Conciertos
El futuro está aquí
Programa 08
Alexandra Dovgan, piano
Erik Nielsen, director
I
BIRKE J. BERTELSMEIER (1981)
Frischzellenkur*
FRÉDÉRIC CHOPIN (1810 – 1849)
Concierto nº 2 para piano y orquesta en fa menor Op. 21
I. Maestoso
II. Larghetto
III. Allegro vivace
Alexandra Dovgan, piano
II
GUSTAV MAHLER (1860 – 1911)
Sinfonía nº 1 en Re Mayor «Titán»
I. Langsam. Schleppend – Immer sehr gemächlich
II. Kräftig bewegt, doch nicht zu schnell
III. Feierlich und gemessen, ohne zu schleppen
IV. Stürmisch bewegt
*Estreno en España
Dur: 130’ (aprox.)
FECHAS
- 13 de enero de 2022 Palacio Euskalduna 19:30 h. Comprar Entradas
- 14 de enero de 2022 Palacio Euskalduna 19:30 h. Comprar Entradas
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El valor de la buena música
El programa de esta tarde orienta nuestros oídos hacia la juventud. En ambas perspectivas: composición e interpretación.
La palabra Frischzellenkur podría traducirse como “terapia a través de células frescas” y Birke Bertelsmeier (Hilden,1981) se propone, al dar este título a su composición, una reflexión musical sobre un hecho recurrente en la historia de la humanidad: la búsqueda -siempre irracional- de la eterna juventud.
La terapia a través de la inoculación de células frescas de algunos animales de granja fue creada y desarrollada por el especialista en trasplantes Paul Niehans, que llegó a la cumbre de su fama al atraer a su clínica de Suiza a personajes tan dispares como Pio XII, Winston Churchill, Marilyn Monroe, Greta Garbo, Hirohito, Pablo Picasso, Marlene Dietrich, Charles de Gaulle, varios miembros de la familia real británica y muchas otras personas que se interesaron por las milagrosas bondades del “método Niehans”.
Pero mucho antes de este método extremo que da nombre a la partitura, y a lo largo de los siglos, han tenido lugar otros intentos -más o menos inocuos- de extender la juventud más allá de sus límites naturales. La mayor parte de ellos son absurdos, como absurda es la fatrasie, un modo de poesía medieval francesa en cuya esencia estaba la falta de sentido. Según nos explica Bertelsmeier, y con el objetivo de enlazar una ambición humana delirante con esta forma poética carente de sentido, el esquema de su composición está formalmente articulada por el esquema de rima de las fatrasie, en trece partes organizadas del siguiente modo: AB AabaabbabaB. Los diferentes versos están representados por distintos movimientos creados por variadas células rítmicas. Cada uno de ellos, además, permanece asociado en cierta medida a una familia orquestal, procurando así la diferenciación.
Tras un comienzo de movimiento algo inestable y siguiendo la premisa de “una inconsistencia rítmica paradójica donde todo puede estar ligado a todo lo demás, pero siempre dentro del esquema rítmico de trece partes”, el discurso se va articulando en sus distintas secciones a través de varios ritmos de danzas (las mencionadas “células rítmicas”) y avanza gracias a la riqueza del colorido orquestal: efectos tímbricos en los instrumentos de viento metal; variedad en la percusión que contempla la máquina de viento o el tam-tam tocado con superball, o la incorporación del piano preparado, donde se utilizan maderas y vidrios para pulsar las cuerdas y se presionan algunas teclas sin hacer sonido para que las cuerdas entren en vibración.
Todo finaliza con un recuerdo de la parte inicial de la pieza que, en palabras de la compositora, es “una fatrasie para orquesta con células musicales frescas inyectadas”.
