Conciertos

BOS 13

Khatia Buniatishvili


Palacio Euskalduna .   19:30 h.

Pablo González, director

Wolfgang Amadeus Mozart (1756 – 1791): Concierto nº 20 para piano y orquesta en re menor K. 466
I.Allegro
II.Romanza
III. Rondo: Allegro assai

Khatia Buniatishvili, piano

Dmitri Shostakovich (1906 – 1975): Sinfonía nº 11 en sol menor Op. 103 «El año 1905»
I. La plaza del Palacio de Invierno (Adagio), attacca
II. El nueve de enero (Allegro – Adagio), attacca
III. In memoriam (Adagio – Poco più mosso – Tempo I), attacca
IV. Campana de alarma (Allegro non troppo – Moderato – Adagio – Allegro)

 

FECHAS

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LA MIRADA DEL PODER

Cuando en 1781 Mozart, convencido de que “Salzburgo no es un lugar para el talento”, decidió abandonar su ciudad natal y establecerse en Viena, lo hacía con la confianza empezar una carrera de éxito como compositor independiente, es decir, esperando que sus obras se interpretasen, gustasen al público y le permitiesen ganar dinero. Fue así durante los primeros años, en los que contaba con un buen número de alumnos, participaba en los eventos musicales celebrados por el barón Gottfried van Swieten e interpretaba sus propias obras al teclado tanto en veladas orquestales privadas como en los llamados conciertos por suscripción, sufragados a través de la venta de entradas.

En el fragor del éxito Mozart cumplió con el encargo del conde Franz Orsini-Rosenberg de componer una ópera (El rapto del serrallo) para una compañía de ópera alemana creada en el Burgtheater por el emperador José II. Éste era músico de formación, cantaba, componía y tenía cierta soltura como intérprete de piano y violonchelo, pero, como cuenta Henry-Louis de La Grange, “a este gran reformador, a este genial soberano del Siglo de las Luces, solo le gusta verdaderamente la música del pasado”. A ese amor por la música del pasado se deben sus observaciones sobre las obras de Mozart durante estos primeros años vieneses, empezando por su famosa frase sobre la nueva ópera: “Vuestra partitura contiene un número excesivo de notas”, expuso al compositor, a lo que éste respondió: “Contiene las necesarias, majestad”.

Entre 1782 y 1786, entre El rapto del serrallo y Las bodas de Fígaro, cuando su popularidad y reputación en la ciudad se encontraban en sus puntos más altos, Mozart compuso sus grandes conciertos para piano. En 1782 confesaba a su padre que en los K. 413, 414 y 415 buscaba “encuentro entre lo demasiado fácil y lo demasiado difícil. Son muy brillantes y placenteros al oído, pero sin resultar vacíos, por supuesto”. En adelante la lista se fue ampliando hasta alcanzar, con los seis conciertos de 1784, la culminación de absoluta de la forma, como si no se pudiera llegar más lejos. Para Charles Rosen, “a partir de aquí, no hubo más progresos técnicos: todo lo que hizo después fue, en cierto sentido, una ampliación de los descubrimientos realizados con estos seis conciertos. Ahora bien, lo que faltaba por explorar era el peso emotivo que podía llevar el género”.

En ese momento apareció el Concierto n° 20 en re menor, K. 466, estrenado en 1785 en el curso de unos conciertos de suscripción en una pequeña sala llamada Mehlgrube, con capacidad para unas ciento cincuenta personas. Para Stuart Isacoff, “aquellas veladas íntimas en Viena cambiaron el mundo. Los conciertos de Mozart representan el nacimiento del concierto moderno, además de la transformación del piano, que pasó de ser una oscura novedad a un compañero musical indispensable”. Además, en el n° 20 Mozart explora rincones sombríos hasta entonces desconocidos en su música instrumental, innovando no desde la forma o la arquitectura externa de la obra, sino desde el interior de la partitura.

Su movimiento inicial empieza con un motivo amenazante, nervioso, tenso, en piano que rápidamente se presenta de manera radical en forte, como contraste que rompe cualquier posibilidad de simetría. El solista se presenta después “en un especie de soliloquio hamletiano” (Philip Downs), con un tema que la orquesta no va a interpretar nunca literalmente, aunque lo va a tomar como referencia, manteniendo en todo momento la tensión dramática del comienzo, que circula por la partitura como una corriente impetuosa. Los brotes de violencia se reproducen incluso en el corazón de la Romanza, donde Mozart abandona el apacible diálogo cantabile entre piano, cuerdas y vientos para regresar a las zonas oscuras en las que se reconoce el latido emocional de la obra. Las modulaciones bruscas y repentinas, unidas a una trepidante energía orquestal, hacen del Rondó un movimiento especialmente vigoroso que acaba liberando todos sus fermentos dramáticos en una brillante coda de naturaleza solar, en modo mayor, imbuida de una vivacidad típicamente mozartiana. En todo ello el concierto, el primero de los dos de Mozart en modo menor, contempla desde la distancia el Don Giovanni, del que diría José II que “es divino, tal vez más hermoso incluso que Fígaro, pero no es un plato para el paladar de los vieneses”.

