Conciertos
BOS 10
Abono de Iniciación
Dos regalos de amor
Erik Nielsen, director
Denis Kozhukhin, piano
BÉLA BARTOK (1881 – 1945)
Concierto No. 3 para Piano y Orquesta
I. Allegretto
II. Adagio Religioso
III. Allegro vivace
PIOTR ILYICH TCHAIKOVSKY (1840 – 1893)
Sinfonía No. 4 en fa menor Op. 36 TH 27
I. Andante sostenuto
II. Andantino in modo di canzona
III. Scherzo: Pizzicato ostinato
IV. Finale: Allegro con fuoco
Dur: 75’ (aprox.)
FECHAS
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En los márgenes de la partitura
Ahí, en un imprescindible segundo plano, estimulando desde la orilla del pentagrama el talento de dos grandes compositores, encontramos el aliento de tres mujeres: una intachable pianista, una mecenas discreta y una enamorada no correspondida.
Ditta Pásztory fue una pianista fabulosa que, tras haber sido alumna de Bela Bartók, se convirtió en su segunda esposa y en su partenaire predilecta: con ella estrenó su Concierto para dos pianos y la Sonata para dos pianos y percusión.
Bartók se había propuesto aplicar la modernidad a la tradición, logrando expresar en clave renovada las melodías y los ritmos del folklore húngaro que estudió con rigor y esmero. Pero, además de un sagaz y concienzudo etnomusicólogo, Bartók fue un brillante pianista y un compositor comprometido, dotado de una envidiable independencia estética.
Había nacido en 1881 en la pequeña localidad húngara de Nagyszentmiklós, dentro del poderoso Imperio de los Habsburgo. Cuando murió en Nueva York en 1945, su pueblo natal se llamaba Sânnicolau Mare y pertenecía ya a Rumanía. En ese lapso, dos guerras mundiales y la revolución rusa habían cambiado el panorama político de Europa. Por otro lado, la honestidad natural de Bartók no se reflejó solo en su trabajo sistemático y preciso, sino que su rechazo a la violencia constituyó para él un asunto personal y, por ello, y ante la inclinación del gobierno húngaro por las ideas nazis, en 1940 decidió abandonar la Hungría fascista, no sin antes manifestar abiertamente su vergüenza por la alianza del poder húngaro con Hitler y protestar por la emisión de su música en la radio de Berlín.
Con Ditta Pásztory había emprendido el exilio a Nueva York y ella se embarcó con él en una gira de conciertos por varios lugares de Estados Unidos. Pero la personalidad retraída de Bartók y el desconocimiento de Pásztory del idioma inglés solo incrementaron los obstáculos de la pareja para conquistar al público estadounidense. No en vano, el violinista Joseph Szigeti -otro húngaro por cuyas venas corría la música y uno de los mejores colaboradores del pianista-compositor- decía que Bartók era “el menos dotado de todos los compositores para la promoción de sus obras”. El matrimonio soportó periodos de severas necesidades económicas en los primeros años de su exilio estadounidense. Además, el frenético ritmo de una ciudad en constante crecimiento y orgullosa de su cosmopolitismo disgustaban a este centroeuropeo admirador del valor de lo genuino, de los “utensilios no realizados en serie”, como los de sus queridos campesinos a cuyas aldeas fue a buscar las fuentes del folklore y de quienes recopiló, gota a gota, los cantos y las danzas que nutrieron su catálogo. A estas personas siempre agradeció “los días más hermosos de mi vida, los que pasé en las aldeas, entre los campesinos”.
Compuesto en los meses anteriores a su fallecimiento, durante la pertinaz leucemia que acabó con su fragilidad física -que no moral-, el Concierto nº 3 para piano y orquesta quedó inconcluso a falta de un puñado de compases que completó su discípulo y profundo admirador Tibor Serly a partir de las indicaciones que había dejado el compositor.
Bartók concibió su Tercer Concierto siendo consciente de que formaba parte de su testamento final y lo diseñó teniendo en cuenta las cualidades pianísticas y la sensibilidad musical y personal de Ditta Pásztory -a quien está dedicado-, entre las que destacaban la bella simplicidad, la articulación y la pureza.
