Conciertos
Erik Nielsen dirige Una vida de héroe
Ein Heldenleben es una obra de director. Fue dirigida por el propio Richard Strauss en su estreno, aunque estuviera dedicada a otro gran director, Mengelberg y su Orquesta del Concertgebouw. Este colosal poema sinfónico es la pieza elegida por Nielsen en su último concierto como titular en temporada. Otras dos piezas emblemáticas, de Schönberg y Saint-Saëns, con la presencia del carismático Alexandre Kantorow completan un programa en el que todo es importante.
Charla preconcierto
26/04/2024 • 18:00 • Euskalduna. Sala 5H Terraza
Erik Nielsen, director
Alexandre Kantorow, piano
I
ARNOLD SCHOENBERG (1874 – 1951)
Cinco piezas para orquesta Op. 16 (rev. 1949) *
I. Vorgefühle
II. Vergangenes
III. Farben
IV. Peripetie
V. Das obligate Rezitativ
CAMILLE SAINT-SAËNS (1835 – 1921)
Concierto nº 5 para piano y orquesta en Fa Mayor Op. 103 «Egipcio»*
I. Allegro animato
II. Andante
III. Molto allegro
Alexandre Kantorow, piano
II
RICHARD STRAUSS (1864 – 1949)
Ein Heldenleben Op. 40
El héroe [Der Held] (attacca)
Los adversarios del héroe [Des Helden Widersacher] (attacca)
El campo de batalla del héroe [Des Helden Walstatt ] (attacca)
Las obras de paz del héroe [Des Helden Friedenswerke] (attacca)
La retirada del mundo y la consumacion del héroe [Des Helden Weltflucht und Vollendung]
FECHAS
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El turista, el héroe y el visionario
Siempre que tengo el gusto de ser invitado a escribir notas como éstas procuro encontrar un hilo conductor, un tema común o una intuición que pueda vincular las diferentes piezas que componen el programa. En esta ocasión la posibilidad más clara que se nos ofrece para ello es la cronología. Las tres obras de esta noche se escribieron en el lapso de solo trece años, entre 1896 y 1909. Pero, por lo demás, son extraordinariamente diferentes entre sí.
El concierto egipcio de Saint-Säens representa una visión de la música radicalmente distinta a la de los dos grandes autores alemanes que lo acompañan. Y éstos se hallan en los dos lados opuestos un abismo: el que marcó la ruptura revolucionaria que Arnold Schoenberg llevó a cabo en aquellas mismas fechas al desintegrar definitivamente la tonalidad, un evento decisivo del que sus Cinco piezas para orquesta dan cuenta de una manera ejemplar, concisa pero clarísima. Mientras tanto la autoalabanza heroica de Richard Strauss marca precisamente el final del proceso que condujo a la explosión atonal: el extremo del romanticismo germano que venía desarrollándose desde un siglo atrás. Las creaciones de Strauss fueron parte importante en el final de dicho proceso; sin embargo, él nunca cruzó el abismo y permaneció en su propia orilla varias décadas más allá, hasta el final de su vida y su carrera.
Sin embargo, hay ciertos sutiles matices en los que los tres autores podrían coincidir. Por ejemplo: la frase “El artista que no se siente completamente satisfecho por las líneas elegantes, por los colores armoniosos y por una bella sucesión de acordes no entiende el arte de la música”… ¿por cuál de nuestros tres autores pudo ser pronunciada? No les tengo en vilo: la dijo Camille Saint-Säens. Y sin duda que la riqueza tímbrica y la extraordinaria imaginación sonora y melódica de su concierto son testimonio de este credo estético. Pero si a su frase le quitamos el adverbio “completamente” a lo mejor, curiosamente, la podría haber suscrito el revolucionario Schoenberg como justificación a una de las técnicas que emplea en sus Cinco piezas, conocida como Klangfarbenmelodie, algo así como “melodía de colores del sonido” (o “melodía de timbres”, por sintetizar). Y desde luego que Richard Strauss es otro gran maestro de la orquestación y del logro de coloridos tímbricos maravillosos que escucharemos florecer en su obra. La diferencia está en el adverbio, como decíamos: lo que para Saint-Säens puede ser bastante como justificación de una obra musical es importante pero no suficiente para los románticos tardíos alemanes.
