Conciertos
BOS 3
Christian Zacharias, piano y dirección
Franz Joseph Haydn (1732 – 1809).
Sinfonía nº 83 en sol menor Hob. 1:83 “La gallina”
I. Allegro spiritoso
II. Andante
III. Menuet: Allegretto
IV. Vivace
Wolfgang Amadeus Mozart (1756 – 1791).
Concierto nº 19 para piano y orquesta en Fa Mayor K. 459
I. Allegro vivace
II. Allegretto
III. Allegro assai
Christian Zacharias, piano
Francis Poulenc (1899 – 1963).
Sinfonietta*.
I. Allegro con fuoco
II. Molto vivace
III. Andante cantabile
IV. Finale: Prestissimo et tres gai
Wolfgang Amadeus Mozart (1756 – 1791).
Las bodas de Fígaro, Obertura K. 492
*Primera vez por la BOS
FECHAS
- 09 de noviembre de 2017 Palacio Euskalduna 19:30 h. Comprar Entradas
- 10 de noviembre de 2017 Palacio Euskalduna 19:30 h. Comprar Entradas
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LOS CLÁSICOS QUE FUERON
En un caso prácticamente único entre dos compositores de primer nivel y semejante trascendencia histórica, Haydn y Mozart no sólo fueron contemporáneos, sino que se conocieron, se admiraron y se influyeron mutuamente. Ambos crecieron como consecuencia de sus encuentros, que además coincidieron con períodos especialmente fructíferos en sus respectivas carreras. Es muy probable que se conocieran al poco de la llegada de Mozart a Viena, pero no hay constancia de que fuera así. Sí sabemos que en 1784 tocaron juntos (Haydn el violín, Mozart la viola) en una velada privada de cuartetos, y también que meses más tarde se volvieron a reunir para interpretar los tres últimos Cuartetos op. X de Mozart, dedicados precisamente a Haydn. Fue en ese momento cuando éste reconoció ante Leopold Mozart que consideraba a su hijo “el mayor compositor que conozco, de nombre o en persona”. Apenas hay documentos que avalen encuentros posteriores, aunque la relación se mantuvo (como mínimo) por carta.
En líneas generales, podemos decir que Mozart aprendió de Haydn en el campo de la forma, en el control de la organización estructural, mientras que la música de Haydn recibió de la de Mozart más drama, más profundidad, nuevas vías expresivas. En cuanto al estilo, eso sí, sus caminos fueron lo suficientemente diferenciados para que ambos mostrasen en sus obras una individualidad propia y a la vez lo suficientemente cercanos para que se pueda hablar de un estilo de época. Para Charles Rosen, en las obras de Haydn y Mozart, como en las de Beethoven, “los elementos contemporáneos del estilo musical -rítmicos, armónicos y melódicos- actúan conjuntamente y de forma coherente; sólo con ellos cuajan todos los elementos de la época con cierto grado de complejidad”. Mientras que Haydn reinó cómodamente en la sinfonía y el cuarteto, Mozart obtuvo sus mayores triunfos precisamente en las áreas en las que menos brilló su colega: la ópera y el concierto, donde al sonido del conjunto se oponía una voz individual.
