Conciertos
BOS 17
Grimal y el concierto de Tchaikovsky
David Grimal, violín y dirección
PIOTR ILYICH TCHAIKOVSKY (1840 – 1893)
Concierto para violín y orquesta en Re Mayor Op. 35
I. Allegro moderato
II. Canzonetta: Andante (attacca)
III. Finale: Allegro vivacissimo
David Grimal, violín
JOHANNES BRAHMS (1833 – 1897)
Sinfonía nº 4 en mi menor Op. 98
I. Allegro non troppo
II. Andante moderato
III. Allegro giocoso
IV. Allegro energico e passionato – Più allegro
Dur: 75’ (aprox.)
FECHAS
- 03 de junio de 2021 Palacio Euskalduna 12:00 h. Comprar Entradas
- 03 de junio de 2021 Palacio Euskalduna 19:30 h. Comprar Entradas
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Permitan que me entusiasme
Hay buenos motivos para ello. Por un lado, con este concierto celebramos el final de una temporada que, dadas las circunstancias, es todo un éxito haber podido simplemente llevar a cabo. Así que felicitémonos porque haya sido posible que la música haya venido diecisiete veces a rescatarnos por un rato de las inquietudes y los debates de estos tiempos de pandemia. Y felicitemos a quienes lo han hecho posible: los músicos, los responsables de la orquesta y, cómo no, nosotros, el público.
Y luego está el programa de hoy. Un cierre brillante compuesto por dos piezas grandiosas que seguramente todos ustedes tienen en la memoria y que llaman, efectivamente, al entusiasmo. Dos de esos hitos del repertorio que constituyen un reto para los intérpretes, que tienen que enfrentarse a una larga tradición y a la exigencia de sus oyentes, y un esperado reencuentro para todos los aficionados.
Aunque son casi contemporáneas y a primera vista parecen pertenecer a un estilo similar –el romanticismo tardío de la parte final del siglo XIX– estas dos obras resultan muy diferentes entre sí, como lo eran las personalidades y el modo de trabajo de sus autores. Igual que respecto a cualquier trabajo sinfónico de esta época, de uno u otro modo podemos preguntarnos acerca de ellas de qué modo se posicionan ante la herencia de Beethoven. Y podemos tratar de entenderlas a la luz de las discusiones de su momento histórico en torno al significado y la forma de la música.
Tanto Brahms como Tchaikovsky sintieron profundamente la dificultad de seguir las huellas de Beethoven. ¿En qué consistía el reto? El maestro de Bonn había creado un modelo estructural consistente en partir de unos temas y desarrollarlos hasta extraer de ellos todas sus posibilidades, transformarlos y dar forma al conjunto de la obra a partir de la fecundidad de tales temas y de la creatividad del compositor, logrando así el equilibro entre unidad y variedad. Quizá el ejemplo más conocido es el de la quinta sinfonía, escuchada aquí a principio de esta temporada, en la que apenas cuatro notas son capaces de fertilizar todo el extraordinario conjunto de la obra. Además, el modelo beethoveniano incluye la habilidad de graduar la tensión para conducir al oyente hasta puntos culminantes que fuerzan al máximo las posibilidades de la forma sonata.
Todos los músicos románticos del entorno germánico trataron de seguir ese camino o profundizar en él de un modo u otro. Es conocido que Brahms, preocupado por el modo de afrontarlo, y también por aplicar las enseñanzas de Schumann, tardó muchos años en atreverse con su primera sinfonía. Hoy escucharemos la última: un soberbio ejemplo de cómo logró crear su propio modelo. Tchaikovsky, sin embargo, siempre dudó de su propia capacidad para redondear ese tipo de trabajo y tuvo que recurrir a su incomparable inspiración melódica para sustituir las carencias estructurales de sus obras. Él mismo lo explicaba en una carta al Gran Duque Constantino: “He sufrido toda mi vida por mi incapacidad para captar la forma en general. He luchado contra esa debilidad innata; no sin buenos resultados, estoy orgulloso de decirlo. Sin embargo, iré a mi tumba sin haber producido nada realmente perfecto en su forma. Con frecuencia hay relleno en mis obras. Para un ojo experimentado, los puntos se ven en mis costuras… pero no puedo evitarlo”.