Con la muerte del emperador en 1790 Mozart perdió a un protector que, sin comprender y ser completamente afín a su música, había propiciado su difusión. Muy pocos compositores podrían decir lo mismo de los gobernantes bajo los que desarrollaron sus carreras. Sin duda, el de Shostakovich es uno de los casos más extremos. Nacido en San Petersburgo en 1906, vivió de joven los acontecimientos que desembocaron en la creación de la Unión Soviética, cuya política cultural, dispuesta a controlar todos y cada uno de sus pasos, le incomodaría bastante a lo largo de su vida. El régimen soviético era especialmente tenaz en su persecución de arte contrario al realismo socialista, que representaba, según la definición de Zhdanov, “un método creativo basado en un reflejo auténtico y concreto, desde el punto de vista artístico, de la realidad en su desarrollo revolucionario”. Musicalmente esto se traducía en un lenguaje más accesible y optimista “para el pueblo”.

Hubo dos momentos en los que Shostakovich vivió con especial dureza la censura soviética. El primero se dio en 1936, tras una representación en Moscú de Lady Macbeth del distrito de Mtsensk a la que asistió Stalin; el Pravda, el periódico oficial del Partido, publicó dos días después una crítica no firmada en la que denunciaba que “en una época en que nuestros críticos propugnan el realismo socialista, la obra de Shostakovich presenta un naturalismo vulgar”, reprobando el carácter “caótico”, “pequeñoburgués” y “absolutamente apolítico” de la música. ¡Si se tratara solo, como en Mozart, de un número excesivo de notas! Años más tarde, en 1948, Shostakovich y otros compositores (entre ellos Prokofiev) fueron acusados de representar en sus obras “con especial intensidad aspiraciones formalistas y tendencias antidemocráticas ajenas al pueblo soviético y a sus gustos artísticos”. Shostakovich, que perdió su puesto de profesor en el Conservatorio y hubo de hacer un curso correctivo de marxismo-leninismo, respondió con la promesa de “volver a intentar crear obras sinfónicas que fuesen más fáciles de entender y más accesibles para la gente desde el punto de vista de su contenido ideológico, lenguaje musical y forma. Trabajaré con más diligencia aún para materializar en la música las imágenes del heroico pueblo ruso”.

Bajo un ambiente algo más relajado, desaparecido ya Stalin, en 1956 encontramos a Shostakovich trabajando en una sinfonía, la futura Sinfonía n° 11 en sol menor, sobre la Revolución de 1905, “un período de la historia de este país que me resulta muy cercano y que encontró un eco de fuerte expresividad en los cantos revolucionarios de los trabajadores”. En esencia, la Revolución de 1905 supuso el alzamiento del campesinado y la clase obrera rusa ante la autocracia zarista. El llamado “Domingo sangriento” la infantería rusa reprimió violentamente una protesta pacífica ante el Palacio de Invierno en San Petersburgo, residencia del zar Nicolás II, causando centenares de víctimas. Como consecuencia se dieron insurrecciones, movilizaciones y huelgas que desenlazaron en la universalización de los derechos políticos y más tarde, tras la Revolución de 1917, en la abdicación del Zar y el ascenso al poder de los bolcheviques.

Dicho relato configura el programa y el espíritu de la monumental sinfonía, concluida en octubre de 1957. Sus cuatro movimientos (“La Plaza del Palacio”, “El 9 de enero”, “In Memoriam” y “El rebato”) determinan la estructura, mientras que el clima melódico viene marcado por varias citas de cantos revolucionarios que se distribuyen por toda la obra y se contraponen a los motivos propios. El primer movimiento sitúa al oyente en la Plaza del Palacio de Invierno en las horas previas a la Revolución, como se palpa en su ambiente frío y sereno, escuchándose al fondo cantos provenientes de las celdas de la prisión de la Fortaleza de Pedro y Pablo. En “El 9 de enero” Shostakovich representa musicalmente la procesión de los protestantes desarmados que portan retratos del zar, así como la violenta de la represión y la posterior oración por los caídos. El tercer movimiento es un homenaje a éstos en forma de marcha fúnebre, culminando la sinfonía con una salvaje marcha revolucionaria que, al grito de “Bajad las cabezas”, llama heroicamente a la revolución.