En el fondo es la distancia entre la música germana y la francesa de aquella época (y quizá de todas las épocas). Desde Beethoven, sobre todo, los compositores alemanes (o austríacos) habían desarrollado una concepción narrativa de la música que suponía que los temas musicales, incluso aunque no tuvieran un contenido ajeno a la propia música, vivían una aventura similar a la de los personajes de una novela: se presentan, viven sus aventuras, se mezclan o se oponen, se transforman y regresan en el desenlace transfigurados por toda esa experiencia. Todo lo cual se magnifica cuando la música incluso nos cuenta una historia fuera de sí misma, como es el caso de esa forma tan propia del romanticismo tardío, el poema sinfónico, o poema tonal, como prefería llamarlo nuestro heroico Richard Strauss. La reacción de la música francesa, liderada por el impresionismo musical de Debussy, fue concentrarse en el sonido como valor específico: en las evoluciones de acordes y timbres, en las melodías y arabescos, en el sonido exótico de las escalas procedentes de otras culturas o directamente inventadas. Si bien Saint-Säens está lejos de poder ser llamado impresionista (y de quererlo, dicho sea de paso), comparte esa misma sensibilidad hacia la elegancia y la belleza propia del sonido y por ello afirma que le satisface completamente.
Creo que las cosas no son tan radicales y que unos y otros no están tan diametralmente opuestos; obviamente las cuestiones estructurales y la coherencia del discurso están magníficamente cuidadas en las obras de un músico con tan buen oficio y preparación académica como Saint-Säens, del mismo modo que, por muy narrativos y programáticos que sean, los poemas tonales de Strauss prestan una destacada atención al valor tímbrico y al colorido instrumental. Hablamos más de ideas dominantes o tendencias generales que nos permitirán orientar nuestra apreciación de las obras que se nos ofrecen en este concierto.
Pido su licencia para saltarme el orden en que sonarán y hablarles de ellas cronológicamente porque creo que se va a comprender mejor el sentido global del que hemos partido. Así pues, nos toca en primer lugar viajar a Egipto, concretamente a Luxor. El infatigable Camille Saint-Säens fue un viajero pertinaz entre otras muchas cosas: escritor, caricaturista, astrónomo, experto lingüista, aficionado cualificado a la biología y la entomología (particularmente en relación con los lepidópteros, o sea las mariposas), competente también en el estudio de cuestiones variadas como el teatro romano o las ciencias ocultas…. y ya de paso músico, pero en todas las facetas: pianista brillante, buen pedagogo, crítico y, como culminación, compositor. Para que luego nos quejemos de que no tenemos tiempo para desarrollar nuestras aficiones. Afortunadamente él fue también bendecido con una larga vida que exprimió hasta el final para satisfacer su inagotable curiosidad.
Y sí: escribió algo más que Sansón y Dalila, la Danza macabra y el Carnaval de los animales. No algo más: mucho más. Por ejemplo, cinco conciertos para piano, su propio instrumento, de entre los cuales el que nos ocupa es el último, compuesto en 1896. Por entonces el compositor tenía 61 años y, sorprendentemente, estrenó su obra en un concierto celebrado en la Sala Pleyel de París con motivo del quincuagésimo aniversario de su primera actuación pública como pianista. Y es que había sido un niño prodigio cuyas primeras partituras conservadas datan de los cuatro años de edad.
