Conciertos
Messiaen en la celebración de Bruckner
Ludovic Morlot, director
I
OLIVIER MESSIAEN (1908 – 1992)
L’Ascension, 4 méditations symphoniques*
I. Majesté du Christ demandant sa gloire à son Père
II. Alléluias sereins d’un âme que désire le ciel
III. Alléluia sur la trompette, alléluia sur la cymbale
IV. Prière du Christ montant vers son Père
II
ANTON BRUCKNER (1824 – 1896)
Sinfonía nº 4 en Mi bemol Mayor «Romántica» (Nowak: 2. Fassung 1878/1880)
I. Bewegt; nicht zu schnell
II. Andante quasi Allegretto
III. Scherzo: Bewegt
IV. Finale: Bewegt; doch nicht zu schnell
* Primera vez por la BOS
FECHAS
- 18 de enero de 2024 Palacio Euskalduna 19:30 h. Comprar Entradas
- 19 de enero de 2024 Palacio Euskalduna 19:30 h. Comprar Entradas
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Quienes acudimos al concierto de esta noche podemos imaginar que, al entrar en la gran sala del palacio Euskalduna, pisamos suelo consagrado, que su formidable espacio es un refugio para el espíritu; podemos pensar, cuando miremos las estrellas que parecen brillar en su techo al apagarse las luces, que contemplamos la bóveda del cielo con la misma unción religiosa con la que los protagonistas del programa de esta noche sintieron la presencia de lo sagrado en la inmensidad de la creación: la presencia de Dios, diríamos en este caso, puesto que ambos compositores fueron firmes creyentes católicos. Su obra es testimonio de ello.
Sin embargo, más allá del ámbito cristiano, es obvio que la música y la religión tienen un estrecho vínculo desde el mismo origen de ambas: que el sentido sagrado ha impregnado el sonido de la música a lo largo de los siglos y que ésta ha sido una contribución decisiva a las diferentes liturgias que se han desarrollado en todos los ámbitos religiosos, determinando así las formas de alabar a los dioses, de suplicarles y agradecerles sus dones, de enfrentarse al misterio de la vida y la muerte y de expresar, en fin, nuestra relación con lo divino. La espiritualidad hindú no sería la misma sin la complejísima red de los ragas que nacen y crecen lentamente en cada canto y en las armonías del sitar preparando la mente para la meditación. El profundo y uniforme murmullo de los lamas tibetanos, que parece conectar con el fondo mismo del mundo, forma parte esencial de su acercamiento al estado de conciencia que denominamos nirvana.
En occidente, es significativo cómo Martín Lutero se dio cuenta de lo esencial que resultaba para la iglesia reformada desarrollar su propio modo de cantar y hacer música y así estableció la tradición del coral que, en sólo unos siglos, ha determinado la liturgia protestante gracias al trabajo de una larga serie de genios entre los cuales Praetorius, Schein, Bach o Mendelssohn son sólo algunos notables ejemplos.
Por supuesto que, regresando ya al ámbito católico, podríamos decir lo mismo acerca de la función decisiva que la música ha desempeñado en su complejo ceremonial: las reformas que se han ido sucediendo han incidido siempre en el papel que el canto debía tener en el mismo. Recordemos sólo los arduos debates de los padres de la Iglesia, especialmente de San Agustín, acerca del valor (o el peligro) del canto sagrado (lean el Libro X de las Confesiones y verán cómo le atormentaba este tema al obispo de Hipona); pensemos en la importancia que San Gregorio, a finales del siglo VI, dio a la música en la nueva ordenación de la misa y de la liturgia de las horas y cómo, un par de cientos de años más tarde, esto dio cuerpo al canto gregoriano, unificación de los modos anteriores de alabar a Dios en música. Este nuevo canto llano marcó durante siglos las ceremonias católicas, fue el punto de referencia para infinidad de compositores en la era de la polifonía medieval y renacentista, se reivindicó de nuevo durante el concilio de Trento en el siglo XVI y finalmente su abandono progresivo a partir del concilio Vaticano II ha transformado decisivamente el aspecto de las misas (no entro en los efectos religiosos de esto, seguramente muy positivos; respecto al resultado musical, comparen una antífona gregoriana con Alabaré, alabaré y me cuentan).
