Conciertos

BOS 02

Mozart, Jupiter y la amistad


Palacio Euskalduna.   19:30 h.

Programa 02

Erik Nielsen, director.
Freyr Sigurjonsson, flauta.


WOLFGANG AMADEUS MOZART (1756 – 1791)

Música para un funeral masónico Kv 477

JÓN ÁSGEIRSSON (1928)

Concierto para flauta y orquesta*

I. Andante – Allegro
II. Adagio
III. Moderato

Freyr Sigurjonson, flauta.

WOLFGANG AMADEUS MOZART (1756 – 1791)

Sinfonía nº 41 en Do Mayor K. 551 «Jupiter»

I. Allegro vivace
II. Andante cantabile
III. Allegretto
IV. Molto allegro

*Estreno en España

Dur: 65’ (aprox.)

FECHAS

Venta de abonos, a partír del 24 de junio.
Venta de entradas, a partir del 16 de septiembre.

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De la aceptación a la inmortalidad

Entre un canto a la inevitabilidad de la muerte, hermoso y sin palabras, y una sinfonía que haría a Mozart inmortal, el programa de hoy nos ofrece un regalo esperado. Acomódense en sus butacas y escuchen con atención, porque no cabe perderse ni una sola nota.

Ni siquiera ese semitono descendente y ese manejo del silencio al inicio de una marcha fúnebre. Ambos contribuyen a establecer un equilibrio perfecto entre aceptación serena y dramático dolor y nada puede resultar más adecuado en una reunión entre amigos que se han congregado para recordar a dos “hermanos” fallecidos. Pero, claro, hablamos de Wolfgang Amadeus Mozart (Salzburgo, 1756-Viena, 1791) y “perfección y equilibrio” son dos términos a menudo asociados a su lenguaje, porque Mozart no tienta y acierta sino que, usando las palabras de Debussy, “él es la música”.

Su Marcha fúnebre masónica se interpretó por primera vez en noviembre de 1785, durante la ceremonia fúnebre oficiada en memoria del duque Georg August von Mecklenburg-Strelitz y del conde Franz Esterházy von Galántha, en la logia vienesa a la que pertenecían ambos nobles. Se considera, casi de manera unánime, la mejor música instrumental que escribió para la masonería, de la que formó parte los últimos años de su vida, probablemente -y sobre todo- en busca de la tan anhelada compañía que le apartara de su creciente sensación de soledad. En efecto, al carecer de un texto enfático en sí mismo, con toda la intención subrayada por las palabras, Mozart tiene aquí libertad para evocar solo a través de la narración musical un cortejo grandioso pero sosegado, noble y trufado de devota camaradería y, para ello, traza una progresión constante a partir de un cantus firmus gregoriano.

En múltiples ocasiones -aunque no con unanimidad- los biógrafos de Mozart hacen referencia a su actitud ante la muerte. Uno de los documentos más mencionados es la carta que el compositor envió a su padre el 4 de abril de 1787 y que, en realidad, recoge una idea que Moses Mendelssohn (filósofo y abuelo de los compositores Felix y Fanny) volcó en su Phädon (Fedón o Sobre la inmortalidad del alma) y que probablemente Mozart conocía: “Dado que la muerte es la verdadera finalidad de nuestras vidas, hace ya años que mantengo buenas relaciones con esta verdadera y excelente amiga, de forma que su imagen ya no solo no me resulta aterradora, sino que se ha convertido en algo apacible y confortador […]. Nunca me acuesto sin pensar -a pesar de lo joven que soy- que puedo morir antes de ver el día siguiente y aun así nadie, especialmente entre aquellos que me conocen bien, puede decir que esté malhumorado o triste en la vida cotidiana”.

Con la debida proporción de dolor y grandes dosis de entereza, este Adagio en do menor progresa solemnemente, de forma precisa y sujeto a una estructura casi sobria, hasta culminar en un radiante Do Mayor que actúa como señal de respeto y reverencia final. Y, sobre todo e incluso fuera del contexto que lo alumbró, ese acorde final llena de luz y serenidad la sala. Es la prerrogativa del genio: causar un efecto que roza lo sublime, con apenas una brizna de materia sonora.

