Conciertos
BOS 06
Abono Temático "Zorionak Beethoven!"
Lars Vogt y la Pastoral
Lars Vogt, piano y director.
WOLFGANG AMADEUS MOZART (1756 – 1791)
Concierto nº 21 en Do Mayor para piano y orquesta K. 467
I. Allegro maestoso
II. Andante
III. Allegro vivace assai
Lars Vogt, piano.
LUDWIG VAN BEETHOVEN (1770 – 1827)
Sinfonía nº 6 en Fa Mayor Op. 68 “Pastoral”
I. Allegro ma non troppo (Despertar de las alegres impresiones que se sienten al llegar al campo)
II. Andante molto moto (Escena al borde del arroyo)
III. Allegro (Alegre reunión de campesinos)
IV. Allegro (Tormenta, tempestad)
V. Allegretto (Canto de los pastores. Acción de gracias después de la tormenta)
Dur: 75’ (aprox.)
FECHAS
- 03 de diciembre de 2020 Palacio Euskalduna 12:00 h. Comprar Entradas
- 03 de diciembre de 2020 Palacio Euskalduna 19:30 h. Comprar Entradas
- 04 de diciembre de 2020 Palacio Euskalduna 17:00 h. Comprar Entradas
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Los mellizos nacidos con 14 años de diferencia
Las vidas de Wolfgang Amadeus Mozart (1756-1791) y de Ludwig van Beethoven (1770-1827) fueron tan diferentes en algunos aspectos cruciales, que ello nos hace olvidar las disparatadas similitudes que presentaron.
Vayamos a lo más llamativo. Es casi seguro que Beethoven nunca llegó a recibir ni una clase de Mozart, y eso que todo apunta a que la esperanza de esas clases había sido una de las razones principales de Beethoven para trasladarse a Viena. Y no recibió ni una clase porque la primera vez –en 1787– tuvo que volver a la carrera a Bonn por asuntos familiares, y para la segunda –en 1792– Mozart nos había hecho la faena de morirse unos meses antes.
Pero en realidad esta falta de contacto tuvo mucho menos efecto de lo que podríamos imaginar. Viena ha sido famosa durante siglos por dos razones: la primera es por atraer a sus calles una cantidad infinita de talento musical. La segunda es por conseguir casi milagrosamente que estas personas no se trataran entre ellas. Beethoven y Haydn –que sí llegaron a ser alumno y profesor durante un corto lapso de tiempo– se respetaron más que amaron. Schubert y Beethoven compartieron ciudad durante tres décadas pero nunca compartieron una cervecita. Haydn y Cherubini; Hofmann y Salieri. La cosa no mejoró con el paso de los siglos: Malher, Johann Strauss, Brahms, Richard Strauss, Schoenberg, Wolf, Zemlinsky, Korngold, Gal… Es sugestivo lo poco que consiguieron interactuar. Y en el resto de artes y disciplinas humanísticas tres cuartos de lo mismo. Probablemente era algo relacionado con el agua del grifo.
Pero los compositores –al contrario que poetas y literatos, impenitentes tertulianos– no necesitan charlar, lo que necesitan es oír las obras propias y las ajenas. Bueno, en el caso extremo de Beethoven y su sordera, le bastaba con leer las partituras y dejar que la música se desplegara en su interior.
Beethoven nunca estudió con Mozart y, sin embargo, Mozart fue lo más parecido a un maestro que tuvo Beethoven.
Entre los muchos rasgos comunes que compartieron, el virtuosismo pianístico fue uno de los que más destacaron sus contemporáneos, y uno que inevitablemente perdimos las generaciones posteriores. Mozart llegó a Viena con el propósito de ser un compositor de éxito. La ópera era el género musical por excelencia y a éste dedicó una parte significativa de sus esfuerzos. Pero contaba con una red: el piano. A la espera de consolidar su prestigio en el tumultuoso mundo de los cantantes y los escenarios, Mozart se convirtió literalmente en el pianista de Viena. Participó en competiciones de habilidad con colegas. Dio clase a todos los aristócratas aficionados –mejor dicho, a todas–. Tocó en todos los saraos y colaboró en todos los conciertos benéficos que le propusieron.
A la de cinco años todo el mundo estaba hasta el gorro. Mozart se sentía incomprendido hasta en sus más cautos pasitos vanguardistas. El público vienés creía que la música de Mozart era cada vez más rara y cada vez más para enteraos. Mozart, harto, dio la espalda a la ciudad, y viceversa. Aquí es donde Wolfgang tuvo que sablear a un par de amigos para llegar a fin de mes. Poco a poco por fin sus óperas comenzaron a triunfar. Su prestigio mejoró considerablemente y Mozart casi sube su piano al desván. Se estaba convirtiendo en un compositor de ópera de referencia, con más encargos que tiempo –y eso que trabajaba como una leona–. Mozart y Viena se reconciliaron.
Y Mozart se muere, justo ahora que toda Europa hacía cola para estrecharlo entre sus brazos. La chapuza de su entierro anónimo tuvo más que ver con una reciente normativa municipal de salubridad en los templos que con el desdén de sus conciudadanos.
Viena se puso a rebuscar recuerdos en la memoria y partituras en las tiendas de música. Quien más quien menos había escuchado en persona a Wolfgang, y lo que hasta hacía bien poco eran unas composiciones extrañas, ahora se estaban transformando en los cajones en el paradigma de estilo clásico. Sus conciertos para piano salieron a la luz en publicaciones con las dificultades técnicas multiplicadas –el lenguaje de Mozart era demasiado diáfano para el siglo de Liszt–, y un puñado de estos conciertos pasaron a formar parte del paisaje sonoro occidental. Un rol que plausiblemente nunca perderán mientras quede un piano sobre el planeta Tierra.