La obra proviene de su estancia en Egipto, en efecto, pero ésta había sido precedida por un viaje aún más lejano que lo llevó a recorrer gran parte de China. Por ello, aunque el sobrenombre del concierto lo sitúa en un punto concreto, las resonancias de otras músicas están igualmente presentes. Y, eso sí, por encima de todo ello destaca la personalidad musical del autor, que es inevitablemente muy europea: una chispeante imaginación sonora, una gran elegancia y el gusto por el brillante virtuosismo que se le exige al solista (a sí mismo, puesto que escribió el concierto para interpretarlo personalmente). De hecho, los apuntes exóticos prácticamente se limitan al movimiento central, mientras que los otros dos se mantienen más en la ortodoxia occidental.
El primero presenta un tema muy sencillo que se va complicando en sucesivas transformaciones dentro de un estilo que sin problemas podemos calificar de romántico y que podría haber sido escrito unas pocas décadas antes; de hecho, Saint-Säens pasa por ser un músico más bien conservador y ajeno a los aires revolucionarios que ya en esa época se respiraban en el mundo de las artes. Bueno… que no nos importen mucho estas calificaciones porque, más de ciento veinte años después, qué más nos da…: es música brillante, variada, ingeniosa y muy bien construida y, por lo tanto, nos puede satisfacer plenamente, como quería su creador, por la belleza y la habilidad con la que está hecha y por la agilidad de las evoluciones del pianista. La expresividad de este primer tiempo va girando de la ligereza hacia algunos pasajes más nublados o incluso tormentosos, pero siempre dentro de la moderación y la elegancia, manteniendo una gran calidad técnica que se manifiesta en algunos momentos contrapuntísticos muy bien resueltos.
El segundo movimiento es, como decíamos, el que da título a la obra y donde se agrupa el exotismo orientalista que tan querido fue a los artistas europeos en general y franceses en particular en esta época histórica marcada por el colonialismo de las grandes potencias y por las exposiciones universales que acercaban al público de las grandes ciudades de nuestro continente las bellezas y curiosidades traídas del otro extremo del mundo. Debussy quedó fascinado por el gamelán indonesio; Ravel evocó los misterios de Oriente en algunas de sus canciones; Merimée y Bizet, anteriormente, acercaron al público francés lo que ellos creían que era la cultura y la música española, no menos exótica desde su punto de vista. Por su parte, Saint-Säens nos traslada a Egipto, pero con una diferencia: igual que Delacroix acudió a Argel a buscar su luz y su color, nuestro protagonista también hizo el viaje a las tierras del Nilo sin conformarse con la visión lejana desde París.
No quiere esto decir que su trabajo tenga una base etnomusicológica como la de los músicos nacionalistas que surgirían por aquellos años; si bien el material del concierto puede estar directamente tomado de la experiencia egipcia del compositor, su reinterpretación del mismo permanece fiel al modo en el que cualquier compositor europeo del momento habría tratado una melodía popular: la base armónica es diatónica aunque con los toques de color local más o menos estereotipados que habrían hecho reconocible el ambiente africano a cualquier oyente de la época y de hecho la serena noche del Nilo en versión de Saint-Säens no es tan distinta en ese aspecto de la que describe Verdi en el tercer acto de Aida.
Pero esto no es realmente importante a no ser que queramos ahora, tanto tiempo después, hacer una crítica justificada al eurocentrismo de finales del siglo XIX. Lo cierto es que en cuanto suenen los primeros acordes de este movimiento nos vamos a sentir transportados a una atmósfera que, sea o no sea un poco de cartón-piedra, resulta francamente encantadora y seguramente traduce las sensaciones que Sain-Säens vivió cuando una dahabiyah lo paseaba por las oscuras y profundas aguas del gran río en la noche perfumada: el suave chapoteo del agua, el rumor de las ranas y los grillos (que se llegan a escuchar en la orquesta) y, sobre todo, la hermosa melodía que cantaba el barquero nubio que condujo al autor. Las impresiones vividas en aquel momento mágico se trasladan magistralmente a la música fluida, variada y llena de efectos originales.