En cuanto a la plantilla instrumental, sabemos que fue enriquecida en la ceremonia fúnebre por varios instrumentistas de viento, hermanos masones llegados de otras logias para el acto, haciendo que la obra tenga un peculiar color tímbrico con destacado papel de los corni di bassetto, tan queridos por Mozart. Y, en relación a su visión de la muerte y usando las palabras de Alfred Einstein, podemos añadir que el compositor quizá no la temía por ser él mismo “solo un huésped en este mundo”.

El solista de la BOS, Freyr Sigurjonsson, interpreta esta tarde el Concierto para flauta de Jón Ásgeirsson (Ísafjörður, 1928), obra de la que es dedicatario y, en cierto modo, promotor. La relación entre instrumentista y compositor (ambos islandeses) comenzó siendo Sigurjonsson alumno de Ásgeirsson. La amistad y el estrecho trabajo de colaboración entre ambos músicos durante la composición del concierto son dos hechos que, sin duda, alimentan un discurso luminoso y atractivo para el oyente.

El lenguaje de Ásgeirsson oscila entre lo tonal y lo modal, tomándose licencias pero sin alejarse en ningún momento -de manera completa- de la tonalidad, ya que su entramado armónico, más o menos enigmático, gravita siempre en torno a un centro tonal. En su catálogo encontramos varias óperas y poemas sinfónicos de ambientación local. El canto coral, muy importante en la tradición musical islandesa, también ha sido objeto de su interés y ese conocimiento de la canción folklórica, con sus melodías de aroma modal y con una riqueza rítmica que no sigue los patrones tradicionales de la métrica occidental, se palpa en el concierto. Por otro lado, cabe decir que parte del material temático de la partitura está basado en ideas de la banda sonora que Ásgeirsson compuso para la película El mar de Baltazar Kormákur.

Las cadencias -de mayor o menor longitud- existentes en los tres movimientos proporcionan al solista la ocasión de exhibir su destreza y expresividad con un instrumento de voz versátil y hermosa.

En el primer movimiento, y tras una breve introducción, dos temas permiten a la flauta lucir en plenitud sus cualidades técnicas y expresivas. Por un lado, la agilidad y ligereza que caracterizan su condición se hacen evidentes gracias al primero de ellos: rotundo pero elástico, rítmico y vivaz. Por otro, el calor de su timbre y sus posibilidades líricas están plenamente representadas a través de un segundo tema basado en una de esas melodías de amplio trazado que quedan en nuestros oídos -y quizá en nuestros labios- después del concierto. Ambas ideas son desarrolladas y nos llevan del divertimento al sueño romántico.

El Adagio que sigue da comienzo con un amable diálogo entre el solista y el contrabajo, configurando ambos uno de los dos ejes temáticos sobre los que pivota el movimiento. Este primero es dulcemente reflexivo y algo misterioso y encuentra su réplica en un segundo motivo, que enriquece el panorama desde la frescura y el vigor presentes en su métrica de acentos desplazados.

El movimiento final sirve, al mismo tiempo, de culminación y recapitulación de todo el concierto, al reaparecer en él algunas de las ideas oídas con anterioridad. Un mayor aire de libertad se respira entre sus notas, pero la coherencia del conjunto está garantizada debido, principalmente, a esos guiños a los dos movimientos precedentes.

Finalizado en 2003, el concierto iba a ser estrenado en Islandia en enero de 2019 por Freyr Sigurjonsson, como parte de la celebración del 90 cumpleaños del compositor. Problemas de salud se lo impidieron y nos alegra y nos complace poder escuchar hoy a quien fuera inspirador de la partitura.

Mozart compuso la Sinfonía en Do Mayor KV 551 (junto con la KV 543 en Mi bemol y la extraordinaria KV 550 en sol menor) durante el verano de 1788 y si únicamente fuera permitido hacer un comentario de esta obra, lo más apropiado tal vez sería decir que está vertebrada por una nítida y perspicaz visión de futuro.