Fryderyk Chopin (Żelazowa Wola, 1810 – París, 1849) vio la luz en una finca propiedad del conde Skarbek, cerca de Varsovia. Su padre, un emigrado francés, era preceptor allí y su madre, originaria de una familia polaca noble venida a menos, ejercía de dama de compañía. Su estrella se apagó en la luminosa París, donde vivió prácticamente la mitad de su vida. Estos antecedentes cristalizaron en una personalidad deliciosamente parisina, aunque inmortalmente polaca y en un lenguaje tan sublime como innovador. La belleza de su música es el evidente resultado de un espíritu singular que roza la exquisitez y para el que la vulgaridad, en cualquiera de sus manifestaciones, siempre estuvo a la debida distancia. Pero, más allá, su discurso resulta fascinante para compositores, intérpretes y musicólogos y, ya desde finales del XIX, la multiplicidad de significados asignada a su catálogo no hizo sino engrandecer su figura en la Historia de la Música: su audacia como renovador de la armonía, su dimensión como experimentador de las formas musicales breves -a las que prácticamente se ciñó tras cumplir los veinte años- y su talla como compositor pianístico, se proyectaban ya desde entonces hacia el futuro.
En París se gestó, en gran medida, el inicio de su gloria: tras su fallecimiento, la prensa francesa presentó un perfil de Chopin basado en la noción de expresión poética que evoca lo elevado y misterioso, orientado hacia lo íntimo. En esta línea, una de las primeras biografías francesas del compositor fue publicada bajo el título Chopin ou le poète. Y qué decir de la descripción, aún por mejorar, que hizo Marcel Proust de la melodía chopiniana: “…esas largas y sinuosas frases […] tan libres, tan flexibles, tan táctiles, que empiezan por explorar más allá del punto que se podría haber esperado que alcanzaran las notas, que se recrean por senderos de fantasía, sólo para volver con mayor fuerza -con una repetición más meditada, con mayor precisión, como en un recipiente de cristal que reverberase hasta hacernos gritar- para golpear el corazón”. Chopin representaba para la música francesa la pervivencia de los valores de la cultura de salón en su apogeo: un arte de sutileza, refinamiento y sofisticación.
Pero fueron los alemanes quienes propiciaron la inclusión de Chopin en el canon de los grandes compositores a través de la edición, entre 1878 y 1880, de sus obras completas. Breitkopf y Härtel, la primera casa editorial de la principal ciudad en cuanto a ediciones musicales, Leipzig, convirtió a Chopin en un compositor “clásico”.
Por otra parte, el grupo de “los cinco” rusos vio en él a uno de los primeros compositores de importancia que fomentó una forma de nacionalismo cultural a través de la música. Liderando esta idea, Balakirev señaló lo avanzado del lenguaje chopiniano y la energía creativa que Chopin supo extraer de la estética nacionalista, siendo en gran medida el creador de la música polaca. Con esto, el ruso logró que los círculos musicales polacos apreciaran adecuadamente a su compatriota, aprecio que se manifestó con la construcción, en 1894 y en su lugar de nacimiento, de un monumento en memoria de Chopin.
El Concierto para piano y orquesta no 2 en fa menor fue escrito entre marzo y mayo de 1829, cuando el joven pianista apenas tenía diecinueve años.
Siendo él mismo brillante intérprete, la importancia que da al solista es fundamental y, con intención de destacar el canto pianístico, traza un fondo orquestal delicado. De hecho, Chopin interpretó en varias ocasiones sus conciertos sin acompañamiento orquestal.
Tras una apertura en cierta medida vigorosa y solemne, el Maestoso ofrece una melodía típicamente chopiniana, de sonoridad brillante y elocuente, tejida sobre una fluida red de arpegios y cromatismos que están vertebrados por una gran vitalidad rítmica. De tanto en tanto, esta vivacidad se relaja y flexibiliza, sin perder en ningún momento el encanto y la naturalidad de un genio recién salido de la adolescencia.
El Larghetto tiene el aroma de las arias belcantistas y en él asoma el universo sonoro de los nocturnos. Al parecer, nació como una meditación amorosa sobre el recuerdo de la cantante Constanza Gladkowska y, según palabras de su contemporáneo y admirador Franz Liszt, “Chopin sentía una predilección especial por el movimiento lento de su segundo Concierto y se complacía en tocarlo con frecuencia. Los dibujos accesorios pertenecen a la más hermosa manera del autor y la frase principal, de una amplitud admirable, alterna con un recitativo en modo menor que viene a ser como la antiestrofa. Todo este pasaje es de una perfección ideal y el sentimiento, alternativamente radiante y lleno de compasión, hace pensar en un paisaje magnífico inundado de luz, en algún afortunado valle del Tempé, destinado a ser escena de un relato lamentable, desgarrador: una desgracia irreparable que trastornara el corazón humano frente al esplendor incomparable de la naturaleza. Y ese contraste es sostenido con una fusión de tonos, una transmutación de tintas que impide que nada brusco o chocante disuene de la impresión conmovedora que produce, impresión que a la vez tiñe de melancolía la alegría y serena el dolor”. Sin duda es ésta una descripción erudita e inundada de romanticismo, que refleja de manera original la dualidad sonora que provoca el movimiento.