El concierto concluye, como es norma en el género, con un tercer movimiento de gran lucimiento virtuosístico para el solista pero, como siempre esperamos de los grandes autores, no se trata de un mero vehículo para exhibir tales habilidades, sino que posee un valor musical propio que, si me permiten hablar muy subjetivamente, reside sobre todo en la riqueza de la inspiración de Saint-Säens y en la riqueza de sus ideas musicales, que establecen interesantes contrastes y generan tensiones y distensiones que van conduciendo el concierto hacia su brillante final.
Si acabamos de escuchar esta obra completamente satisfechos, como decía su creador, por la belleza y creatividad de su desarrollo, la música habrá cumplido su objetivo; y me parece que es muy probable que así sea. Sin embargo, las otras dos piezas del programa están concebidas de tal modo que nos exigirán otra actitud y, consecuentemente, nos ofrecerán otras contrapartidas.
El gran poema tonal de Strauss es más específico en su contenido narrativo, mientras que las piezas de Schoenberg apuntan más bien a intuiciones, premoniciones, sospechas… que hunden sus raíces en lo inconsciente y sólo mediante una interpretación posterior alcanzan un sentido más definido.
Una vida de héroe, en efecto, es quizá uno de los más inmoderados autoelogios de la historia de la música. En 1898 Richard Strauss era seguramente el músico joven más admirado de la renacida Alemania, unificada sólo hacía menos de treinta años pero convertida ya en una potencia internacional política, económica e industrial e implicada a fondo en la explotación colonial sobre todo de África. La riqueza, la confianza en el progreso y el triunfalismo que esta situación produjo casaban perfectamente con la fuerza arrolladora de la música del joven autor, con el ímpetu de sus temas, el brillo de sus orquestaciones y la energía desbordante de muchas de sus obras. Si bien el sector menos wagneriano de la crítica podía expresar cierto rechazo, no es extraño que, en su doble faceta de compositor y director, el maestro muniqués se sintiera suficientemente henchido como para concebir el proyecto de autorretratarse como un héroe. ¿Hasta qué punto se tomaba en serio Strauss esta caracterización? Por un lado, escribió a su amigo Romain Rolland que no se sentía como un héroe y que prefería retraerse a la tranquilidad de su hogar que entrar en batalla; pero por otra parte, en la música no parece haber asomo de ironía y sí de sarcasmo cuando se refiere a sus críticos.
Ya se habían estrenado para entonces algunas de las más famosas obras de paz del héroe, como Don Juan, Till Eulenspiegel, Así habló Zaratustra, Don Quijote… que lo habían catapultado a la fama y serán oportunamente citadas en este resumen de su actividad hasta la fecha, lo que confirma la identidad del retratado sin asomo de duda.
Pero dejemos a un lado la valoración sobre el poderoso ego del joven Herr Strauss porque, sea cual sea su origen, la música en sí misma es lo que ahora nos ha de interesar y ésta nos interesa mucho: se trata de un amplio poema tonal, es decir, que no sigue el modelo más breve y de una sola pieza que en su día había ideado Liszt y que el propio Strauss utilizó en ejemplos como Don Juan o Till Eulenspiegel, sino ese otro formato de mayor extensión (unos tres cuartos de hora, en este caso) y dividido no en movimientos pero sí en secciones muy bien diferenciadas, similar a la Sinfonía Alpina. Por supuesto, lo que no falta es el carácter programático propio del género y el recurso más destacado del mismo, que es el empleo de motivos conductores (Leitmotiven) que identifican a los protagonistas de la narración, especialmente al propio héroe y a su compañera, es decir, Pauline, la esposa de Strauss durante cincuenta años, aunque en el momento de escribirse esta obra sólo llevaban casados cuatro. Dichos motivos aparecen a lo largo de la obra transformándose según las circunstancias y, desde el punto de vista musical, son la trama del tapiz sonoro, las señales que el músico nos deja para ir siguiendo la historia pero también para comprender la estructura de la pieza.