Sin embargo, ha pasado a la historia con el nombre del dios supremo de la antigua Roma. A este bautismo no asistió el compositor, pero desde luego no es desafortunado. A falta de una fuente rigurosa, parece que el origen del sobrenombre Júpiter debemos buscarlo en el Reino Unido, algo que cuadra bien con el carácter grandioso, elocuente y enérgico de la partitura, amén de los otros muchos rasgos que se desprenden de su prodigiosa riqueza.

De principio a fin supone un derroche de imaginación melódica, destreza contrapuntística, originalidad tímbrica y maestría en la organización del conjunto, cualidades todas ellas reunidas en una sola persona y por ello Mozart es considerado un compositor de primerísima fila. Pero a estos atributos se añaden otros como la excepcionalidad del contenido, la inteligencia para comunicarlo y el exquisito gusto para hacer disfrutar a todos: a los profesionales de la música y al público, a los más entendidos y a los aficionados. Estos dones son patrimonio exclusivo del genio. En fin, esta sinfonía es un irrepetible testimonio de sabiduría musical, porque los parámetros sonoros se encuentran, se conjugan y se refuerzan en un todo espléndido, atractivo y conmovedor en su calidad suprema. Y lo consigue con ese “decir” natural y magistral a un tiempo, tan mozartiano, tan genial. Por ello, podríamos aplicar ahora las palabras con que el compositor se refería a sus conciertos para piano de 1782: “Aquí y allá hay pasajes de los que solo los entendidos pueden derivar satisfacción, pese a que están escritos de manera tal que tampoco pueden dejar de agradar a los menos doctos, aun sin saber por qué". No puede ser mejor explicada su magia enigmática y es que la aparente facilidad y la naturalidad en la escritura de un hombre tocado por la divina gracia, apenas nos permite pararnos a pensar en la complejidad de la elaboración del proceso, porque extraordinaria es la utilización de los recursos donde los pasajes orquestales rotundos conviven de modo encantador con otros de índole camerística. Las voces de todos y las de cada uno se dejan oír y sentir en este imponente mosaico de colores tímbricos.

El telón lo abre una brillante declaración de intenciones en forma de Allegro vivace, donde la alternancia entre un motivo robusto al que responde -y complementa- otro más flexible, anuncia la olímpica monumentalidad de la sinfonía. Dos nuevas melodías dan testimonio de la inagotable musa del compositor y también de su extraordinario oficio, ya que la segunda de éstas procede de la deliciosa aria Un bacio di mano, escrita unos meses antes.

El Andante cantabile brinda una oportunidad a la reflexión, al sentimentalismo poético y, por qué no, al abandono nostálgico que -sin llegar a rendirse completamente- roza a veces el dramatismo. Combinación de significados, en apariencia dispares, en una globalidad armónica, delicada y elegante en su expresión. Un juego de contrarios superior, como la fuerza creativa que lo alumbra.

El Menuetto es original ya desde el comienzo, con su melodía descendente que, paradójicamente, eleva el espíritu hacia un territorio poderoso, aunque galante. De nuevo la celebración, la trascendencia, la ligereza, el juego y la solemnidad se articulan en un todo orgánico impecable, maravillosamente proporcionado y sublime.

El Molto Allegro final supone una espectacular conclusión de la obra y también de la producción sinfónica de Mozart, quien pone de manifiesto que es consciente de su propio poderío al mostrar abiertamente, a través de esta arquitectura en movimiento proyectada al más allá, un dominio absoluto de sus instrumentos de trabajo. Pero aún hay más. Su potencia creadora hace un llamamiento al tiempo que está por venir, a sus audiencias futuras -de las que formamos parte- y al empleo de un lenguaje audaz, experimentador y liberado de aquello que se esperaba de la música en su contexto espacio-temporal: el mero entretenimiento. El stretto de la fuga es, sin ir más lejos, un feliz ejemplo de convivencia entre distintos, que utiliza la música como materia prima.