El aire de mazurca del Allegro vivace aporta el elemento polaco al que tan sensible era Chopin en los meses anteriores a su partida de Varsovia en 1830, año en que estalló la insurrección contra el dominio ruso. Dicho elemento polaco perduraría en su obra posterior en forma de polonesas y mazurcas y contribuyó a hacer de Chopin un compositor irrepetible.
Hijo y nieto de judíos alemanes instalados desde principios del XIX en la región de Bohemia, Gustav Mahler (Kaliste, 1860 – Viena, 1911) provenía de un grupo étnico racialmente marginado que, habiendo perdido toda identificación con su herencia religiosa, procuraba arraigarse en la cultura austroalemana, con el fin de sentirse parte de ella. Esto supuso para él una permanente sensación de desubicación, generando un esfuerzo continuo de búsqueda y superación en su vida y en su obra. Al fin y al cabo, ambas eran las dos caras de una moneda única. La música sería para Mahler una tabla de salvación y un espejo dende observar y dar explicación a su duda permanente: “La alegría y el sufrimiento se convertirán en música”, decía. Y al tiempo que escribía, vivía. Y a la inversa, porque la música de Mahler es la vida misma, llena de paradojas, altibajos, contradicciones, alegrías, anhelos, dudas, certezas y melancolías. Todo cabe en sus sinfonías: “Para mí, escribir una sinfonía es como construir un mundo”, subrayaba el compositor.
La capacidad de Mahler para enlazar todas las ideas, el manejo de la orquestación con maestría y seguridad -propia de un director excepcional- y la conducción de las voces hacia un todo orgánico, desmienten el ataque de sus detractores acerca de la inconsistencia o incoherencia de su música. Lo que sucede es que Mahler persiguió siempre la creación de “un mundo musical en el que todo tenga cabida: la noche y el día, la luz y la oscuridad, la risa y el llanto, el helado invierno y la alegre primavera, el ardiente verano y el melancólico otoño, el amanecer y el crepúsculo”. En ocasiones ¿no resulta la vida misma, en su complejidad, disparatada o falta de sentido?
Ya en su Primera Sinfonía, Mahler demostró una originalidad que, para alguien que aún está en la veintena, solo podía ser fruto de esta identificación genuina entre el alma del compositor y el producto de su musa. Estrenada el 20 de noviembre de 1889 por la Orquesta Filarmónica de Budapest y dirigida por él mismo, la obra causó una gran sensación en el público, que difícilmente podía asimilar aún el empleo de tantos y tan variados efectivos orquestales en cada una de las familias instrumentales. Además, el uso de motivos de carácter popular en una partitura sinfónica parecía entonces, a muchas personas, una provocación fuera de lugar. Pero Mahler fue siempre fiel a su inspiración y al dictado de sus convicciones personales y estéticas y la Titán fue el brillante inicio de una carrera sinfónica extraordinaria y personalísima.
Ya desde la introducción, con ese despertar de la música, paulatino y milagroso, Mahler pone nuestros oídos en situación de escucha activa. Para él “en toda representación la obra debe renacer nuevamente“, por eso su objetivo fue tejer un mundo sonoro en el que la audición fuera un verdadero compromiso. La evocación del canto de la Naturaleza -un referente en toda su producción- introduce uno de los temas de sus Canciones de un camarada errante y con ese espíritu campechano, fresco y vital, los compases del primer movimiento nos hacen transitar -con ciertas concesiones al misterio y a la expectativa- por el esplendor y la amplitud de los paisajes naturales.