Por su parte, las dos magníficas obras del programa de esta noche son, en efecto, música profundamente marcada por la religión. Pero en este caso no son obras litúrgicas. Aunque sus autores, Anton Bruckner y Olivier Messiaen, fueron ambos organistas de iglesia y participaron, por lo tanto, activamente, en el ceremonial durante toda su vida (Messiaen ocupó el órgano de la Santísima Trinidad de París durante 61 años, nada menos), nos presentan en esta ocasión obras no pensadas para interpretar como parte de un acto religioso sino para la sala de conciertos. Aun así, las profundas convicciones de ambos empaparon todo su trabajo como músicos y ambos concibieron su obra como un modo de alabanza al Creador. Ambos sintieron y explotaron en sus partituras la proximidad entre sonido y religión de la que hemos partido y se sintieron apelados por la llamada del salmista con la que he titulado estas notas: alabad al Señor con las cuerdas y el órgano. Pertenece al Salmo 150: si el propio conjunto de los Salmos ya es una muestra del antiquísimo vínculo entre la música y la religión, éste en concreto es una exhortación a cantar al Señor utilizando todos los medios sonoros. Ecos de esta llamada aparecen explícitamente en la obra de Messiaen.
Comencemos por ella, ya que aparece en primer lugar en el programa, aunque cronológicamente sea posterior. Olivier Messiaen nació en 1908, hijo de un profesor de inglés que había traducido a Shakespeare al francés y de la poetisa Cécile Sauvage; aunque ella no solía asistir a misa (lo que causó el disgusto de la familia de su marido), es fácil suponer que su sensibilidad poética debió de influir poderosamente en la forma en la que el joven Olivier desarrolló su profunda fe. En efecto, siendo un músico que dedicó la inmensa mayor parte de su obra a lo divino, su forma de presentarlo estuvo siempre tocada por un maravilloso instinto poético y por una libertad y flexibilidad que le llevó al profundo estudio de las religiones orientales, en especial la hindú, a una sensación de misticismo que se apropia de su música más allá de las distinciones entre diversos cultos y a su personalísima visión de la naturaleza como fuente de contemplación divina. Particularmente, es bien conocida su faceta como ornitólogo, que lo llevó a conocer exhaustivamente el canto de los pájaros de Francia y de todo el mundo y a hacerlo formar parte esencial de su música, como se refleja en casi todas sus obras importantes a partir de cierto momento y en algunas de manera temática, como en sus poemas sonoros para piano conocidos, precisamente, como Catálogo de los pájaros. Más allá de ello, muchas de sus grandes obras se basan en la contemplación de la naturaleza desde esa óptica divinizada; por ejemplo, Des canyons aux étoiles, de los cañones a las estrellas, inspirada por el paisaje de Bryce Canyon en Utah o su testamento musical, la grandiosa ópera San Francisco de Asís.
Con todo ello, Messiaen es, sin duda, uno de los creadores más destacados de la música del siglo XX (y además un extraordinario pedagogo musical, por cuyas clases pasaron grandes maestros como Pierre Boulez). Supo compaginar su visión religiosa con una fabulosa creatividad; aunque sólo brevemente exploró el mundo de la vanguardia más radical, una obra suya, Modos de valores e intensidades, fue decisiva para quienes desarrollaron después el serialismo integral, la tendencia dominante de la época posterior a la Segunda Guerra Mundial. No obstante, sus contribuciones más importantes tienen otra base: su propio sistema musical, basado por un lado en un sistema de escalas llamadas modos de transposición limitada y en un empleo del ritmo que proviene del estudio de la música de la antigua Grecia y de la hindú, y en el que destacan los ritmos no retrogradables, es decir, palindrómicos o capicúas. Éstas son cuestiones demasiado técnicas pero, como ocurre tantas veces en la música, no es necesario explicar estos aspectos para detectar cuándo un compositor tiene una personalidad tan marcada y clara como Messiaen. Por encima de estos elementos, la sensibilidad especial hacia el color del sonido caracteriza su música de modo inconfundible (experimentaba la sinestesia: esa cualidad propia de algunas personas y de destacados artistas para relacionar, en este caso, sonidos con colores). Les recomiendo escuchar sobre todo alguna de sus obras clave; las que han marcado la historia de la música en el siglo XX: por ejemplo el Cuarteto para el fin de los tiempos (escrito y estrenado junto a sus compañeros durante su cautiverio en un campo de prisioneros alemán en la guerra) o la monumental Sinfonía Turangalila, expresión magnífica de su sentimiento de éxtasis ante el poder del amor divino. En cuanto conozcan un poco a Messiaen lo reconocerán en cada obra.