Entre estas composiciones, el Concierto para piano en Do mayor K. 467 ocupa un lugar destacado. Los movimientos extremos –el primer allegro y el rondó final– son un ejemplo claro de cómo Mozart presenta unos materiales sencillitos para, paulatinamente, ir insertando sus requiebros y guiños musicales. Enmarcado entre estos dos allegros, Wolfgang escribió uno de sus tiempos lentos más memorables: el Andante en Fa mayor. Unos minutos infinitos en los que el piano y su acompañamiento orquestal ofrecen una música completamente transparente. No es que tenga pocas dificultades, es que no tiene ninguna. Mozart, el gran pianista improvisador y virtuoso, pliega completamente sus alas y deja pasar todo el movimiento sin ninguna concesión al potencial del instrumento. Mozart quiso que su piano fuera una voz cantando, y eso consiguió.
El Concierto, hoy inmortal, no fue sino casi una obra de circunstancias: terminado el 9 de marzo de 1785, justo el día anterior al estreno. Mozart decidió en el último momento renunciar al último juguete que había encargado: un pedalero para su piano. En los primeros compases de la pieza hay indicaciones de notas graves para estos pedales, pero Wolfgang terminó por borrarlas, a sabiendas de que prácticamente nadie tenía un instrumento de estas características. En realidad es que había hasta pocos pianos, costosos instrumentos de alta tecnología que estaban sustituyendo por estas décadas al clave. Mozart escribía para sí y para su prójimo.
Su padre Leopold había llegado unas semanas antes a Viena de visita y escuchó de boca de Haydn –el gran patriarca musical europeo– una declaración tan solemne como generosa: “Delante de Dios, y como hombre honesto, os digo que vuestro hijo es el más grande compositor que yo conozca, sea en persona o de oídas. Tiene gusto y, lo que es más, tiene el más profundo conocimiento de la composición”. Puede que Leopold reventase de orgullo paterno, pero también estaba reventado de cansancio. Escribió a su hija Nannerl: “Nunca nos vamos a la cama antes de la una de la mañana. Todos los días hay veladas musicales, y todo el tiempo se destina a dar clases, componer etc. ¡Si sólo se hubiesen terminado los conciertos! Es imposible para mí describir la prisa y el bullicio”.
Años más tarde, Beethoven recorrió paso a paso el mismo camino como recién llegado a Viena. Otro compositor que quería triunfar como operista –en su caso la cosa salió fatal– y que contaba con unas notables capacidades pianísticas que le abrieron las puertas de los mismos salones nobiliarios en los que Wolfgang había tocado.
Y Beethoven repitió la iniciativa de Mozart. Alquiló un teatro vienés para organizar un concierto público en su beneficio. Una velada que pudiera ser escuchada por unas audiencias más amplias que la aristocracia local y diplomática. Como ya hemos visto, la costumbre de estos conciertos dictaba que se estrenasen algunas obras del compositor de turno, y Beethoven decidió que más valía que sobrase que que faltase.
Aquella noche del 22 de diciembre de 1808 pasó a la historia. En una maratoniana sesión de más de cuatro horas y media, el público recibió el siguiente programa:
“Sinfonía Pastoral, más la expresión del sentimiento que una descripción.
Aria, cantada por la Srta. Killitzky.
Himno con texto latino, escrito en el estilo eclesiástico, con coro y solistas
Concierto para piano, tocado por él mismo.
Gran sinfonía en Do menor
Sanctus con texto latino, escrito en el estilo eclesiástico, con coro y solistas.
Fantasía para piano solo.
Fantasía para piano, la cual incluye gradualmente la orquesta, y concluye con la entrada del coro como finale”.
Por recapitular: la audiencia fue testigo de una sentada –literalmente– del estreno absoluto de la Sexta Sinfonía op. 68, de la Quinta Sinfonía op. 67, y de la Fantasía para piano, coro y orquesta op. 80. Todo ello complementado con los estrenos vieneses del aria ‘Ah perfido’, de secciones de su Misa en Do mayor, de su Cuarto Concierto para piano y de un buen rato de improvisaciones al teclado por el propio Beethoven.
Pocas veces gente más afortunada se sintió menos afortunada. Hacía un frío gélido en la sala y todo el mundo contuvo la respiración cuando en la última obra –la Fantasía op. 80– los clarinetes se adelantaron en una entrada. Beethoven en un principio intentó callarlos pero el lío que se había formado era monumental y no había manera de poner orden. El compositor finalmente decidió berrear a pleno pulmón: “¡Silencio, Silencio!, ¡Esto no está yendo bien!, ¡Comenzamos de nuevo, de nuevo!”. El público suspiró consternado.
Solo con el paso de los meses Viena pasó a ser consciente del privilegio que había vivido. La Sexta Sinfonía, la obra que escucharemos hoy, dejó entrever a los amantes de la música cómo un Beethoven ya maduro interpretaba el papel de la Naturaleza. Beethoven, que no podía concebir un verano sin escapar al mundo rural. Beethoven, que paseaba cotidianamente por los campos que rodeaban la ciudad, con su gabán especial con gigantescos bolsillos donde guardaba sus cuadernos de anotaciones. Beethoven, que se mudaba de habitación de invitados si no veía árboles desde la ventana.
Cuando Ludwig van Beethoven escribió una sinfonía pastoral para que fuese gemela de su Quinta Sinfonía, nos estaba susurrando que los grandes gestos heroicos y románticos de la humanidad han de ser acompañados del canto a la tierra, a sus tempestades y al Sol que asoma tras ellas.
Joseba Berrocal
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