Dicha estructura está concebida muy sabiamente para equilibrar las diferentes secciones y conferir al discurso sonoro interés y variedad. Seis son las secciones que la conforman. La primera es la presentación del héroe, que comienza con la aparición brillante del tema que lo identifica, épico, por supuesto: un rápido arpegio ascendente que recorre un acorde luminoso al que algunos comentaristas, a mi juicio con bastante imaginación, atribuyen cierta familiaridad con el tema inicial de la Heroica de Beethoven debido a su tonalidad, mí bemol mayor, y a que recorre las notas básicas del acorde de la misma. Un segundo tema más melódico ofrece el debido contraste, como se requiere en la sección inicial de cualquier gran construcción sinfónica. Pero pronto, tras un dramático silencio, aparecen los rivales del héroe, aquí fácilmente identificables con los críticos que se oponían a la innovadora música del compositor: para retratarlos, o más bien satirizarlos cruelmente, toda la sección de maderas emprende una estrepitosa y chirriante cháchara casi incomprensible, inarmónica y desagradable, que evoca la palabrería sin sentido de la crítica y, posiblemente, se refiere directamente a personajes especialmente despreciados por el compositor como el sumo sacerdote de la crítica musical vienesa, Eduard Hanslick, enemigo feroz de todo lo que sonase a Wagner.
Tras esta especie de scherzo burlesco aparece un solo de violín que introduce la tercera sección, equivalente al movimiento lento si estuviéramos escuchando una sinfonía. A través de las evoluciones del violín el héroe va hallando su camino al amor y lo despliega ampliamente después, ya a plena orquesta, en uno de esos momentos en los que el lirismo straussiano se explaya magníficamente: es el retrato de la compañera del héroe y nos aporta nuevo material temático que se recogerá más tarde, aportando así unidad al conjunto.
Continuando con los contrastes, desde fuera del escenario se escuchan las llamadas de los metales que hacen despertar al héroe de su idilio romántico para llamarlo a la batalla. Llega la sección más turbulenta: el campo de batalla del héroe, donde el tema de los enemigos reaparece para enfrentarse ya abiertamente al protagonista. Strauss no ahorra aquí alusiones a la música típicamente bélica: trompetería militar, tambores marciales, choques violentos, momentos de zozobra y un brillante triunfo final que impone el tema heroico aplastando a sus oponentes.
Para compensar, toca ahora presentar las obras de paz a las que antes hicimos alusión. En una sección de naturaleza transitoria y de estructura más flexible y variada, se nos van apareciendo las citas de algunas de las obras anteriores del propio compositor; la más reconocible es la de Don Juan, pero quienes estén más versados en el trabajo temprano del maestro, reconocerán también aquellas otras que hemos referido: Till Eulenspiegel, Así habló Zaratustra, Don Quijote y también la menos conocida Macbeth.
Y así llegamos al final, en el que, en lugar de un triunfo apoteósico, el héroe prefiere retirarse del mundo a descansar de sus fatigas. El Leitmotiv principal sigue enriqueciéndose con nuevos matices a medida que la obra avanza, realmente como un ser vivo que va evolucionando a lo largo de su existencia. Ahora el ambiente se va serenando, apenas interrumpido por el recuerdo de las batallas pasadas, suavemente amparado por la fiel compañera (ambas cosas representadas, por supuesto, por los correspondientes motivos musicales) y el héroe se sume en un estado de plenitud; Vollendung se dice en alemán, algo así como pleno cumplimiento. Eso sí: tanta épica no habría de terminar sin una última solemne pero muy serena fanfarria de los metales que cierra la obra con la grandeza necesaria.
No dejen de admirar al escuchar esta obra no sólo las hazañas del héroe, sino las de orquesta y director, enfrentados a una partitura de extrema dificultad. El lado más épico de la vida de Strauss está en su música (en sus obras de paz) en la que sí que sin duda alcanzó su pleno cumplimiento con logros tan destacados como éste.