En el Scherzo que sigue, Mahler alterna la rusticidad de la danza campesina, vigorosa y sencilla, con el refinamiento afectado del vals. Es como si colocara el umbral de la audición entre la pradera rodeada de montañas y el salón. Pasamos de una a otro sin transición, de la naturalidad del festejo genuino y algo primario a la sofisticación del romanticismo elaborado y elegante, con el solo aviso de la llamada de la trompa. Recuerden, Mahler nos quiere con oídos atentos.
El tercer movimiento es toda una revelación de la complejidad de la existencia trasladada a la partitura. En él convive una marcha fúnebre elaborada a partir de la canción infantil Frère Jacques, con el aroma de cantos y bailes populares centroeuropeos. La dulzura, el pesar, la melancolía y la introspección saltan a los pentagramas, configurando esta pirueta creativa, audaz y esencialmente humana, porque el rico lenguaje mahleriano tiene un origen psicológico, según las explicaciones que Freud dio a Mahler en el único encuentro que mantuvieron en 1910: las violentas discusiones entre sus padres, enhebradas a la música callejera del pueblo de su infancia, están en el origen de la conjunción de tragedia y diversión ligera y a ella se suman las canciones de camaradería que oía en la taberna que regentaba su padre y la música de color militar asociada a los desfiles de los múltiples destacamentos que sembraban las poblaciones del Imperio Austrohúngaro. La muerte ligada a la infancia es otra de las “huellas psicológicas” imborrables en el alma de Mahler porque tuvo que sufrir, siendo niño, el temprano fallecimiento de seis de sus once hermanos. Ya de adulto, conoció el dolor de ver morir a una de sus hijas a la edad de cinco años. Todas estas vivencias, inevitablemente ligadas en su mente, fueron expresadas en su música.
La fuerza incontenible y tempestuosa del final pone -pese a las evocaciones de belleza concentrada del primer movimiento- un broche exaltado a esta sinfonía de juventud, que luce una madurez musical difícilmente igualable.
Talentos genuinos, inimitables e irrepetibles, cuya buena música sigue y seguirá sonando por su valor y por su significado. Disfruten del privilegio de una escucha atenta.
Mercedes Albaina
Alexandra Dovgan.
Piano
“Esta es una de esas ocasiones. La pianista de trece años Alexandra Dovgan difícilmente puede ser llamada una niña prodigio, ya que si bien es un prodigio, no se trata de un juego de niños. Lo que uno escucha es una actuación de un adulto. Es un placer especial para mí elogiar el arte de su notable maestra de música, Mira Marchenko. Sin embargo, hay cosas que no se pueden enseñar y aprender. El talento de Alexandra Dovgan es excepcionalmente armonioso. Su forma de tocar es honesta y concentrada. Le predigo un gran futuro”
GRIGORY SOKOLOV
Alexandra Dovgan nació en 2007 en el seno de una familia de músicos y comenzó sus estudios de piano a la edad de cuatro años y medio. A los cinco años, su talento surgió cuando superó las pruebas extremadamente competitivas para acceder a la Escuela Central de Música del Conservatorio Estatal de Moscú, donde actualmente estudia con la reconocida maestra Mira Marchenko.
Alexandra ha sido galardonada en cinco concursos internacionales, entre ellos el Concurso Internacional de Piano Vladimir Krainev de Moscú, el Concurso Internacional Astana y el Concurso Internacional de Televisión «El Cascanueces». En mayo de 2018, cuando aún no tenía 11 años, Alexandra obtuvo fama mundial al ganar el Gran Premio en el Segundo Concurso Internacional de Piano para jóvenes pianistas de Moscú creado por Denis Matsuev. Las imágenes de este concierto han viajado por el mundo en Medici.TV y en YouTube, llamando la atención de músicos y amantes del piano por todo el mundo.
La joven pianista ya ha actuado en algunas de las salas de conciertos más prestigiosas de Europa y bajo las batutas de Valery Gergiev, Vladimir Spivakov y Vladimir Fedoseyev.