El milagro de Mozart se hace presente una vez más, transmitiendo a los afortunados escuchantes una sensación de transparencia, de lógica en el discurrir de la música, de naturalidad y desenvoltura genuina, que dejan para análisis más profundos la elaborada construcción de la partitura. El producto de este genio -que trasciende todas las coordenadas de espacio, tiempo o conocimiento, logrando una música eterna y sin fronteras- es un auténtico regalo para los oídos desde cualquier nivel de escucha. Una ofrenda generosa para todos los públicos. Disfruten.

Mercedes Albaina


Freyr Sigurjonsson.

Flauta

Freyr Sigurjonsson celebra esta temporada 38 años como Flauta solista de la Orquesta Sinfónica de Bilbao.

De origen Islandés, estudio en Reykjavik para continuar en Manchester, Inglaterra, en el Royal Northern College of Music donde terminó sus estudios en 1982 con diploma PPRNCM.

Freyr ha actuado como solista y músico de cámara por varios países europeos además de colaborar con orquestas como la OSRTVE, OSN, OSIslandia, Virtuosos de Moscu…

Fue profesor del Conservatorio J. C. Arriaga de Bilbao hasta 2011, impartiendo además clases magistrales en el Trinity Laban Conservatoire of Music and Dance de Londres, en Avrona (Suiza), Burgos, en la Joven orquesta de Andalucía y en la JOSCAN de Cantábrica.

Como solista estrenó en 1978 el concierto para flauta de Carl Nielsen en Islandia, interpretándolo además con la BOS en 1986. Ha interpretado en numerosas ocasiones el Concierto de Mozart para flauta y arpa, con arpistas como María Calvo Manzano, Marisa Robles y Marion Desjacques.


Erik Nielsen.

Director

Erik Nielsen es un director que trabaja con desenvoltura en los ámbitos operístico y sinfónico. Desde 2015 es Director titular de la Orquesta Sinfónica de Bilbao, siendo además Director Musical del Theater Basel entre 2016 y 2018, donde continua siendo invitado regularmente a dirigir la Sinfonieorchester Basel. En 2002 dio inicio a una asociación de 10 años con la Ópera de Frankfurt, comenzando como Korrepetitor (pianista) y más tarde como Kapellmeister de 2008 a 2012. En ella se ha consolidado dirigiendo títulos de un amplio repertorio que abarca desde Monteverdi a Lachenmann. Antes de establecerse en Frankfurt, Erik Nielsen fue arpista en la Orchester-Akademie de la Filarmónica de Berlín.

Entre sus próximos proyectos para la temporada 20/21 destacan su debut en la Dutch National Opera dirigiendo a la Rotterdam Philharmonic Orchestra en una nueva producción del Oedipus Rex de Stravinsky combinado con el estreno mundial de la ópera Antigone de Samy Moussa, sus debuts con la Sinfónica de Galicia y Orchestre der Tiroler Festspiele y su regreso a la Bayerische Staatsoper de Múnich con Ariadne auf Naxos de Richard Strauss.

Entre sus compromisos recientes destacan Karl V de Krenek con la Bayerische Staatsoper Munich, Oedipus Rex, Il Prigioniero y Pelléas et Mélisande en la Semper Oper Dresden, Peter Grimes y Oreste de Trojahn en la Opernhaus de Zürich, Billy Budd y Das Mädchen mis den Schweflhörzern de Lachenmann en Frankfurt, Mendi Mendiyan de Usandizaga, la Pasión según San Juan y Salome en Bilbao, y The Rake’s Progress en Budapest, además de conciertos en Oslo, Manchester, Estocolmo, Madrid, Estrasburgo, Lisboa, Basilea, Aspen Music Festival y en el Interlochen Arts Camp.

Pianista desde muy joven, Erik Nielsen estudió dirección de orquesta en el Curtis Institute of Music y se graduó en oboe y arpa en The Juilliard School. En 2009 fue galardonado con el Premio Sir Georg Solti por la Fundación Solti U.S.

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