Y hablando de logros destacados, de batallas extraordinarias y de enormes dificultades para los intérpretes, qué decir de las Cinco piezas para orquesta de Arnold Schoenberg, la obra que abre el programa pero cierra, en sentido cronológico, estas notas. Aquí tenemos desde luego a uno de los compositores más decisivos de la historia, por más que, paradójicamente, su propia obra se escuche menos que lo que se habla de las consecuencias que produjo.
Las cinco piezas se crearon en 1909 y son una de las muestras más tempranas de la atonalidad libre, es decir, de la ruptura con el sistema diatónico y la armonía triádica que estructura la música occidental desde el tiempo del Barroco hasta cualquier cosa que puedan ustedes escuchar en los Cuarenta Principales, incluido el reggaetón (y fíjense con qué, también, heroica serenidad paso por encima del ejemplo sin hacer más comentarios). Es decir: en esta obra no están vigentes las relaciones estructurales entre los sonidos que constituyen la base de la armonía a la que estamos acostumbrados y que se refleja, por ejemplo, en la forma del teclado de un piano, que es el reflejo del modo mayor, o en su equivalente abstracto, que es el esquema de una tonalidad expresado en la escala que la constituye y en la distribución de tonos y semitonos entre sus notas. Lo que este sistema nos ofrece, y esto es lo que Schoenberg ha destruido en estas piezas, es un orden jerárquico que nuestro oído asume como algo natural (y que, de hecho, en algunos aspectos responde a fenómenos naturales, como el de la serie de armónicos) y que hace que percibamos como esperables y perfectos ciertos encadenamientos de acordes, sobre todo el que une el quinto con el primer grado de cada escala (eso que expresamos cómicamente cuando cantamos chim-pum, o sea sol-do, para expresar que algo se ha terminado).
En estas piezas dicho orden jerárquico ha desaparecido y por eso nos parece que pisamos terra incognita, un territorio sin mapa ni señales, sin escalas ni acordes fundamentales, en el cual todas las notas parecen tener el mismo valor; en el cual las tensiones musicales funcionan de modo enteramente distinto, atendiendo aparentemente sólo a la intuición del autor.
Como oyente, pueden hacerse dos cosas: esperar pacientemente a que acaben las piezas (es sólo un cuarto de hora) para disfrutar del concierto de verdad o, lo que yo humildemente les recomiendo, tratar de disfrutar de ellas aunque nos sorprendan y sacudan de un modo poco acostumbrado porque, les aseguro con toda honestidad, pueden resultar fascinantes. Para ayudar, en lugar de entrar en largas disquisiciones técnicas, que no es éste el lugar de hacer, permítanme proponerles sólo tres claves de interpretación que se las pueden hacer más cercanas.
Primera clave: entender que la revolución atonal de Schoenberg, desde su propio punto de vista, no es una ruptura con todo lo anterior, sino la conclusión lógica de un proceso que viene desde Beethoven y tiene un punto clave en Wagner. El siglo romántico en la música germana representa un aumento paulatino pero imparable de la tensión armónica en la música: con el fin de expresar del modo más intenso posible la individualidad del artista, los creadores han ido tensionando las formas y añadiendo cada vez más recursos que las sobrecargan. En el caso de la música, el incremento del cromatismo ha ido disolviendo la tonalidad hasta un punto tan extremo (y aquí sólo hay que volver la mirada al propio Richard Strauss y a sus óperas de esa misma época, como la tremenda Salomé o a las sinfonías de Mahler, una de las cuales escucharon ustedes en el programa anterior de la orquesta) que ya sólo queda la opción e dar un paso más, el que falta, y destruir definitivamente la tonalidad. En este sentido Schoenberg no es un rupturista, sino un continuador coherente del romanticismo alemán. Y no sólo del romanticismo, ya que la textura de sus piezas es estrictamente contrapuntística, lo que lo conecta incluso con el padre de toda la música alemana; ya saben a quién me refiero: el inmenso Bach.