A pesar de su corta edad, Alexandra ya ha debutado en algunas de las salas de conciertos más prestigiosas. En 2018 inauguró el Festival Internacional de Piano Mariinsky con Denis Matsuev y Valery Gergiev en San Petersburgo. En 2019 realizó su primera aparición en la Philharmonie de Berlín y en el Gran Salón del Concertgebouw en Amsterdam, dentro de la Serie Meesterpianisten de Marco Riaskoff, recibiendo una gran ovación y críticas entusiastas por parte de la prensa. En julio de 2019, la joven pianista impresionó a los críticos y al público por igual con un recital muy aclamado en el Festival de Salzburgo culminando el año con un recital triunfal en el Théâtre des Champs Elysées de París.
Entre los compromisos más destacados de la temporada 2020-21 destacan recitales en Vienna Konzerthaus, Berlin Boulez Saal, Munich Prinzregententheater, Paris Théâtre des Champs Elysées, Tokyo Kioi Hall, Zurich Tonhalle, Klavier-Festival Ruhr y en Basilea, Milán, Copenhagen, Zaragoza y St Petersburgo. Sus principales conciertos con orquesta incluyen: Mozarteum Orchestra Salzburg bajo la batuta de Trevor Pinnock, Stockholm Philharmonic con Ton Koopman, Orquesta Sinfónica de Barcelona con Kazushi Ono, Slovenska Filharmonija con Philipp von Steinaecker, Orchestra Svizzera Italiana con François Leleux y Moscow Virtuosi con Vladimir Spivakov.
La profundidad espontánea y la conciencia, junto con un sonido de increíble belleza y precisión, son las características distintivas del pianismo de Alexandra. No hay ningún elemento de demostración o demostración técnica en su forma de tocar el piano, sino una concentración impresionante combinada con pureza de expresión y una imaginación creativa. Alexandra posee una presencia carismática en el escenario y una personalidad distinta.
Lejos del piano, Alexandra disfruta esquiando, tocando el órgano, aprendiendo ballet, matemáticas y divirtiéndose con su hermano pequeño.
Erik Nielsen.
Director
Erik Nielsen es un director que trabaja con desenvoltura en los ámbitos operístico y sinfónico. Desde 2015 es Director titular de la Orquesta Sinfónica de Bilbao, siendo además Director Musical del Theater Basel entre 2016 y 2018, donde continua siendo invitado regularmente a dirigir la Sinfonieorchester Basel. En 2002 dio inicio a una asociación de 10 años con la Ópera de Frankfurt, comenzando como Korrepetitor (pianista) y más tarde como Kapellmeister de 2008 a 2012. En ella se ha consolidado dirigiendo títulos de un amplio repertorio que abarca desde Monteverdi a Lachenmann. Antes de establecerse en Frankfurt, Erik Nielsen fue arpista en la Orchester-Akademie de la Filarmónica de Berlín.
Entre sus próximos proyectos para la temporada 20/21 destacan su debut en la Dutch National Opera dirigiendo a la Rotterdam Philharmonic Orchestra en una nueva producción del Oedipus Rex de Stravinsky combinado con el estreno mundial de la ópera Antigone de Samy Moussa, sus debuts con la Sinfónica de Galicia y Orchestre der Tiroler Festspiele y su regreso a la Bayerische Staatsoper de Múnich con Ariadne auf Naxos de Richard Strauss.
Entre sus compromisos recientes destacan Karl V de Krenek con la Bayerische Staatsoper Munich, Oedipus Rex, Il Prigioniero y Pelléas et Mélisande en la Semper Oper Dresden, Peter Grimes y Oreste de Trojahn en la Opernhaus de Zürich, Billy Budd y Das Mädchen mis den Schweflhörzern de Lachenmann en Frankfurt, Mendi Mendiyan de Usandizaga, la Pasión según San Juan y Salome en Bilbao, y The Rake’s Progress en Budapest, además de conciertos en Oslo, Manchester, Estocolmo, Madrid, Estrasburgo, Lisboa, Basilea, Aspen Music Festival y en el Interlochen Arts Camp.
Pianista desde muy joven, Erik Nielsen estudió dirección de orquesta en el Curtis Institute of Music y se graduó en oboe y arpa en The Juilliard School. En 2009 fue galardonado con el Premio Sir Georg Solti por la Fundación Solti U.S.
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