La sinfonía se estrenó en Moscú el 30 de octubre de 1957, con Natan Rajlin al frente de la Sinfónica Nacional, dentro de las celebraciones del cuarenta aniversario de la revolución. Unos días más tarde la ofreció Yevgeni Mravinski en Leningrado. A diferencia de la Sinfonía n°10, admirada en el mundo occidental pero ampliamente discutida en la Unión Soviética, la presentación de la n° 11 fue acogida con gran entusiasmo entre los suyos, mientras que en el extranjero fue vista como un paso atrás. Pero ello no impidió que los reconocimientos le llegasen de ambos lados: en 1958, además de recibir el premio Lenin en su país, fue nombrado miembro de honor de la Academia de Santa Cecilia de Roma, doctor honoris causa de la Universidad de Oxford y comendador de la Orden francesa de arte y literatura. Si ese mismo año sorprendió al público con una opereta, Moscú-Cheriomushki, pudo ser en parte para descansar la mente, para encontrar un espacio de libertad y de pensamiento musical puro a salvo de dictados ideológicos. Como él mismo defendió, “las composiciones populares nada tienen de malo y menos aún de peligroso. Mozart y Beethoven escribieron composiciones ligeras y nadie se las echa en cara”.

Asier Vallejo Ugarte

KHATIA BUNIATISHVILI – Piano

Nacida en 1987 en Georgia, Khatia Buniatishvili estudió en Tbilisi con Tengiz Amiredjibi y en Viena con Oleg Maisenberg.

En 2008 hizo su debut en Estados Unidos en el Carnegie Hall. Desde entonces, ha actuado en Hollywood Bowl, BBC Proms, Festival de Salzburgo, Festival de Verbier, La Roque d’Anthéron, «Progetto Martha Argerich» y en las grandes salas: Carnegie Hall de Nueva York, Walt Disney Concert Hall de Los Ángeles, Royal Festival Hall de Londres, Musikverein y Konzerthaus de Viena, Concertgebouw de Ámsterdam, Filarmónica de Berlín, Teatro de los Campos Elíseos, La Scala de Milán, Teatro La Fenice de Venecia, Palau de la Música Catalana en Barcelona, Zurich Tonhalle, Suntory Hall de Tokio, etc.

Entre los compañeros musicales de Khatia están los principales directores del mundo como el gran Zubin Mehta, Kent Nagano, Neeme Järvi, Paavo Järvi, Mikhail Pletnev, Vladimir Ashkenazy, Semyon Bychkov, Yannick Nézet-Séguin y Philippe Jordan; y afamadas orquestas como Filarmónica de Israel, Filarmónica de Los Ángeles, Sinfónica de San Francisco, Philadelphia, Sinfónica de Toronto, Sinfónica NHK, Sinfónica de Londres, Sinfónica de la BBC, París, Filarmónica della Scala, Sinfónica de Viena, Filarmónica de Rotterdam, Filarmónica de Munich, etc.

Khatia ha ganado en dos ocasiones el premio ECHO Klassik (en 2012 y 2016) por su álbum Liszt y por Kaleidoscope. Su último lanzamiento es el disco Rachamninov concertos 2 & 3 con Filarmónica Checa y Paavo Järvi (Sony Classical).

PABLO GONZÁLEZ

Reconocido como uno de los directores más versátiles y apasionados de su generación, Pablo González es un músico que transmite gran inspiración tanto a orquestas como a públicos de todo el mundo, “atento a cada uno de los silencios e inicios de la orquesta sinfónica al completo, tejiendo y poniendo orden en esta revolución tonal” (Opera World).

Primer Premio en el Concurso Internacional de Dirección de Cadaqués y en el “Donatella Flick”. De 2010 a 2015 fue Director Titular de la Orquestra Simfònica de Barcelona i Nacional de Catalunya. Anteriormente, fue también Principal Director Invitado de la Orquesta Ciudad de Granada.

Entre sus recientes y próximos compromisos destacan sus apariciones con la The Hallé, City of Birmingham Symphony Orchestra, Konzerthausorchester Berlin, Frankfurt Radio Symphony, Gürzenich-Orchester Köln, Dresden Philharmonic, Deutsche Radio Philharmonie Saarbrücken Kaiserslautern, Helsinki Philharmonic, Lahti Symphony, Residentie Orkest,  Orchestra della Svizzera Italiana y las orquestas sinfónicas de Bilbao y Galicia.

En las últimas temporadas, Pablo González ha dirigido importantes formaciones: Deutsche Kammerphilharmonie Bremen, Netherlands Philharmonic Orchestra, Scottish Chamber Orchestra, BBC National Orchrestra of Wales, Warsaw Philharmonic, Orchestre Philharmonique de Liége, Orquesta Nacional de España, Orquesta Sinfónica de RTVE y Kyoto Symphony Orchestra, entre otras.

Nacido en Oviedo, Pablo González estudió en Guildhall School of Music and Drama de Londres. Actualmente reside en la ciudad de Oviedo.

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