Segunda clave: comparar esta música con la pintura de Kandinsky, no sólo rigurosamente contemporáneo, sino amigo cercano del compositor. Curiosamente, tendemos a asumir mejor la abstracción en la pintura que la atonalidad en la música, pero representan exactamente el mismo anhelo expresivo. Y Kandinsky, además, dio forma teórica a ese impulso al exponer su principio de necesidad interior, que es exactamente a lo que hacíamos referencia en la primera clave: las formas se hacen flexibles, dentro de las claves del estilo y de lo universal en el arte, para expresar la individualidad del autor que necesita tomar forma. Si miran algunas de las primeras obras aún figurativas del pintor ruso y van siguiendo el proceso por el que éstas van dando paso a la abstracción, verán exactamente lo mismo que ocurrió en la música de Schoenberg desde sus obras postrománticas (Gurrelieder, La noche transfigurada…) hasta estas cinco piezas ya atonales.
Tercera clave: situarnos en 1909, a las puertas de la Gran Guerra, con Europa atravesada de sospechas, tensiones y violencia. Y situarnos en Viena, con Freud descubriendo las pulsiones inconscientes que bullen bajo la apariencia triunfante de la conciencia occidental. Escuchándolas desde esa posición las cinco piezas se vuelven dramáticamente reveladoras: están llenas de oscuros presagios (Premonición se llama la primera pieza), de sonidos inestables y amenazantes que hacen tambalearse nuestras seguridades. Y a veces de sugerencias hermosísimas, como esa fascinante melodía de timbres en la tercera pieza (Farben: colores). No se fíen mucho de los títulos, en todo caso: Schoenberg los añadió más tarde por motivos extramusicales y para facilitar su publicación dando alguna pista temática sobrevenida. Lo que importa es esa tensión subterránea, esa inquietante sensación que no nos abandona cuando las escuchamos y al mismo tiempo nos estremece y nos maravilla.
Pero esto requiere un esfuerzo, por supuesto. No son piezas que nos cautiven espontáneamente si no les damos la oportunidad. Yo les aconsejo que se la den y, si no es suficiente con esta primera ocasión, repásenlas en casa, que a veces es necesario insistir para disfrutar.
Así que… eso mismo: disfruten mucho del concierto, que tiene variedad de sobra para ello. Y es, además, un lujo tener una orquesta capaz de enfrentarse a retos musicales tan difíciles y apasionantes como éste que el maestro Erik Nielsen ha elegido para despedirse a lo grande como director titular. Que los aplausos de hoy sirvan para agradecerle su estupendo trabajo de los últimos años y desearle muchos éxitos y muchos reencuentros con nosotros.
Iñaki Moreno Navarro
Alexandre Kantorow.
Piano
Alexandre Kantorow ha sido el pianista más joven y el primer artista francés en ser galardonado con el Gilmore Artist Award 2024. Cuatro años antes, a la edad de 22 años, fue el primer pianista francés en ganar la medalla de oro y el Grand Prix del prestigioso Concurso Internacional Chaikovski, algo que solo había sucedido en tres ocasiones en la historia del certamen. Solicitado al más alto nivel en todo el mundo, es aplaudido por su innato encanto poético, su claridad luminosa y su sorprendente virtuosismo.
Ha ofrecido recitales en las principales salas de conciertos, como el Royal Concertgebouw de Ámsterdam, Queen Elizabeth Hall en Londres o la Philharmonie de París. En 2023 hizo su debut en el Carnegie Hall de Nueva York y Tokyo Opera City. Toca regularmente en los festivales más prestigiosos como los de Ravinia, Verbier o los BBC Proms. La música de cámara es otra de sus pasiones y actúa frecuentemente con artistas como el violinista Renaud Capuçon, el violista Antoine Tamestit, el chelista Gautier Capuçon o el barítono Matthias Goerne.
