal es el modo expresivo de la obra.

Toda ella es el desarrollo de un solo tema, sinuoso y cromático, que va ascendiendo en costosas espirales, como sintiendo el peso de elevarse muy poco a poco, dolorosamente. Pero tras cada frase vuelve a caer al inicio con desánimo. En el momento culminante de la pieza, cuando la música reúne toda su fuerza en un dramático ascenso hasta el registro más agudo de las cuerdas, aumentando también la intensidad de la expresión, no encuentra en la cumbre reposo o luz, sino un acorde tenso y casi trágico; para después de nuevo caer y, alternado el sonido con el silencio, encaminarse a una conclusión triste sin concesiones.

El tipo de sonido que pueden producir las cuerdas, rico en vibración y color, permite acentuar tanto la melancólica calidez de los pasajes más serenos como el dramatismo de los más intensos. Si Barber ha de ser uno de esos grandes músicos recordados sólo por una o unas pocas obras de su catálogo, bien está que ésta sea una de ellas. En su relativa sencillez es de una expresividad fabulosa y no resulta extraño que conquistase al público desde el primer momento.

La última obra del programa nos lleva, esta vez sí, plenamente al sonido del Nuevo Mundo. John Adams, nacido en 1947, habitante, por lo tanto, de este extraño presente nuestro, contemporáneo en el sentido estricto de la palabra, representa perfectamente el eclecticismo propio de la cultura norteamericana; cultura de aluvión, hecha de los retazos de muchas otras culturas, ansiosa de modernidad, rabiosamente joven, iconoclasta a veces, pero al mismo tiempo fundamentada en muchas ideas antes experimentadas en el viejo mundo al que mira con una mezcla de fascinación y displicencia.

Adams, educado en la costa este de los Estados Unidos, el lugar de nacimiento y residencia de Samuel Barber, nuestro anterior protagonista, no se mantuvo, sin embargo, fiel a ésta. Después de su educación bostoniana, en lugar de acudir a completar sus estudios a Europa, tomó un avión hacia el otro extremo del país, California, y pasó allí años de intenso aprendizaje como jovencísimo profesor en el Conservatorio de San Francisco durante los años 70. Esto marca su diferencia fundamental con el vínculo que Barber mantuvo con la tradición europea. Por el contrario, Adams abrazó decididamente la personalidad propia de la música norteamericana y experimentó hasta encontrar su propio lenguaje sin sentirse atado a ninguna forma preconcebida.

El primer elemento que definió su estilo fue el minimalismo, tendencia en boga en aquellas décadas en todos los campos artísticos y que en el de la música se traduce en la repetición de células rítmicas o melódicas breves con variaciones paulatinas que producen una impresión hipnótica. No obstante, se diferenció en la aplicación de esta fórmula de los grandes representantes de este tipo de música y así trató de evitar tanto la elaboración mecánica de las obras de Steve Reich como el aire a veces místico de las de Philip Glass, cercano a influencias filosóficas orientales. El minimalismo de Adams resulta radiante y despreocupado en obras características como Shaker Loops y al mismo tiempo expresivo y cargado de sentido como en Phrigyan gates, ambas piezas de los años 70 que dieron a conocer al maestro.

Pero pronto se hizo evidente que la formula minimalista no sería suficiente para identificar el ansia de experimentación de un músico muy inquieto y particularmente omnívoro que lo mismo introducía en sus creaciones referencias directas a la música pop como a sus admirados Charles Ives y John Cage, paradigmas de la más avanzada vanguardia musical (y casi filosófica) de los Estados Unidos. Sin renunciar nunca a esa tendencia a trabajar sobre fórmulas repetidas y variadas, introdujo poco a poco en su paleta sonora elementos de la más cercana actualidad, como el sonido de los sintetizadores, al mismo tiempo que se movía con la misma soltura tanto en armonías plenamente tonales como en viajes hacia lo atonal (aunque huyendo siempre de las complejas aventuras seriales que caracterizaban a la vanguardia radical europea tras la Segunda Guerra Mundial).