La que escucharemos esta noche, La Ascensión, es una de las primeras. Fue escrita en 1933, con sólo 25 años, recién llegado al cargo de organista de la Santísima Trinidad. No manifiesta aún plenamente algunas de las características de su música (por ejemplo, no escuchamos aún el canto de los pájaros), pero ya es inconfundiblemente suya por su lenguaje (ya aplica, aunque de modo no del todo explícito, los modos a los que antes nos referíamos). El resultado hará que nos sintamos fascinados por su sonido relumbrante y por ese mundo amónico misterioso pero cercano que evoca el sentimiento religioso de fascinación que sentía el joven músico al explorar el tema de su obra: la ascensión de Cristo a los cielos. La solemnidad de algunos momentos, el casi misticismo de otros… las exclamaciones de gloria y alabanza se suceden en estas Cuatro meditaciones sinfónicas, que pronto fueron transcritas con gran éxito para órgano por el propio autor (sustituyendo la tercera, poco adecuada para el instrumento, por una pieza de nueva creación).
Las cuatro piezas están concebidas como reflexiones sobre los momentos relacionados con el misterio de la ascensión y, para transmitir sus visiones a través de colores distintos, son protagonizadas por diferentes familias orquestales. La primera parte se titula Majestad de Cristo pidiendo gloria a su Padre y resuena en limpias armonías de metales, secundados por las maderas como fondo. Messiaen, en un gesto muy propio, evita el desarrollo temático y lo sustituye por la repetición variada de un motivo lento y solemne, intercalada por silencios meditativos; esto produce una impresión contemplativa puesto que el tiempo parece detenido. La ausencia de contrapunto o de direccionalidad marcada en la música contribuye a la impresión de serena grandeza que emana del brillo de los instrumentos y de los extraordinariamente luminosos acordes que cierran cada sección.
La segunda meditación, Aleluyas serenos de un alma que desea el cielo, cuenta destacadamente con la familia de viento madera, acompañada sobre todo por las cuerdas en segundo plano. Sus contornos melódicos están basados en el antiguo canto llano y reproducen la flexibilidad y la ornamentación del mismo. Pasajes en los que toda la sección canta al unísono, se alternan con otros en los que oboes y flautas, sobre todo, trenzan melismas ornamentales que parecen girar en torno a una visión mística. La armonía permanece casi estática alrededor de sus trinos hasta alcanzar un brillante final.
El tercer movimiento es sensiblemente distinto de los otros tres, lo cual, en opinión de algunos expertos en la obra de Messiaen, denota su juventud y el hecho de que aún estaba buscando su propio lenguaje. Aleluya en la trompeta, aleluya en el címbalo (titulo que evoca los salmos a los que nos hemos referido anteriormente), tiene un aire casi de danza, probablemente basado en antiguos ritmos franceses del Renacimiento; esto muestra la influencia que tenía sobre el compositor la música de Debussy, quien se acercó muchas veces a esas mismas danzas antiguas de un modo igualmente muy estilizado. Aquí sí que percibimos una noción de desarrollo y avance, a la que son ajenos el resto de movimientos de la obra. Incluso, en la sección final, hay un momento de ágil contrapunto. Igualmente notamos que los colores orquestales se alternan más rápidamente sin que predomine uno sobre otro, lo cual añade movimiento y agilidad. Si estuviéramos escuchando una sinfonía, éste sería el lugar del scherzo. Sin embargo, es más extraño tratándose de una pieza de Messiaen.
Para finalizar la obra, después de los aleluyas serenos y de los aleluyas festivos, volvemos sobre la figura de Cristo: Plegaria de Cristoascendiendo hacia su Padre . Y de nuevo el tiempo se detiene y el aire se tiñe de misticismo, en este caso gracias a la vibración de las cuerdas. Un tema ascendente (como es lógico) se despliega en armonías de extraordinaria luminosidad; lenta y solemnemente. El final de la obra realmente nos transporta hacia la infinita paz del cielo; es una visión de lo eterno que nos admira y nos fascina.
Quizá Messiaen no había encontrado completamente su camino, pero revela ya un talento extraordinario y realmente inconfundible. Disfruten de la profundidad de sus meditaciones, deslumbrante y majestuosa visión del misterio religioso.