Pero ella, abrumada por el fallecimiento de su marido, no pudo protagonizar la premier del concierto, que fue estrenado el 8 de febrero de 1946 en una memorable velada con el también pianista húngaro György Sándor -cuyas versiones del catálogo pianístico de Bartók fueron referenciales durante décadas- arropado por la Orquesta de Filadelfia a las órdenes de otro húngaro-estadounidense, Eugene Ormandy.
De un modo estilizado y con la voz del piano firme pero no avasalladora, el Allegretto abre el concierto a la luz, con una melodía diatónica y trasparente, cimentada en un vivaz acompañamiento tonal. El conjunto está impregnado del inconfundible aroma bartókiano, gracias a lo que la propia Ditta Pásztory definió de forma inmejorable: “aquí encontramos el ritmo pujante, el color tonal, pero también sentimientos vivos, que aportan alma a la música”. Además de los peligros para la cultura derivados de los conflictos bélicos y de los fascismos que él mismo padeció como ciudadano, Bartók sentía que la dominación de los cánones austro alemanes suponía también una amenaza contra el patrimonio musical y con rigor y perseverancia recogió y mostró al mundo, cosida a sus partituras, la riqueza del legado sonoro que sobrevivía en Centroeuropa. Este Allegretto combina los trazos de curva moderna con la estilización del canto popular, dando como resultado una página de claro y refrescante sabor húngaro.
El Adagio religioso destila la profunda admiración y respeto que sentía Bartók por una de las autoridades de su universo estético: Juan Sebastian Bach. Expresándose con un lenguaje en apariencia sencillo, el piano alterna un canto sublime, que modela las frases con un alto grado de sensibilidad, con las salpicaduras de unos esbozos de danza. La flexibilidad con que el compositor encadena unas ideas con otras logra el enriquecimiento mutuo y hace que la elocuencia no se interrumpa en ningún momento.
El Allegro vivace rebosa vigor y un ímpetu casi satánico, tan del gusto de los románticos y en especial de su compatriota el también pianista-compositor Franz Liszt. El colorido que proviene de las individualidades instrumentales y de la riqueza de su métrica se muestra bien perfilado por una armonía clara y directa.
La orquestación rica y atractiva, el encanto de los hallazgos tímbricos y el ensamblaje de motivos melódicos, células rítmicas y acentos poderosos parecen querer negar que la enfermedad que hacía mella en el compositor le impidiera concluir esta partitura radiante y hermosa.
Nadezhda von Meck (de soltera, Filaretovna Fralovskaya) fue una enérgica y perseverante mujer que logró que su marido hiciera una exitosa carrera como ingeniero en una Rusia que se asomaba a la era del ferrocarril. Su tesón y su convencimiento sin fisuras dirigieron a Karl von Meck hacia el éxito profesional y económico. Al quedar viuda, su enorme fortuna y su gran inclinación hacia la música llevaron a Nadezhda a favorecer a varios compositores, entre los que Tchaikovsky ocupó un lugar destacado. Durante catorce años, esta mujer le encargó partituras a precios desorbitados, le asignó una pensión anual -a la que frecuentemente añadía “ayudas urgentes”-, alquiló la Orquesta Colonne para que la música de Tchaikovsky sonará en Paris en el ciclo de conciertos de esta agrupación, corrió con los gastos de las primeras publicaciones del compositor y todo con la única condición de que limitasen su relación a un contacto exclusivamente epistolar.
Piotr Illich Tchaikovsky había nacido en 1840 en Votkinsk, en los Urales, en el seno de una familia acomodada que le proporcionó una educación esencialmente francesa, influida en gran medida por su institutriz suiza, quien apoyó sus inclinaciones hacia la música, la poesía y las artes en general. Más tarde, su contacto con las recién creadas instituciones musicales rusas, como el Conservatorio de San Petersburgo y la Sociedad Musical Rusa de Moscú, propiciaron el desarrollo de su talento y la eclosión de cierto carácter popular en su música. El compositor mantuvo siempre un exquisito equilibrio entre el cosmopolitismo refinado y la franqueza del alma rusa. Ambos, entrelazados en sus pentagramas, alimentaron su extraordinaria musa que lo acompañó fiel hasta su triste fallecimiento en San Petersburgo en 1893.
