Conciertos
BOS 14
Mahler 5 con Inbal | Abono de Iniciación
Gustav Mahler (1860-1911): Sinfonía nº 5 en Do sostenido menor
I. Trauermarsch
II. Sturmisch bewegt
III. Scherzo: Kraftig, nicht zu schnell
IV. Adagietto
V. Rondo – Finale
Eliahu Inbal, director
FECHAS
- 25 de abril de 2019 Palacio Euskalduna 19:30 h. Comprar Entradas
- 26 de abril de 2019 Palacio Euskalduna 19:30 h. Comprar Entradas
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UNA BRIZNA DE ETERNIDAD
Más de cien años después de su composición, la Quinta Sinfonía de Mahler sigue resultando atractiva a nuestros oídos. Su discurso mantiene nuestro pensamiento atento al devenir de la música, al tiempo que nos conmueve y nos maravilla. Probablemente esto sea así porque la Quinta nació -como toda la obra de este hombre repleto de incertidumbres vitales y de férreas convicciones estéticas- de la sinceridad.
Pero, además, esta partitura rebosa humanidad. La misma que Mahler (Kaliste-Bohemia, 1860 – Viena, 1911) reivindicaba y anhelaba, manteniéndose difícilmente a flote en un océano de contradicciones: las propias de un judío que solo podía alimentar su talento con tenacidad, en un mundo de oropel decadente, superficial y antisemita, que tenía su epicentro en la capital del Imperio austro-húngaro. Viena simbolizaba la paradoja, pues era el espléndido exponente de una manera de vivir un sueño de lujo y desenfreno cotidiano, al borde de la quiebra: la corona real e imperial de los Habsburgo se asomaba al abismo de la Primera Guerra Mundial mientras, en Viena, las tensiones entre los últimos vestigios de la belleza alimentada de refinamiento y equilibrio y las fuerzas incontrolables del expresionismo y el ansia de innovación hacían convivir la pintura de Oskar Kokoschka y Egon Schiele con la de Gustav Klimt; los textos de Robert Musil con los de Hugo von Hofmannsthal y la arquitectura de Otto Wagner con la de Adolf Loos. En aquella Viena de principios del siglo XX, dio a conocer Freud una nueva manera de comprender las raíces del comportamiento humano y unas técnicas de tratamiento de la neurosis que reunió bajo el término ‘psicoanálisis’, allí cambió Wittgenstein el rumbo de la filosofía alemana y Schönberg diseñó el dodecafonismo. Pero en esa Viena pletórica de pensamiento, arte y cultura, la miseria, la insalubridad, el desempleo, la prostitución y la corrupción ahogaban a una ciudadanía invisible para las clases altas, incapaces de ver y oír lo que era evidencia y estruendo.
En ese marco histórico y artístico, en esa ciudad que admiraba y despreciaba a Mahler a partes iguales -de nuevo la irreconciliable dicotomía-, desarrolló el músico su titánica carrera como uno de los grandes directores de la Historia y compositor de una magna obra sinfónica: genuina, frondosa, lírica y robusta, como la madre Naturaleza que Mahler reverenciaba y disfrutaba con pasión. Una obra que nos sigue complaciendo porque habla de vida. Desde luego, de la vida de Mahler –lo decía Pierre Boulez: “La música, en Mahler, no desmiente el argumento biográfico”- pero también, y en parte, de la vida de cada uno de nosotros: “Convertiré el dolor en música, y no sólo el dolor. Crearé un mundo musical en el que todo tenga cabida: la noche y el día, la luz y la oscuridad, la risa y el llanto, el helado invierno y la alegre primavera, el ardiente verano y el melancólico otoño, el amanecer y el crepúsculo. La alegría y el sufrimiento se convertirán en música.” Con esta declaración describía Mahler su intención de poner sonido a un universo, el humano, repleto de contradicciones, paradojas, anhelos, dudas y realidades: “Para mí, escribir una sinfonía es como construir un mundo”. Para nosotros, es como si Mahler pretendiera que una brizna de eternidad viniera a fecundar nuestro tiempo vital…