El único concierto para violín del músico ruso es un excelente ejemplo de cómo supo sobreponerse a estas dificultades gracias a su facilidad para construir temas inolvidables y a su potencia emocional, un rasgo que le ha acarreado tantas críticas despiadadas por sus supuestos excesos pasionales y la falta de rigor constructivo. Por eso que Luis Ángel de Benito, no puedo evitar citarlo, en su programa dedicado a esta obra en Radio Clásica llamó “sacar la Barbie Cascanueces que llevamos dentro”. Pero estamos hablando de entusiasmo, ¿verdad? Permitámonos entusiasmarnos y dejarnos arrastrar por la intensidad sentimental y la belleza extraordinaria de esta obra.
Fue creada en 1878 en un momento difícil de los muchos que jalonan la biografía de su autor, cuando huyó de Rusia para recuperarse de su inevitable fracaso matrimonial con Antonina Miliukova, que lo había conducido al desastre emocional. El refugio no podía ser más adecuado: la localidad suiza de Clarens, a orillas del lago Lemán, donde la amistad con el violinista Iósif Kotek lo inclinó a escribir el concierto. Cuánto hay en esta música del impulso emocional de la recuperación anímica del compositor, cuánto de la impresionante belleza del paisaje suizo o de la nostalgia rusa (evidente en el segundo movimiento) es difícil de evaluar, pero casi incuestionablemente la vida del creador se inmiscuye en su creación. Y así se hace capaz de resonar en nuestra propia emoción.
El amplio primer movimiento está basado en dos temas que tienen como elemento común iniciarse con sendas progresiones ascendentes. El primero de ellos, de mayor protagonismo, lo expone el violín nada más darse a conocer tras la breve introducción de la orquesta: es una melodía tranquila y serena, pero dará lugar con frecuencia a virtuosísticas evoluciones del solista, que protagoniza todo el desarrollo. Para dejarle descansar, en dos ocasiones a lo largo del movimiento, el tema principal se presentará a plena orquesta con aire majestuoso y con un acompañamiento que recuerda al ritmo característico de la polonesa pero transplantado a un compás de cuatro partes; una mirada al norte que nos traslada a las grandes danzas de las óperas y los ballets de Tchaikovsky.
Esa muestra de nostalgia se ve amplificada en la canzonetta, el segundo movimiento (que no fue escrito al primer intento, sino que sustituyó más tarde a la primera opción), construido sobre una melodía maravillosa en modo menor que se ilumina levemente en su parte central. Cuando la obra se estrenó en Viena, a pesar de la buena acogida por parte del público, algunos críticos mostraron ya la dureza con la que la crítica ha tratado a Tchaikovsky tradicionalmente, enfatizando, precisamente, el aire sentimental que se suele asociar a la música rusa y que se aprecia especialmente en esta canzonetta. Así, el temible Eduard Hanslick, más brahmsiano que Brahms, después de considerar el concierto “pretencioso y demasiado largo” le achacó despectivamente su “tufo ruso”, lo que, por cierto, no habla demasiado bien de las opiniones de Hanslick, pero sí de su fino oído, puesto que, efectivamente, el carácter ruso asoma cada vez más claramente a medida que avanzamos.
Y es en el tercer movimiento donde más se aprecia, pues sus tres motivos básicos tienen un marcado tono popular que nos lleva a los orígenes de su autor. Triste situación la de éste, ya que, al mismo tiempo que la crítica vienesa lo despreciaba por ser demasiado ruso, sus compatriotas, los músicos nacionalistas del grupo de los Cinco, le achacaban con frecuencia no serlo suficientemente. En todo caso, el tiempo y nuestro entusiasmo pueden compensarle póstumamente y el último movimiento de la obra es una buena ocasión para ello. En una estructura muy sencilla, por dos veces el primer tema, una danza vertiginosa que obliga al solista a correr arriba y abajo del mástil de su violín, alterna con una segunda idea, aún más rústica, basada en un bordón, y un interludio sentimental que permite un poco de reposo antes de lanzarse de nuevo a la brillante exhibición de virtuosismo que nos conduce al final.