Resultado de su interés por reflejar en su música el mundo actual, Adams se introdujo en el mundo de la ópera en colaboración con el escenógrafo Peter Sellars, con quien colaboro para crear Nixon in China (1987), una sorprendente pieza basada en el encuentro del presidente Richard Nixon con Mao Tse-Tung; soprendente no sólo por el tema en sí mismo, sino también por el curioso enfoque, no tanto político sino más bien íntimo, con el que la libretista Alice Goodman y el músico se aproximan a los personajes. La colaboración con Sellars tuvo como resultado otras óperas igualmente extrañas pero muy interesantes: La muerte de Klinghoffer (1991), con libreto del propio Sellars, que se sitúa en el secuestro del crucero Achille Lauro, ocurrido sólo seis años antes, y que fue objeto de una fuerte polémica; y la obra que nos ocupa: Doctor Atomic, de 2005.

En esta ocasión el protagonista de la trama es el físico Robert Oppenheimer y quienes le acompañaron en las pruebas de 1945 para crear la primera bomba atómica que poco después destruiría Hiroshima Y Nagasaki. Sellars y Adams se centran nuevamente en la peripecia humana más que en la situación histórica y retratan con estilo vibrante la angustia de los personajes, acosados por su fuerte responsabilidad tanto ante la importancia decisiva de su tarea para los fines militares como ante las previsibles consecuencias catastróficas de su acción.

Si en la temporada anterior de nuestra orquesta pudimos disfrutar del John Adams más rutilante y festivo con Short ride in a fast machine, obra plenamente minimalista, en esta ocasión nos encontraremos con una música profundamente inquietante, angustiosa por momentos. Una obra profundamente expresiva, construida sobre la reiteración de ciertas células sobre todo rítmicas, lo cual responde, en efecto, al estilo característico del autor, pero que al mismo tiempo va mucho más allá de una fórmula simple, dada la extraordinaria complejidad de sus armonías, que la mayor parte del tiempo no nos permiten hacer pie en un campo tonal determinado, además de la tremenda energía de su proceso rítmico, tremendamente agitado por momentos.

Lo que vamos a escuchar es una síntesis instrumental de la ópera, elaborada en 2007, poco después del estreno de la misma, que recoge algunos temas de la obertura y los dos actos del original eliminando o sustituyendo las voces para poder ser interpretada al modo de una compacta sinfonía en un solo movimiento y dividida en tres partes irregulares tituladas El laboratorio (una breve introducción), Pánico (que ocupa la mayor parte de la obra) y Trinidad (la parte más significativa que condensa el sentido de la pieza).

El laboratorio se inicia en un ambiente atronador punteado por siniestros golpes de timbal y con devastadoras fanfarrias de metales que revelan el lado más vanguardista de John Adams, cercano a las influencias de músicos decisivos para el panorama estadounidense como Edgar Varése. Un pasaje más tranquilo pero muy inquietante conduce rápidamente a la sección central, Pánico, donde se despliega el estilo más característico del autor. Células de una enorme agitación se desarrollan en las cuerdas provocando casi angustia mientas los metales emiten acordes desesperados. A lo largo de esta parte se desarrollan otros episodios igualmente cargados de ansiedad que demuestran que el minimalismo, que opera con la repetición variada de fragmentos rítmicos y melódicos, puede estar muy lejos de ser una simple fórmula mecánica y, en las manos adecuadas, adquirir una enorme potencia expresiva. La música se basa aquí en los pasajes del acto segundo de la ópera en los que los personajes viven con pánico la tormenta eléctrica que se desata poco antes de realizar la prueba de explosión de la bomba, amenazando el éxito de la misma. Ya sea en los momentos de más furia como en los menos agitados, las diferentes variedades del miedo, la ansiedad, la angustia… se expresan con enorme viveza.

La tercera parte, pese a ocupar menos espacio, resulta el punto más significativo de la obra; es la transcripción instrumental del aria de Oppenheimer con la que se cierra el primer acto. Les recomiendo vivamente que la escuchen cuando tengan un rato en su versión vocal, especialmente la del extraordinario cantante que estrenó la obra, el barítono Gerald Finley, fácil de encontrar en una rápida investigación en Youtube, por ejemplo. El texto original lo tomaron los autores de un soneto de John Donne (sí; el de “por quién doblan las campanas”): Batter my heart, three-personn’d God, es decir, algo así como apalea mi corazón, Dios de tres personas (de ahí el título Trinidad en la tercera sección), un texto impresionante en el que el poeta se debate entre su deseo de amar a Dios y sus debilidades y contradicciones humanas y suplica al Todopoderoso que lo golpee, que lo fuerce, que lo cautive. Con estas palabras quisieron los autores expresar la angustia personal del protagonista de la obra, de Oppenheimer enfrentado a la magnitud de su trabajo y las consecuencias del mismo. Para la sinfonía Adams transcribe el aria encomendando a la trompeta la parte del barítono solista. El resultado es una melodía aparentemente desolada pero aun así tensa, oscura, de inequívoco sabor americano (si me permiten, a mí me recuerda al ambiente de los cuadros de Edward Hopper, cargados de soledad y con ese aire misteriosamente amenazante). Todo concluye en un nuevo estallido que cierra la obra.