Y ahora vengamos del cielo a la tierra porque la cuarta sinfonía de Anton Bruckner, apodada Romántica por él mismo, nos ofrece un relato más cercano: un programa más o menos explícito que habla del despertar al alba de una antigua ciudad medieval, de la vida del campo, de la caza y las fiestas populares. Pero no nos engañemos: la profunda fe de Bruckner, a veces aparentemente inocente pero siempre sólida, permea toda su música y se deja ver en la grandiosidad de sus temas, en la amplitud de sus desarrollos que siempre tienden a lo infinito, en los hondos silencios en los que reverberan las melodías o en sus poderosas cumbres sonoras. Por ejemplo: durante el desarrollo del primer movimiento, cuando todas las energías sonoras se desbordan, ya resulta muy difícil seguir imaginando la sencilla ciudadela medieval: los grandiosos corales de los metales están ya muy lejos del programa original y se elevan hacia lo trascendente con amplísimo aliento. Ahí reconocemos al Bruckner más característico y a sus más elevadas perspectivas.
Esta sinfonía constituyó su primer éxito, al ser estrenada por Hans Richter en 1881, cuando el autor aún era un músico bastante oscuro de provincias a quien los aficionados vieneses miraban por encima del hombro; su poca habilidad para las relaciones sociales, su retraimiento e inseguridad personal no le ayudaban. Ya tenía alrededor de 50 años cuando escribió la obra, pero, como habitualmente le ocurría, no pudo hacerlo de una vez: desde 1874 hasta 1888 se sucedieron las revisiones, los cambios mayores o menores, las nuevas versiones y las sustituciones de algunos movimientos por otros nuevos. Como en el caso de otras de sus grandes sinfonías, existen distintas alternativas para interpretar la cuarta, pero no voy a aburrirles con el laberinto de transformaciones que fue sufriendo la pieza. Les invito a que vayan simplemente a la wikipedia (que para estas cosas concretas no está tan mal) y traten de orientarse; especialmente el artículo en inglés es detalladísimo en este aspecto. Hay al menos siete versiones completas de la mano de Bruckner que se fueron reformando entre 1874 y 1890. Los dos movimientos finales fueron los más afectados, siendo sustituidos íntegros en varias ocasiones. Esto convierte a la cuarta en la más problemática de las muy problemáticas sinfonías del autor. Pero estaremos de acuerdo en que, una vez comentado, este tema se escapa por completo de las pretensiones y las posibilidades de estas notas. No podemos aspirar a emular a las decenas de especialistas brucknerianos y a los grandes directores que se han empleado a fondo durante décadas para tratar de establecer una versión definitiva que para el propio Bruckner fue imposible definir. Fiémonos, pues, de la elección de los editores y los programadores, pensemos con empatía en las cuitas del atribulado compositor replanteándose una y otra vez su trabajo con ese incansable y seguramente agobiante afán de perfeccionamiento y luego olvidémonos de todo ello para disfrutar de la música que, en cualquiera de sus versiones, es espléndida.
Se trata de la sinfonía más conocida del catálogo del autor. Antes de enfrentarnos a las inmensas catedrales que son en especial la séptima, octava y novena y disfrutarlas en todo su colosal esplendor es muy buena idea pasearse por esta obra romántica, más accesible para quienes no estamos tan acostumbrados al lenguaje del músico de Linz pero, al mismo tiempo, ya enteramente suya y llena de momentos de plenitud. Les hablo por experiencia: esta sinfonía ya me maravillaba hace años, cuando aún no era capaz de enfrentarme con aprovechamiento a aquellas otras posteriores. Ahora ya ha cambiado mi experiencia con ellas (será que me he hecho mayor) y, sin ir más lejos, en la temporada pasada me sentí profundamente conmovido con la fantástica novena que nos ofreció nuestra orquesta, pero la cuarta sigue teniendo un lugar especial en mi aprecio.
El apelativo romántica lo puso Bruckner para vincular su obra a la corriente wagneriana (sentía una admiración devota por Richard Wagner) que estaba en su apogeo en aquellos años. El concepto de romanticismo al que se refiere es el que podríamos encontrar en las ensoñaciones caballerescas de Lohengrin, Tristán e Isolda o Tannhäuser, por ejemplo, con su regreso a un Medievo idealizado y la exaltación de valores asociados a las leyendas artúricas. También el lenguaje wagneriano, que influye visiblemente (audiblemente, deberíamos decir) en el de Bruckner, así como las ideas asociadas a la fusión de las artes, entran en el concepto.