Y después de dejarse entusiasmar por Tchaikovsky, nos enfrentamos a la monumental despedida de Brahms del género sinfónico; una pieza escrita, como la anterior, en un retiro campestre en Mürzzuschlag, un pueblecito de Estiria, pocos años más tarde, en 1884. Quizá porque en esta época el músico estaba leyendo las tragedias de Sófocles, escuchar esta obra es como leer el Quijote, como contemplar la Capilla Sixtina o como asistir a una representación de Shakespeare, es decir, experimentar a través de las grandes obras artísticas toda la complejidad, la grandeza y la miseria de la condición humana.
Quizá estoy abusando de su permiso para entusiasmarme, discúlpenme, pero en pocas piezas como en ésta se combina de manera tan grandiosa la madurez de un creador, su solidez constructiva y su sabiduría técnica con la profundidad de la expresión y la humanidad de su mirada, llena de matices, dramática, expresiva y variada.
Los primeros oyentes se vieron sacudidos por tanta riqueza y eso motivó que la sinfonía tardase algunos años en ser completamente asumida, debatiéndose mientras tanto entre el éxito en algunas plazas y cierta incomprensión en Viena, que terminó en 1897, cuando el público despidió con lágrimas a un Brahms ya muy enfermo escuchando esta obra poco antes de su fallecimiento. Podemos ver esas dudas iniciales en la reacción que tuvo el mismo Hanslick que antes nos salía al paso al escuchar la reducción para piano en casa de Brahms antes del estreno; a pesar de ser el gran paladín de la causa brahmsiana, después del primer movimiento afirmó que había tenido la sensación de “estar recibiendo continuamente una paliza”. Una vez más, el crítico, aunque con sus característicos malos modos, expresaba algo cierto: la potencia expresiva del inicio de la obra nos puede inundar y remover profundamente.
Se inicia con un tema construido a base de terceras descendentes que recorren todo el ámbito de la tonalidad: sí – sol – mí – do – la – fa# – re – sí. Esta cadena de terceras, significativamente, fue empleada por Brahms en algunas otras obras para expresar la idea de la muerte (en algunas de sus últimas canciones para voz y piano, por ejemplo). En esta ocasión se expone en la cuerda con un ritmo que, evocando al inolvidable Fernando Argenta, podemos llamar arrastrado, como en los buenos tangos. Esta melodía elegíaca se combina con un vibrante segundo tema (literalmente vibrante: fíjense en la mano izquierda de los instrumentistas de cuerda cuando lo interpreten) que no remonta el modo menor y mantiene toda la intensidad; sólo el tercer motivo nos permite recuperar el aliento, como cuando al final de una tormenta se rasgan las nubes y aparecen los primeros rayos de sol.
El desarrollo hará especial hincapié en el primer tema. Y ahora podemos volver al principio de estas notas, cuando hablábamos de la diferencia entre Tchaikovsky y Brahms, puesto que en las transformaciones que sufre esta idea musical es donde podemos apreciar ese talento para la transformación de los materiales y para realizar con sus variaciones una estructura compleja tan característico de Brahms y del que Tchaikovsky confesaba carecer. De sólo una cadena de intervalos iguales surgen posibilidades expresivas tan diferentes como la reexposición del tema, a cargo de las maderas y a la que la sección de cuerda otorga con sus arpegios una resonancia inquietante, o la presentación tremenda en la coda del movimiento, con toda su fuerza ya desatada hasta ese ominoso redoble de timbal que culmina la “paliza” emocional de la que se quejaba Hanslick.