Su hipersensibilidad, su personalidad compleja, su sufrimiento a causa de una homosexualidad que debía mantener oculta en un país donde aún hoy se castiga y en un tiempo en que era castigada casi en cualquier país, encontró un canal de desahogo en el lenguaje de la música, que le permitió vehicular sin reservas sus efusiones líricas, emotivas, melancólicas, soñadoras, desbordantes o intimistas. Todo llevado al límite, pero sin menosprecio alguno de la belleza. Y tal vez con la intención de acallar las crecientes habladurías sobre su orientación sexual o para forzarse a sí mismo a dejar de ser “diferente”, en 1877 contrajo matrimonio con Antonina Miliukova, una antigua alumna que, obsesionada por el compositor, le propuso matrimonio y que años después del fallecimiento de Tchaikovsky fue internada en un centro de salud con el diagnóstico de “paranoia crónica”.
La composición de la Cuarta Sinfonía en fa menor tuvo como motor principal la necesidad de Tchaikovsky de exorcizar su sufrimiento por su desastrosa experiencia matrimonial y el gran desasosiego que esta perturbadora relación le provocaba. Pero en los márgenes de esta partitura no encontramos solo a Antonina, sino también a Nadezhda, a quien la obra está dedicada de forma velada a través de esta frase prudente: “A mi mejor amiga”. De hecho, en la correspondencia de esta época entre el compositor y su mecenas, Tchaikovsky se refiere siempre a la partitura como “nuestra sinfonía”.
Se estrenó el 22 de febrero de 1878 en la Sociedad Musical Rusa de Moscú, con Nikolai Rubinstein como director y, sin ser una composición explícitamente programática, está vertebrada por una idea extra musical: la creencia del “artista que triunfa sobre su destino adverso”. De ahí que Tchaikovsky materialice en ella un esfuerzo extraordinario, dotando a su lenguaje sinfónico de esa fortaleza que él mismo debió tener en un momento tan dramático de su vida privada.
En la prolífica correspondencia de aquella época entre músico y protectora, el primero escribía que “la introducción es la semilla de toda la sinfonía, la idea principal: el destino, como fuerza fatal que impide que el impulso hacia la felicidad logre su objetivo”. Así es: el poderoso efecto que produce la fanfarria que abre el Andante sostenuto impregna de fatalidad la segunda gran idea -que evoca un vals triste- y el resto del movimiento. Qué trágico puede resultar el lenguaje de Tchaikovsky en su aparente mundanidad. Conmovedora es la contradicción que emana de la veracidad sentimental de su inspiración, cuando desmiente la frivolidad que debería exhalar su aire de vals.
El irremplazable canto del oboe, contestado por los violoncellos al inicio del Andantino in modo di canzona, supone un milagro de ternura poética en un gran fresco, colorido y perfumado, en el que las ideas se conducen pausadamente, como una fiera domada que, en el corazón del movimiento, estalla en un irrefrenable clímax.
El Scherzo está impregnado de amor hacia lo popular, con las individualidades cantarinas y danzantes de los instrumentos de viento y los pizzicati de la cuerda que buscan recrear el sonido de la balalaika.
En el Finale destacan dos ideas, una vigorosa y desatada -que hace honor al calificativo fogoso del movimiento- que se alterna, cosiéndose a ella, con otra tomada de una balada popular que con tanto gusto solía incorporar Tchaikovsky a sus composiciones: “me impregné desde mi más tierna infancia de la belleza de los cantos populares rusos. Amo apasionadamente todo cuanto expresa el espíritu ruso”. Pero con la sombra del destino planeando hasta el final…
Tchaikovsky valoraba de forma particular esta sinfonía a la que en 1888 se refería en estos términos: "Adoro terriblemente a esta criatura. No solo no se han enfriado los sentimientos que me provoca, como me ha pasado con gran parte de mis composiciones, sino que, por el contrario, mantengo cálidos sentimientos hacia ella. No sé qué me deparará el futuro, pero hoy por hoy creo que es mi mejor obra sinfónica”.
Disfruten. Ditta, Nadezhda y Antonina nos observan instaladas en los márgenes de la partitura.
Mercedes Albaina
Denis Kozhukhin.
Piano
En 2010, a los veintitrés años, Denis Kozhukhin fue galardonado con el Primer Premio del Concurso Queen Elisabeth de Bruselas, y es considerado uno de los mejores pianistas de su generación.