Así pues, la primera idea de la obra se asocia a un programa poético que describiría escenas de la vida medieval. La primera llamada de las trompas describiría el toque al alba desde la torre del ayuntamiento, a la que sigue la puesta en marcha poco a poco de la vida ciudadana. En el segundo movimiento se identifican ideas como “plegaria, canción, serenata” (según escritos del propio autor). Y en el tercero tenemos la muy típica escena de caza a base de trompas y un trío en el que suena un organillo mientras se descansa en el claro del bosque. Para el cuarto movimiento, dados los avatares sufridos por el mismo en las sucesivas revisiones de la sinfonía, ya no está muy claro cuál era la imagen a describir: una fiesta popular que terminó por desaparecer.
¿Qué quieren que les diga? Me parece que tratar de seguir la obra ciñéndose al programa, por lo demás muy poco detallado, sería limitar muchísimo la experiencia de la música. Si Bruckner la planeó siguiendo estas indicaciones, se le debió de ir muy pronto de las manos. La grandeza de la pieza desborda por todos los lados esas sencillas sugerencias. El espíritu del músico, que tan por encima estaba de su aspecto externo y su imagen social, se presenta en toda su potencia expresiva y, por supuesto, siguiendo el hilo de estas páginas, asociado a su visión sagrada del mundo que aflora a cada momento y no menos que en obras más explícitamente religiosas, como la novena sinfonía, antes referida y dedicada al buen Dios.
Les aconsejo, por lo tanto (aunque pueden no hacerme ni caso y ya está, pero ya que han tenido la paciencia de llegar hasta aquí…) que dejen de lado la historieta programática y se dejen conducir a las altas cumbres sonoras, como macizos alpinos, a las que nos elevará el humilde organista, transfigurado gracias a su enorme talento.
El comienzo no podría ser más característico: un tenue trémolo de la cuerda sobre el que amanece el famosísimo tema de la trompa: una quinta que desciende y asciende. En un largo período, este tema mínimo crece hasta el primer momento climático (y sólo estamos en el inicio de la exposición) para presentar una segunda idea: un descenso que sigue el habitual ritmo bruckneriano (dos negras seguidas de un tresillo). Aparece luego el llamado Gesangperiode (el período de canto) que es siempre la segunda sección de la exposición en la interpretación de la forma sonata del autor y que muestra un tema más despreocupado y ligero para dar paso a la tercera sección expositiva, de nuevo sonora y poderosa. Pero será en el desarrollo donde se alcancen las más altas cimas, a las que antes nos hemos referido para ejemplificar las aspiraciones trascendentes de la obra. La reexposición nos devuelve al inicio y nos deja claro una vez más que Bruckner fue realmente el último escalón en el desarrollo de la forma sonata que articula todo el sinfonismo germano del siglo XIX y quien la llevó hasta su estado de máximo desarrollo, más allá del cual sólo cabía ya la imitación o la ruptura.
El segundo movimiento es, efectivamente, una plegaria, pero de una profundidad sublime. La fluidez de su primer tema se va cargando de sentido a través de secciones más contemplativas y otras más activas. Los momentos más sublimes de los adagios de Beethoven, la visión romántica de la naturaleza divinizada, los antiguos corales alemanes… resuenan en esta amplia, lenta pero intensa reflexión que alcanza su punto culminante más allá de su centro.
El tercer tiempo es el que mejor se podría acompasar a la visión programática: el tema de caza de las trompas es muy característico, en efecto. Un scherzo que nos electrizará en sucesivas oleadas, relajándose en el trío central gracias a una apacible melodía que, si trata de imitar una melodía de organillo, será porque los organilleros de Linz debían de haberse formado unos cuantos años en el conservatorio.
Sólo es un respiro para alcanzar el finale. No queda ya nada de aquella fiesta popular que inicialmente imaginó Bruckner. Son veinte minutos de colosal tensión sonora; la música nos transporta desde los pasajes contemplativos hasta los tuttis más poderosos con la habitual parsimonia bruckneriana, que poco a poco aligera o adensa las texturas orquestales como si fuese metiendo o sacando los registros de su órgano sinfónico. Memorables y apasionados temas de claro eco wagneriano van desarrollando todas sus capacidades y exigen de los intérpretes una extraordinaria resistencia.
También para nosotros, los espectadores, éste es un programa exigente; nos va a pedir atención: una escucha activa y dispuesta a seguir la creatividad de los autores hacia las remotas regiones del espíritu a las que se sintieron llamados. Pero si estamos dispuestos a hacer ese esfuerzo, es mucho lo que obtendremos a cambio: dos experiencias sublimes, dos grandes viajes de la mano de músicos dotados del instinto de lo eterno. Que se apaguen ya las luces y dispongámonos a escuchar más allá de la bóveda estrellada: überm Sternenzelt…
Iñaki Moreno Navarro
Ludovic Morlot.