Mahler creía en el progreso del género humano y en la misión redentora del arte, pero su pensamiento no se quedó en la dimensión humana que reside en el interior de las personas, sino que entendió la plena humanidad desplegada en comunión con la Naturaleza, entreverada con ella: «Debo recorrer toda la belleza que existe sobre la verde tierra», había escrito en 1884. Y más tarde se reafirmaba: “Mi música es, siempre y en toda su extensión, un sonido de la Naturaleza”. Y es que la Naturaleza, en su inabarcable magnitud, suponía para Mahler refugio, fuente de inspiración y metáfora de su cosmos musical: variado pero coherente, repleto de detalles infinitos, pero vertebrado por la unidad. Mahler comenzó su Quinta Sinfonía durante las vacaciones del verano de 1901, en la casa que se había hecho construir en Maiernigg a orillas del lago Worthersee y en un momento de seguridad en sí mismo: “Me siento en plena posesión de mis poderes y de mi técnica, percibo que domino mis medios de expresión y me considero capaz de realizar cualquier cosa que me proponga”. Era la época en que conoció y se casó con Alma Schindler. Él tenía cuarenta y un años. Ella, veintidós.
En esta obra Mahler prescindió de un programa extramusical y pretendió música abstracta, absoluta, no inspirada en conceptos filosóficos o espirituales: “No habrá en mi obra elementos románticos o místicos; será la expresión, simplemente, de un poder sin paralelo, de la actividad de un hombre a la luz del sol, un hombre que ha alcanzado su clímax vital”. Terminó la sinfonía en el otoño de 1902.
Irremediablemente, la Quinta nos habla de vida porque avanza, en una lucha heroica, desde la contundente y lamentosa marcha fúnebre inicial hacia un final radiante, fascinador y alegre que nos reconcilia con el mundo y nos llena de vigor y agradecimiento hacia este músico tan genial como humano. Al igual que la vida, esta sinfonía se presenta repleta de sensaciones, significados y emoción y, del mismo modo que la vida, está dividida en etapas (o partes).
La primera de ellas tiene dos movimientos. En el primero Mahler nos indica Marcha fúnebre. Con paso mesurado. Severo. Como un cortejo fúnebre y, efectivamente, discurre inexorable, conduciéndonos por vericuetos sonoros por los que se deslizan, en un desarrollo ineludible, el tema que nos presenta la trompeta y el que canta líricamente la cuerda.
El segundo movimiento Tempestuosamente agitado, con la mayor vehemencia, nos ofrece una explosión sonora potente y de gran sentido rítmico que, sin embargo, permite la alternancia de momentos de gran intensidad emocional reflejada en generosos clímax orquestales, con pasajes de líneas claras que se entrelazan en un contrapunto sinfónico refinado, sutil y sugerente.
La segunda sección alberga un Scherzo atrevido y expansivo –Enérgicamente, no demasiado deprisa– en el que, como en un gran fresco, el compositor juega con el vals ofreciéndonoslo en múltiples perfiles: rústico, desenfadado, infantil, violento, elegante, meditativo o mundano. En el corazón del movimiento descubrimos un delicioso Trío.
La tercera sección se abre con un regalo: el íntimo y contemplativo Adagietto, orquestado con gran delicadeza -sólo arpa y cuerdas- y con vocación de romanza, como una ofrenda de amor. Su milagrosa sobriedad tímbrica, su lirismo ensoñador y su ligereza contrastan con la riqueza de los colosales movimientos que lo rodean y le dan un cierto aire de irrealidad e imposible suspensión en perpetuo movimiento. Se hizo célebre gracias a la película de Visconti Muerte en Venecia, basada en la novela homónima de Thomas Mann, quien profesaba una profunda admiración por Mahler –y Visconti por ambos.