No es una obra pacífica, sino áspera a veces, violenta o angustiosa pero ¿cómo habría de ser una reflexión sobre la creación de la bomba atómica? En la segunda parte del concierto, Beethoven nos devolverá la serenidad, pero es cierto que la música es tan rica que puede también llevarnos a la desolación o a la ansiedad como en las dos obras de la primera parte. Y esto también merece la pena experimentarlo, pues de todo ello está también hecha la aventura humana.

Disfruten de este viaje de ida y vuelta de una a otra orilla del Atlántico experimentando toda esta gran variedad de estados de ánimo que la música nos regala.

Iñaki Moreno Navarro


Sergey Khachatryan.

Violín

Nacido en Ereván, Armenia, Sergey Khachatryan ganó el primer premio en el VIII Concurso Internacional Jean Sibelius de Helsinki en el 2000, convirtiéndose así en el ganador más joven de la historia de este concurso. En 2005 obtuvo el primer premio en el Concurso Queen Elisabeth de Bruselas.

En la pasada temporada, la presencia internacional de Sergey lo llevó a actuar con la Dresdner Philharmonie (Emmanuel Tjeknavorian), la Orquesta Sinfónica Nacional de Corea (Oksana Lyniv), la Orquesta del Ulster (Daniele Rustioni), la Orchestre National de Belgique (Michael Schønwandt), la Sinfónica de Queensland (Otto Tausk), o la Auckland Philharmonia (Chloé van Soeterstède), y una gran gira norteamericana con la Filarmónica Nacional de Armenia – entre los que se encontraban las grandes salas de Roy Thomson Hall de Toronto, la Maison Symphonique de Montreal y el Carnegie Hall de Nueva York.

En esta temporada 24/25, Sergey volverá o hará su debut en orquestas como la Orchestra Accademia Santa Cecilia (Myung-Whum Chung), la Orchestra Sinfonica Nazionale della Rai (Cristian Macelaru), la Mozarteum Orchester Salzsburg (Han Na), o las orquestas de San Diego Symphony Orchestra and Orchestre Symphonique de Montréal con Rafael Payare. En España, lo hará con la Orquesta Sinfónica de Galicia (Anja Bihmaier), la Orquesta Sinfónica de Bilbao (Joana Carneiro), la Orquesta Sinfónica de Barcelona (Ludovic Morlot), o la Orquesta de Valencia con Alexander Liebreich.

En marzo de 2024, Sergey lanzó su último CD en el ha grabado las 6 sonatas de Ysaÿe. Lo que hace especial este proyecto es que están grabadas con el Guarneri del Gesù «Ysaÿe» de 1740, el propio instrumento del compositor y violinista.


Joana Carneiro.

Directora

Joana está muy solicitada en todo el mundo, especialmente por su trabajo en la música contemporánea, tanto en la sala de conciertos como en el escenario de la ópera. Recientemente regresó al Coliseum de Londres con la English National Opera para la reposición de The Handmaid’s Tale, que estrenó en 2022. Esta colaboración siguió al aclamado estreno mundial en Londres de The Gospel According to the Other Mary, de John Adams, dirigida por Peter Sellars. Con la Scottish Opera, Joana dirigió Nixon in China en el Theatre Royal Glasgow y en el Festival Theatre de Edimburgo. En las últimas temporadas ha dirigido Rake ́s Progress en el Teatro Nacional de São Carlos de Lisboa, A Wonderful Town (Royal Danish Opera), La Passion de Simone (Ojai Festival), Oedipus Rex (Sydney, Premio Helpmann al mejor concierto sinfónico) y A Flowering Tree (Viena, París, Chicago, Cincinnati, Goteborg, Lisboa).

Entre las colaboraciones destacables de la temporada sinfónica 2024/25 figuran colaboraciones con la Naples Philharmonic, la Orchestre Métropolitain de Montreal, NAC Ottawa, New Zealand Symphony, Macao Orchestray la Scottish Chamber Orchestra y su regreso a la ENO con el aclamado título Mary, Queen of Scots de Thea Musgrave.