Lo maravilloso es que toda esa intensidad expresiva depende precisamente de la sabiduría de Brahms para organizar los elementos de la música en una estructura implacable que va conduciéndonos gradualmente de uno a otro estado de ánimo a través de la evolución de los temas hasta la conclusión en la que se desata toda la fuerza.
El autor sabía que escuchar este primer movimiento podía resultar duro (y qué decir del cuarto). En una carta a Hans von Büllow, el gran director, a quien esperaba confiar el estreno, comenzaba por referirse a su obra, con su habitual autoironía, como “unos cuantos entreactos,… algo que podría llamarse una sinfonía”, pero luego reconoce que será difícil conectar con el público: “temo que choque con el ambiente de este país. Las cerezas no están dulces y sospecho que nadie querría comerlas”.
Así que, para compensar, el segundo y el tercer movimiento nos dan sendos respiros. El segundo nos introduce en una atmósfera extrañamente arcaica debida al empleo en el tema inicial expuesto por las trompas del modo frigio medieval, que altera nuestra conciencia diatónica; luego el tema evoluciona a diferentes coloridos y, desde el aire contemplativo del inicio, llegamos a una parte central por momentos apasionada.
El scherzo nos lleva a una fiesta en el campo (según algún biógrafo de Brahms, inspirada en las representadas en sus tablas por Brueghel… cualquiera sabe si el biógrafo estuvo un poco inspirado de más, pero si non è vero è ben trovato). No nos dejemos engañar por su aire despreocupado; la construcción es tan rigurosa como la del resto de la obra y responde a la misma técnica de ir desarrollando los temas para que cada uno dé lugar al siguiente a partir de células continuamente variadas, pero bueno… dejemos el análisis por un momento para bailar alegremente un rato con uno de los momentos más felices y bulliciosos de las sinfonías de Brahms.
Y habremos hecho bien en aprovechar ese momento de calma porque se aproxima ya, imponente, el cuarto movimiento. Hace unas semanas tuve el placer de hablarles en estas notas sobre otra obra del mismo autor, las Variaciones sobre un tema de Haydn. Decíamos entonces que estábamos ante un ensayo de Brahms antes de enfrentarse al mundo de la sinfonía; que en estas variaciones podíamos encontrar algunos de los rasgos que se desarrollarían posteriormente, como la genialidad en la técnica de la transformación de los temas; y que el final de la obra consistía en una passacaglia, una forma antigua rescatada por Brahms que se repetiría, cerrando el ciclo en el último movimiento de su última sinfonía. Bien: pues aquí lo tenemos todo para despedir la temporada a lo grande.
Una passacaglia o chacona es una forma que consiste en repetir incesantemente un bajo, es decir, una estructura armónica sobre la que el compositor debe construir diferentes variantes sin alterar el bajo pero dotando a la música de suficiente variedad, para lo cual debe de ser capaz de extraer todas las posibilidades, modificar a veces los acordes que se pueden construir sobre cada nota del bajo, desplazarlo a otras partes de la armonía, variar el ritmo, la orquestación, la textura, la articulación… todo un reto que aquí Brahms acepta y culmina titánicamente con un tema, treinta variaciones y la gran coda final.
La opinión más extendida, coherente con el carácter de la pieza y con el gran conocimiento que Brahms tenía de la obra de Bach, es que la secuencia de ocho acordes que constituye la base de todo el movimiento proviene del coro final de la Cantata BWV 150 del maestro de Eisenach, que es también una passacaglia; a ese patrón le añade un poco de cromatismo (un la#) para intensificar su sentido expresivo. Sobre tal modelo las variaciones se desarrollan en tres secciones para dar así consistencia a la estructura del conjunto. Las primeras once tras la presentación del tema extraen todas las posibilidades dramáticas del mismo; las siguientes cinco pasan a la mitad de velocidad al cambiar el compás de 3/4 a 3/2, de modo que la sección inicial, que comienza con el solo de flauta más asombroso de la historia de la sinfonía, resulta más serena, lo cual se refuerza por el paso de algunas de estas variantes a modo mayor; tras esto, se reexpone el tema aún con más fuerza retornando al tiempo inicial y la tensión dramática sigue en aumento hasta que, en la última variación antes de la coda, Brahms se las arregla para hacer reaparecer el motivo de las terceras descendentes con el que se abría el primer movimiento de la sinfonía, cerrando así el ciclo.