El Rondó-Finale. Allegro se inicia con una alegría de apariencia simple: las individualidades tímbricas se entretejen en una estructura formal de tratamiento endiabladamente complejo que, sin embargo, no requiere ningún esfuerzo para ser disfrutada. El compositor hace gala de una maestría en la técnica del contrapunto, que sirve de vehículo para esta vital expresión de gozo y lleva a la sinfonía a una conclusión gloriosa.
La fascinación de la Quinta de Mahler no ha caducado en el siglo XXI. Probablemente -queda dicho- porque nació de la autenticidad, pero quizá también sea cierto que Mahler se anticipaba a una época que estaba por venir: “¡Ah!, si pudiera estrenar mi sinfonía cincuenta años después de mi muerte…”, escribió el compositor a su esposa, mientras ensayaba la obra para su estreno, que tuvo lugar en Colonia el 18 de octubre de 1904. También es célebre su frase “mi tiempo llegará”, que refleja su inquietud por no ser comprendido hasta después de su muerte. Pero no solo Mahler creía en su anticipación: Leonard Bernstein, uno de los principales artífices del renacimiento mahleriano en los años sesenta del siglo XX opinaba que “tan sólo después de haber experimentado todo esto a través de los humeantes hornos de Auschwitz, las junglas frenéticamente bombardeadas de Vietnam, el asesinato de Dallas, la arrogancia de Sudáfrica, las purgas trotskistas, el Poder Negro, las Guardias Rojas, la plaga del macartismo, la desenfrenada carrera armamentística… Únicamente después de todo eso podemos escuchar finalmente la música de Mahler y entender que lo predijo todo”.
Visionaria y hermosa, en palabras de Bruno Walter “la Quinta es unas veces apasionada y otras salvaje, heroica, exuberante, ardiente, solemne o tierna, recorriendo toda la gama posible de emociones”. Para Herbert von Karajan, “una buena interpretación de la Quinta de Mahler es una experiencia transformadora. El fantástico final te obliga a contener la respiración. Cuando alguien escucha la Quinta, olvida que el tiempo ha pasado”.
De lo que no cabe duda es de que la música de Mahler supone un paréntesis de belleza en el flujo de la rutina, un instante de éxtasis estético que ilumina nuestra cotidianidad.
Acomódense en sus butacas, porque hemos sido convocados a contemplar con los oídos este universo sonoro preñado de sentimientos, contradicciones, vacilaciones y anhelos y a festejar la vida a través de esta deslumbrante y heterodoxa unidad que es el pensamiento musical de Mahler. Todo un festín para el alma y el oído. Disfruten.
Mercedes Albaina
ELIAHU INBAL – Director
Nacido en Israel, Eliahu Inbal empezó sus estudios en la Academia de Jerusalem, prosiguiendo luego en París, Hilversum y Siena con Franco Ferrara y Sergiu Celibidache. Ganó a los 26 años el Primer Premio en el Concurso de Dirección Cantelli.
Desde 1974 a 1990, el Mº Inbal fue Director de Música de la Orquesta Sinfónica de la Radio de Frankfurt, siendo nombrado Director Honorario en 1995. Desde ese mismo año hasta 2001, fue Director Titular de la Orquesta Sinfónica Nacional de la Rai Torino, y en 2001 fue nombrado Director de Música de la Orquesta Sinfónica de Berlín tras haberla dirigido desde 1992.
En Enero 2007, Eliahu Inbal fue nombrado nuevamente Director de Música del Teatro La Fenice de Venecia, tras haber desempeñado dicho cargo desde 1984 a 1987. Fue nombrado Director Titular de la Orquesta Metropolitana de Tokyo en Abril 2008, siendo también, desde la temporada 2009/10, Director Titular de la Filarmónica Checa.
Fue galardonado por el Gobierno Francés como “Officier des Arts et des Lettres” (1990) y recibió la Medalla de Oro de Viena (2002), la Medalla Goethe de Frankfurt, así como la Orden al Mérito de la República Federal de Alemania en 2006.
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