Compromisos de la temporada en curso incluyen conciertos con la Pittsburgh Symphony Orchestra, Filarmónica de Berlín, Orchestre de París, Philharmonia Orchestra y Rotterdam Philharmonic, así como giras con la Filarmónica de Múnich o la Filarmónica de Hong Kong con directores como Manfred Honeck, Sir John Eliot Gardiner, Jaap van Zweden, Francois-Xavier Roth y Klaus Mäkelä. Alexandre Kantorow ha actuado con la Boston Symphony Orchestra, la Budapest Festival Orchestra y la Israel Philharmonic Orchestra, entre otras, y bajo la batuta de maestros como Sir Antonio Pappano y Valery Gergiev.
Kantorow graba en exclusiva para BIS (Apple Music). Sus grabaciones han recibido gran éxito de crítica y público internacional, así como múltiples premios, incluyendo varios Diapason d’Or, Victoires de la musique Classique y Trophée d’Année. En 2022 fue elegido como portada y Editor’s Choice en la revista Gramophone.
Alexandre es laureado por la Fundación Safran y el Banque Populaire. Nacido en Francia y de origen francobritánico, Kantorow ha estudiado con Pierre-Alain Volondat, Igor Lazko, Frank Braley y Rena Shereshevskaya.
Erik Nielsen.
Director
Erik Nielsen es un director que domina por igual tanto el repertorio sinfónico como operístico.
Empezó muy joven sus estudios de piano para después graduarse en la Julliard School de Nueva York en oboe y arpa, continuando en el Curtis Institute of Music sus estudios de dirección orquestal.
Se mudó a Alemania en el 2001 como arpista de la “Berlin Philharmonic Orchestra Academy”.
En el 2002 inició una relación de 10 años con la Opera de Frankfurt, como maestro repetidor y después fue nombrado kappelmeister, unos años que le permitieron enriquecerse de un largo repertorio desde Monteverdi a Lachenmann.
En septiembre de 2009 la Fundación Solti de Estados Unidos le concedió la beca Solti y en marzo de 2010 debuta en la ópera estadounidense con Ariadne auf Naxos para la Boston Lyric Opera, a la que siguió La flauta mágica en el Metropolitan Opera de Nueva York.
El maestro Nielsen dirige por primera vez a la Orquesta Sinfónica de Bilbao en el 2012 en una producción de la ópera de Korngold, Die Tote Stad y, a raíz del gran éxito obtenido y otras invitaciones en conciertos sinfónicos, fue nombrado en el 2015 director titular de la misma, cargo que mantendrá hasta septiembre del 2024.
Ha sido además director musical (2016-2018) del Teatro de Opera de Basilea y más recientemente (2022) nombrado director musical del “Tiroler Festspiele Erl”
Entre sus más recientes y futuros proyectos cabe destacar la producción de la Tetralogía de Wagner, para el Tiroler Festipiele Erl, con puesta en escena de Brigitte Fassbender, y que repetirá el próximo verano, así como Aida en Fráncfort, El amor de las tres naranjas en Dresden, Oedipux Rex con la première de Samy Moussa Antigone en la Opera Nacional de Amsterdam, Salome en Zürich, Rusalka y Norma en Dresden, la première de Manfred Trojahn, Eurydice die Liebenden, blind en Amsterdam, y Peter Grimes; Das Rheingold y Karl V de Krenek en la Opera de Munich, así como conciertos sinfónicos con la Orquesta Cívica de Chicago, la Kölner Kammerorchester, la Ópera Real de Suecia, la Basel Sinfonieorchester, la Orquestra Sinfonica Portuguesa de Lisboa, la RTE National Symphony Orchestra, Orchestre Philharmonique de Strasbourg, Philharmonie Südwestfalen, Ensemble Intercontemporain, Ensemble Modern, Junge Deustche Philharmonie, la World Youth Symphony Orchestra del Interlochen Arts Camp, la Royal Northern Sinfonia, y diferentes orquestas españolas. Próximamente, además de la Orquesta Sinfónica de Bilbao, regresará nuevamente a Madrid para dirigir la Orquesta de RTVE.
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