La sinfonía en conjunto y este final en particular culminan el modelo sinfónico de Brahms, basado en el desarrollo por variación y en la solidez de la estructura; la forma grandiosa en la que respondió al desafío de continuar tras las huellas de Beethoven.
No me digan que no es para entusiasmarse: un concierto para violín que nos muestra hasta dónde puede la inspiración de un músico sacar fuerzas para oponer el poder de la belleza a las dificultades de su vida y una de las más altas cumbres del género sinfónico: una de esas obras que justifican la existencia del arte como el testigo más fiel de la aventura humana.
Entusiasmémonos, pues, con esta música y con la esperanza de que, dentro de unos meses, en la nueva temporada, podamos disfrutar otros grandes conciertos de un modo cada vez más “normal”. Mientras tanto, el mejor de los deseos: que la música los acompañe cada día.
Iñaki Moreno Navarro
David Grimal
Violín y director
Actúa regularmente con destacadas orquestas; Orchestre de Paris, Philharmonique de Radio France, Chamber Orchestra of Europe, Berliner Symphoniker, Russian National Orchestra, English Chamber Orchestra, Mozarteum Orchestra Salzburg, Prague Philharmonia, Gulbenkian Orchestra, Sinfonia Varsovia, Budapest Radio Orchestra, New Japan Philharmonic, entre otras. Ha colaborado con directores como, Stanisław Skrowaczewski, Rafael Frühbeck de Burgos, Christoph Eschenbach, Lawrence Foster, Emmanuel Krivine, Michel Plasson, Heinrich Schiff, Peter Eötvös, Andris Nelsons, Jukka Pekka Saraste, François-Xavier Roth, Andrés Orozco-Estrada, Gerard Korsten, James Judd, Mikhail Pletnev y Matthias Bamert.
Ha actuado en salas como la Philharmonie y Théâtre des Champs-Élysées de Paris, Musikverein, Concertgebouw, Berlin Konzerthaus, Wigmore Hall, Victoria Hall, Lincoln Center, Conservatorio Tchaikovsky, Academia Ferenc Liszt, Suntory Hall en Tokio, Bozar en Bruselas, Auditorio Nacional, Sociedad Filarmónica de Bilbao, Palau de la Música de Valencia…
David Grimal es el director artístico y fundador de Les Dissonances. Como músico de cámara, ha participado en festivales internacionales en Piano trío junto a Philippe Cassard y Anne Gastinel y en formato de cuarteto de cuerdas con sus amigos del Quatuor les Dissonances: Hans-Peter Hofmann, David Gaillard y Xavier Phillips.
Muchos compositores le han dedicado obras, entre ellos Marc-André Dalbavie, Brice Pauset, Thierry Escaich, Jean-François Zygel, Alexandre Gasparov y Anders Hillborg. Ha grabado para los sellos EMI, Harmonia Mundi, Aeon, Naïve y Dissonances Records.
Como director artístico, David Grimal recibe regularmente invitaciones de orquestas para trabajar aplicando el método de Les Dissonances, entre ellas, la Orquesta Nacional de la Radio de Rumanía, Sinfónica de Galicia, Sinfónica de la Región de Murcia, Sinfónica de Taipei, Budapesti Vonósok, Royal Chamber Orchestra (Cracovia) y Moscow Chamber Orchestra.
Grimal fue nombrado Chevalier dans l’Ordre des Arts et Lettres por el Ministerio de Cultura francés en 2008. Es profesor de violín en el Musikhochschule en Saarbrücken y toca un Stradivarius ‘Ex-Roederer’ de 1710 con un arco de François-Xavier Tourte.
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