Esa predilección de Haydn por la música instrumental pura tenía una explicación. Durante las tres décadas (entre 1761 y 1790) que permaneció al servicio de la familia Esterházy, en los palacios de Eisenstadt y Esterháza, sus actividades musicales se orientaban fundamentalmente al ocio, pero de ese alejamiento de Viena hizo un estímulo para realizar continuas innovaciones sobre los modelos que heredaba del pasado. Como él mismo confesó, “al estar apartado del mundo, me he visto obligado a ser original”. La sinfonía y el cuarteto le ofrecían el terreno más propicio para la experimentación, sobre todo a partir de la década de los setenta, en la que insertó su música en un clima de tensiones profundas resumidas en la agresividad del modo menor, el arraigo de las nuevas formas y la explosión del Sturm und Drang. Su fama creció lentamente y en 1780 logró su objetivo de tener un editor en Viena, Artaria, justo en un momento en que comenzaban a llegarle reconocimientos desde distintos puntos del continente. Cuatro años después era ya el músico más impreso en Inglaterra y Francia, el compositor más reconocido de Europa, y fue entonces cuando le llegó de París el encargo de seis sinfonías para la orquesta de los Concerts de la Loge Olympique. Compuestas entre 1785 y 1786, revelan a un Haydn “extraordinariamente extrovertido, decidido a llevar hasta el final, con los más vivos colores de la orquesta, la propensión al juego que ya se notaba en sus cuartetos” (Giorgio Pestelli). A ese grupo pertenece la Sinfonía nº 83 Hob.1: 83 en Sol menor, “La gallina”, en la que el compositor desplegó toda su inventiva sin alterar el equilibrio de la forma, que se mantiene rigurosamente fiel a las normas clásicas. El movimiento inicial se inicia con un enérgico tema al que enseguida se opone el acento bufo del segundo, que presta a la sinfonía su sobrenombre, pues su ingenioso juego entre la cuerda y el oboe debió de recordar a algún espectador del siglo XIX el cacareo de una gallina. Los dos temas se combinan y llegar a yuxtaponerse en el desarrollo, lo cual hace aún más visible el contraste entre ambos. El Andante, confiado sobre todo a la cuerda, es lírico en su esencia pese a la presencia de abruptas frases de transición entre distintos grupos temáticos. Los dos movimientos finales introducen un tono popular muy característico en Haydn. El Minueto se lo debe al eco de una lejana danza campestre, mientras que la Giga final lo muestra a través de una rusticidad que conduce a la carrera final con una ironía tan elaborada que la técnica de composición, soberbia, acaba por pasar inadvertida.
Al mismo tiempo que Haydn componía sus seis sinfonías París, Mozart se ocupaba de una nueva ópera sobre la obra teatral de Beaumarchais Le mariage de Figaro, que en Viena había sido prohibida por el emperador. La mediación de Da Ponte y su promesa de que transformarían por completo el texto original hicieron posible el estreno de Las bodas de Fígaro en el Burgtheater el primero de mayo de 1786, saldándose la noche con un triunfo descomunal del compositor. Hubo dos causas por lo que aquel estreno pudo considerarse histórico. En primer lugar, se trataba de una de las primeras óperas de la historia que no nacía fruto de ningún encargo. Por otro lado, con ella Mozart abolió para siempre las fronteras entre lo cómico y lo serio, introduciendo una nueva música de acción que atravesaba como un rayo las tensiones sociales y amorosas que latían al fondo del enredo. Esa música de acción viene anunciada en la trepidante Obertura, pieza cien por cien mozartiana en forma y espíritu, síntesis perfecta de la luminosidad, la simplicidad, la vitalidad y la redondez formal que conforman el alma de su música. Pero no todo en Las bodas de Fígaro es bufo, pues hay en ella una seriedad moral que musicalmente venía preparándose, desde la llegada del compositor a Viena, en el campo de los conciertos para piano.