Director
El brío, la elegancia y la intensidad de Ludovic Morlot sobre el escenario le han granjeado el cariño del público y las orquestas de todo el mundo, desde la Filarmónica de Berlín hasta la Sinfónica de Boston. Director musical de la Orquesta Sinfónica de Barcelona desde septiembre de 2021, es al mismo tiempo Director Emérito de la Seattle Symphony (donde fue Director Musical 2011-2019) y también es Artista Asociado de la BBC Philharmonic Orchestra desde 2019. Fue Director Artístico y miembro fundador de la Orquesta Nacional Juvenil de China 2017-2021, dirigiendo sus conciertos inaugurales en el Carnegie Hall y en China en 2017, y realizando una gira con ellos por Europa en 2019. Fue Director Principal de La Monnaie de 2012 a 2014 dirigiendo nuevas producciones en Bruselas y en el Festival de Pascua de Aix – incluyendo La Clemenza di Tito, Jenufa y Pelléas et Mélisande.
Esta temporada, Morlot llevará a la Sinfónica de Barcelona a la Elbphilharmonie y al Royal Concert Hall de Estocolmo. Juntos grabarán todas las obras orquestales de Ravel en una nueva edición coeditada por Morlot con motivo del 150 aniversario del nacimiento del compositor en 2025. Entre su actuacipones más destacadas de 2023/24 figuran la Strasbourg Philharmonic con Joyce di Donato, el estreno norteamericano de una nueva obra de Betsy Jolas con San Francisco, la Pasión según San Mateo de Bent Sorensen con la Danish National, las Vísperas de John Luther Adams con la City of Birmingham Symphony, y los conciertos para órgano de Lowell Liebermann y Saint-Saens en el Oregon Bach Festival. Esta temporada también dirige una producción escenificada de Rheingold en la Seattle Opera, tras las exitosas representaciones en versión concierto de Die Walküre y Samson et Dalila.
Morlot ha actuado anteriormente como invitado con las orquestas Berliner Philharmoniker, Royal Concertgebouw, Czech Philharmonic, Dresden Staatskapelle, London Philharmonic y Budapest Festival, así como con muchas de las principales orquestas norteamericanas, en particular la New York Philharmonic, Los Angeles Philharmonic, Chicago, and Philadelphia Symphony. Morlot está especialmente vinculado a Boston, ya que fue director de la beca Seiji Ozawa en Tanglewood y posteriormente nombrado director asistente de la Boston Symphony. Desde entonces ha dirigido la orquesta en conciertos de abono, en Tanglewood y en una gira por la costa oeste de Estados Unidos. También ha realizado numerosas actuaciones en Asia y Australasia, en particular con la orquestas Seoul Philharmonic, Yomiuri Nippon Symphony y Melbourne Symphony. Ha actuado en festivales como los Proms de la BBC, Wien Modern, Edimburgo, Aspen y Grant Park.
La titularidad de Morlot en Seattle constituyó un periodo enormemente significativo en la trayectoria musical de la orquesta, a la que sigue regresando varias semanas cada temporada. Su innovadora programación abarcó no sólo su elección de repertorio y encargos, sino también producciones teatrales y actuaciones fuera del espacio tradicional de la sala de conciertos. Algunos de estos proyectos, como Become Ocean de John Luther Adams, el Concierto para violín de Aaron Jay Kernis interpretado por James Ehnes y una exploración de la música de Dutilleux, le han valido a la orquesta cinco premios Grammy, así como la distinción como Orquesta del Año 2018 por Gramophone. Morlot ha publicado 19 grabaciones con el sello Seattle Symphony Media, que se lanzó en 2014.
Formado como violinista, estudió dirección de orquesta en la Pierre Monteux School (EE.UU.) con Charles Bruck y Michael Jinbo. Continuó su formación en Londres, en la Royal Academy, y posteriormente en el Royal College, donde obtuvo la beca Norman del Mar de dirección de orquesta. Ludovic es profesor afiliado en la University of Washington School of Music de Seattle y artista invitado en la Colburn School de Los Ángeles. Formó parte del jurado del Concurso Internacional de Piano de Leeds (2021) y fue elegido miembro de la Royal Academy of Music en 2014 en reconocimiento a su importante contribución a la música.
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