Aparece frecuentemente con muchas de las más importantes orquestas del mundo, entre las que cabe mencionar la Royal Concertgebouw Orchestra, London Symphony, Staatskapelle Berlin, Israel Philharmonic, Chicago Symphony, Philadelphia Orchestra, San Francisco Symphony, Filarmónica de Róterdam, la Philharmonia Orchestra, y la Filarmónica de San Petersburgo, entre otras.
En la temporada 20/21 debutará con la Los Angeles Philharmonic, la Sinfónica de Mälmo, la Sinfónica de Amberes, la Orquesta ADDA Sinfónica, la Sinfónica de Bilbao, la Filarmónica de Szczecin, y actuará de nuevo con la Philharmonia Orchestra, London Philharmonic, BBC Scottish Symphony, Belgium National Symphony, Orquesta Sinfónica del Estado de Moscú, la Filarmónica de San Petersburgo, las sinfónicas de Islandia, Gävle y Colorado y la Orquesta NCPA. Estará de gira por Europe y Estados Unidos con Janine Jansen y aparecerá en recital en la Pierre Boulez Saal, Elbphilharmonie, Wiener Konzerthaus, Casa da Musica, Harpa. Ha sido invitado a participar en el Festival de Primavera de Praga, el Festival Internacional de Malta, el Festival Ruhr, el Festival Armenia y el Jerusalem Chamber Music Festival.
Su más reciente grabación incluía las Variaciones Sinfónicas de Franck –con la Filarmónica de Luxemburgo y Gustavo Gimeno– fue lanzado por Pentatone en junio 2020 y recibió grandes elogios de la crítica. Su último registro en solitario, que incluía Canciones sin palabras de Mendelssohn y Piezas Líricas de Grieg, fue nombrado por Gramophone “Álbum del mes” además de recibir una nominación al Premio Opus Klassik 2020 en sendas categorías de “Mejor Grabación en Solitario”, y “Mejor Instrumentista del Año”.
Erik Nielsen.
Director
Erik Nielsen es un director que trabaja con desenvoltura en los ámbitos operístico y sinfónico. Desde 2015 es Director titular de la Orquesta Sinfónica de Bilbao, siendo además Director Musical del Theater Basel entre 2016 y 2018, donde continua siendo invitado regularmente a dirigir la Sinfonieorchester Basel. En 2002 dio inicio a una asociación de 10 años con la Ópera de Frankfurt, comenzando como Korrepetitor (pianista) y más tarde como Kapellmeister de 2008 a 2012. En ella se ha consolidado dirigiendo títulos de un amplio repertorio que abarca desde Monteverdi a Lachenmann. Antes de establecerse en Frankfurt, Erik Nielsen fue arpista en la Orchester-Akademie de la Filarmónica de Berlín.
Entre sus próximos proyectos para la temporada 20/21 destacan su debut en la Dutch National Opera dirigiendo a la Rotterdam Philharmonic Orchestra en una nueva producción del Oedipus Rex de Stravinsky combinado con el estreno mundial de la ópera Antigone de Samy Moussa, sus debuts con la Sinfónica de Galicia y Orchestre der Tiroler Festspiele y su regreso a la Bayerische Staatsoper de Múnich con Ariadne auf Naxos de Richard Strauss.
Entre sus compromisos recientes destacan Karl V de Krenek con la Bayerische Staatsoper Munich, Oedipus Rex, Il Prigioniero y Pelléas et Mélisande en la Semper Oper Dresden, Peter Grimes y Oreste de Trojahn en la Opernhaus de Zürich, Billy Budd y Das Mädchen mis den Schweflhörzern de Lachenmann en Frankfurt, Mendi Mendiyan de Usandizaga, la Pasión según San Juan y Salome en Bilbao, y The Rake’s Progress en Budapest, además de conciertos en Oslo, Manchester, Estocolmo, Madrid, Estrasburgo, Lisboa, Basilea, Aspen Music Festival y en el Interlochen Arts Camp.
Pianista desde muy joven, Erik Nielsen estudió dirección de orquesta en el Curtis Institute of Music y se graduó en oboe y arpa en The Juilliard School. En 2009 fue galardonado con el Premio Sir Georg Solti por la Fundación Solti U.S.
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