Mozart era consciente de la importancia que en la capital tenía la música para teclado y tenía muy claro que debía ganarse la vida como concertista de piano y como compositor de obras que, para ser rentables, debían agradar al público. Aunque los compuso en intervalos diversos, la mayor parte de sus conciertos para piano se concentraron en los primeros años, entre 1782 y 1786, cuando su popularidad en la ciudad se encontraba en su punto más alto. Los seis conciertos compuestos en 1784 (entre ellos el Concierto para piano nº 19 en Fa mayor, K. 459) consolidaron definitivamente la forma, que llegaba a un punto de máxima madurez. Para Rosen, “a partir de aquí no hubo más progresos técnicos: todo lo que hizo después fue, en cierto sentido, una ampliación de los descubrimientos realizados con estos seis conciertos”. Esos descubrimientos, en todo caso, no se limitaron al espacio de la forma, ya que Mozart exploró áreas expresivas que después encontrarían eco en sus óperas, particularmente en Las bodas de Fígaro: si el estallido final del n.º 17 tiene una corriente impetuosa similar a la de la obertura, el Andante del n.º 18 adelanta el ambiente de la escena de Barbarina y el Allegretto del nº 19 respira el mismo aire que Susanna en su maravillosa aria “Deh, vieni, non tardar”. Este conmovedor Allegretto es indudablemente el corazón expresivo del concierto a la vez que cumple con su función de enlace entre el soleado movimiento inicial, que mantiene siempre controlado el carácter rítmico de su tema principal, y ese espléndido Allegro assai en el que al dominio de la forma se suman el virtuosismo, la experiencia operística y un conocimiento cada vez más profundo de las reglas del contrapunto.
Esa claridad del estilo, esa sencillez de sus estructuras, esa lucidez incomparable que lo define, fueron muy admiradas por unos cuantos músicos franceses de inicios del XX en el momento hacer una llamada al orden frente a los excesos del romanticismo alemán, a la oscuridad del impresionismo y a la teatralidad del primitivismo ruso. Tras la Gran Guerra, seis jóvenes compositores se unieron bajo el nombre de Les Six para defender una visión neoclásica de la música, un redescubrimiento del pasado, la vuelta a la simplicidad como esencia de un “nuevo espíritu”. Entre ellos se encontraba Poulenc, quien desde muy temprano abordó un lenguaje directo, espontáneo y neotonal que en un principio se consideró conservador, aunque con el tiempo (especialmente tras volver al catolicismo romano de su infancia) ese lenguaje fue ganando en encanto, intensidad y solidez hasta lograr en sus últimos años una gran reputación entre sus contemporáneos. Su Sinfonietta, FP 141, estrenada en 1948 por Roger Désormière y la Philarmonia de Londres, demuestra que los postulados estéticos de aquella revolución neoclasicista se mantenían aún entonces con fuerza, pues en ella se pueden encontrar al vuelo la sencillez, la claridad y la ligereza de las sinfonías clásicas. Pero si algo destaca en esta pieza es la ausencia total (y absolutamente deliberada) de grandiosidad, plasmada tanto en el lenguaje como en una arquitectura de lo más simple: un impetuoso primer movimiento con sus dos temas, su desarrollo y su recapitulación, un Scherzo agilísimo, un Andante cantabile abierto al lirismo y un Finale que, al más puro estilo clásico, resuelve la obra con luminosidad y transparencia.
Asier Vallejo Ugarte
CHRISTIAN ZACHARIAS. Piano y director
Con su distintiva combinación de estilo único, profundo conocimiento musical e instinto artístico, junto con su personalidad carismática y cautivadora, Christian Zacharias se ha hecho un nombre no solo como uno de los más importantes pianistas y directores sino también como pensador musical.
En la temporada 2017/18, Zacharias emprende su compromiso como Primer Director Invitado de la Orquesta y Coro de la Comunidad de Madrid para las próximas tres temporadas y presentará, entre otros proyectos, su Festival Schumann, que incluye las cuatro sinfonías y la gran Solokonzerte. Además, junto con la Filarmónica de Stuttgart presentará un programa Mozart/Bruckner en gira por Alemania, y actuará como solista y/o director en Montreal, Porto, Bilbao y Bergen, entre otras ciudades.
Durante su etapa como Director Artístico y Director Principal de la Orquesta de Cámara de Lausanne, sus discos con la orquesta recibieron el respaldo de la crítica y la prensa internacional, entre los que cabe destacar el ciclo completo de conciertos de piano de Mozart, que ganó el Diapason d’Or, Choc du Monde de la Musique y ECHO Klassik. Su disco más reciente recoge las cuatro sinfonías de Schumann y las Sinfonías Berlín de C.P.E. Bach.
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