Recientemente, ha concluido un periodo de cuatro años como Principal Directora Invitada de la Real Filharmonia de Galicia. Joana fue Directora Titular de la Orquestra Sinfonica Portuguesa en el Teatro Sao Carlos de Lisboa desde 2014 hasta enero de 2022 y actualmente es directora artística de la Joven Orquesta Gulbenkian, cargo que ocupa desde 2013.

A lo largo de los años, Joana mantiene una sólida relación con muchas orquestas destacadas de toda Europa, como la BBC Symphony, BBC Scottish, BBC National Orchestra of Wales, Philharmonia Orchestra, Royal Scottish National, National Symphony Orchestra de Irlanda, Royal Stockholm Philharmonic, Gothenburg Symphony, Helsinki y Brussels Philharmonic, Vienna Radio Symphony Orchestra, Orchestre National de Bordeaux-Aquitaine, Musikkollegium Winterthur, Orquesta Sinfónica de Castilla y Leon y La Venice. Además, Joana ha colaborado con Los Angeles Philharmonic, Detroit Symphony de los Estados Unidos de América, Hong Kong Philharmonic, Beijing Orchestra de China and Sao Paulo State Symphony de Brasil.

Natural de Lisboa, comenzó sus estudios musicales como violista antes de licenciarse en dirección de orquesta en la Academia Nacional Superior de Orquesta de Lisboa, donde estudió con Jean-Marc Burfin. En los Estados Unidos obtuvo un máster en dirección de orquesta por la Northwestern University, como alumna de Victor Yampolsky y Mallory Thompson, y cursó estudios de doctorado en la Universidad de Michigan, donde estudió con Kenneth Kiesler.

Joana fue finalista del prestigioso concurso de dirección Maazel-Vilar 2002 en el Carnegie Hall, y en 2003-04, trabajó con los Maestros Kurt Masur y Christoph von Dohnanyi y dirigió la London Philharmonic Orchestra, como uno de los tres directores elegidos para la London’s Allianz Cultural Foundation International Conductors Academy. De 2002 a 2005, Joana fue directora asistente de la Los Ángeles Chamber Orchestra y directora musical de la Young Musicians Foundation Debut Orchestra de Los Ángeles. De 2005 a 2008, fue becaria de dirección de la American Symphony Orchestra League en la Los Angeles Philharmonic, donde trabajó estrechamente con Esa-Pekka Salonen y dirigió varias actuaciones en el Walt Disney Concert Hall y el Hollywood Bowl.

Joana recibió en 2010 el Premio Helen M. Thompson, concedido por la League of American Orchestras para reconocer y honrar a directores musicales de excepcional promesa. En 2004, Joana fue condecorada por el Presidente de la República Portuguesa, Sr. Jorge Sampaio, con la Encomendação da Ordem do Infante Dom Henrique. En la primavera de 2024, Joana fue nombrada miembro del Consejo de Estado de la República de Portugal.

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Masaaki Suzuki, director
Jone Martínez, soprano


I

WOLFGANG AMADEUS MOZART (1756 – 1791)

Sinfonía nº 25 en sol menor K. 183*

I. Allegro con brio
II. Andante
III. Menuetto-Trio
IV. Allegro

Fra cento affanni e cento, para soprano y orquesta K. 88*

Vorrei Spiegarvi, oh Dio, para soprano y orquesta K. 418

Jone Martínez, soprano

II

FELIX MENDELSSOHN (1809 – 1847)

Sinfonía nº 5 en Re Mayor Op. 107 «de la Reforma»

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II. Allegro vivace
III. Andante
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Eduardo Strausser, director
Michal Dmochowski, violonchelo
Orfilia Saiz, violonchelo
Adam Klocek, violonchelo


I

WOJCIECH KILAR (1932 – 2013)

Orawa, para orquesta de cuerda

KRZYSZTOF PENDERECKI (1933 – 2020)

Concerto grosso para tres violonchelos y orquesta*

Michal Dmochowski, violonchelo
Orfilia Saiz, violonchelo
Adam Klocek, violonchelo

II

JOHANNES BRAHMS (1833 – 1897)

Sinfonía nº 4 en mi menor Op. 98

I. Allegro non troppo
II. Andante moderato
III. Allegro giocoso
IV. Allegro energico e passionato – Più Allegro

*Primera vez por la BOS
Dur: 110’ (aprox.)

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Frank Peter Zimmermann, violín
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