Conciertos

Pahud y la 5a de Mahler


Palacio Euskalduna.   19:30 h.

La figura de Emmauel Pahud lleva años instalada en la cima del mundo de la Aauta. Todo ha sido precoz en su carrera desde que a los 22 años obtuviese la plaza de solista de la Filarmónica de Berlín, y su sonido, dicen quienes le han escuchado en vivo, es como una prolongación de su respiración. En el inicio de su despedida como director titular, Erik Nielsen se enfrenta a la Sª de Mahler: a sus cimas, sus valles y la belleza inabarcable de su adagietto.

Abono:

XX Century Classics


Erik Nielsen, director
Emmanuel Pahud, flauta


I

CARL NIELSEN (1865 – 1931)

Concierto para flauta y orquesta*

I. Allegro moderato
II. W. A. Mozart: Andante para flauta en Do Mayor K. 315
III. Allegretto

Emmanuel Pahud, flauta

II

GUSTAV MAHLER (1860 – 1911)

Sinfonía nº 5 en do sostenido menor

I. Trauermarsch
II. Sturmisch bewegt
III. Scherzo: Kraftig, nicht zu schnell
IV. Adagietto
V. Rondo – Finale

*El Andante para flauta y orquesta en Do Mayor K. 315 de Wolfgang Amadeus Mozart se interpreta intercalado entre los dos movimientos del concierto para flauta y orquesta de Carl Nielsen

FECHAS

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La flauta y la trompeta

Comencemos señalando algunas relaciones generales que se establecen entre las piezas que componen este programa. Dos de ellas se encuentran en los dos extremos de un período de la historia de la música que comienza con la primera escuela de Viena, a la que pertenece Mozart y culmina con la segunda, de cuyos inicios fue contemporáneo Mahler. Y representan muy bien el principio y el final de esta época que se desarrolló desde el final del siglo XVIII al principio del XX. En este período, el sistema musical occidental que conocemos como tonalidad, definitivamente formulado unas décadas antes por Rameau y Bach en la teoría y en la práctica, llegó a su punto culminante con el clasicismo que Mozart representa y vivió una evolución dramática durante el siglo romántico hasta su estallido, que se produjo en los mismos años en los que Mahler escribió su quinta sinfonía en un lenguaje que, si bien no alcanza la ruptura, sí la presagia debido a su fuerte tensión armónica y expresiva. En el próximo concierto de la temporada tendremos oportunidad de escuchar las Cinco piezas para orquesta de Arnold Schönberg, sólo cuatro años posteriores a la pieza de Mahler, en las que ya se verifica definitivamente el fin de la tonalidad.

Así, este programa nos va a llevar de la estabilidad al desequilibrio; de la serenidad clásica al convulso mundo expresivo postromántico y de la elegancia palaciega de Viena cuando aún era la capital del Sacro Imperio Romano Germánico, que todavía parecía eterno, a la inquietud de la Viena de Freud en los últimos momentos del agonizante Imperio Aunstrohúngaro, un escenario dorado en el que la aristocracia seguía bailando el vals en los pomposos salones del Hofburg como si el tiempo se hubiera detenido mientras se acercaba el inevitable final de su época.

Y al tener en cuenta la tercera obra del programa, el Concierto para flauta de Nielsen, se nos abre paradójicamente otro escenario. Esta pieza fue escrita en 1926, cuando ya había culminado el proceso antes descrito y, por lo tanto, cuando ya se había derrumbado el viejo mundo y Europa se debatía en la confusión entre la impostada felicidad con la que quería olvidarse de la terrible guerra pasada y las convulsiones políticas que estaban preparando la aún más terrible que estaba por venir. Y en ella encontramos la síntesis de los dos espíritus musicales anteriores: se trata de una pieza escrita en un estilo que podemos llamar neoclásico, muy propio de aquellos años, que trata de recuperar, tras el desgarro de la guerra (y la ruptura paralela e igualmente dramática que las vanguardias de los primeros años del siglo produjeron en el mundo del arte) cierta serenidad y cierta claridad, valores clásicos por excelencia, regresando a los modelos prerrománticos. Sin embargo, esta mirada atrás no podía ser ya inocente e ignorar los cambios fundamentales que el siglo romántico había producido en el lenguaje artístico, de modo que el neoclasicismo, al menos tal como lo percibimos en la música de Nielsen, duda entre la estabilidad y la inestabilidad tonal; entre la ligereza de la articulación y la tensión subyacente; entre la expresión simpática y hasta a veces humorística y la indefinición de algunas armonías. Una ambigüedad muy interesante, sin duda, que ejerce un poderoso atractivo.

Estas contradicciones podrían sustanciarse en la comparación que da título a estas líneas: la flauta y la trompeta. Toda la primera parte del concierto estará protagonizada por la sedosa dulzura del timbre de la flauta, quizá uno de los instrumentos más ancestrales creados por la humanidad, que en su versión moderna asociamos a la ligereza, la agilidad virtuosística y la suavidad cantabile que le permiten sus características. Todo ello magnificado por el soplo casi mágico de Emmanuel Pahud, flautista de elegancia sublime, que es una de las grandes presencias de este año entre los solistas invitados de la temporada; será un privilegio escucharle cantar el Andante de Mozart y danzar, girar, saltar y volar en el concierto de Nielsen sin descomponer la magnífica precisión de su sonido. Si la flauta representa esos valores afines a lo clásico en las obras de estos dos compositores, la segunda parte se iniciará con el ominoso solo de trompeta con el que Mahler nos abruma al comienzo de su quinta sinfonía; una de las introducciones más lúgubres que podamos encontrar en el repertorio sinfónico. Aquí el brillo metálico de la trompeta se torna fúnebre y anuncia la llegada de una obra máximamente compleja, casi contradictoria, de expresión revuelta y cambiante.

La amable flauta y la trompeta amenazadora representan así los dos extremos expresivos de este ricamente variado concierto: la extrema elegancia mozartiana y la intensidad expresiva de Mahler mediadas por el ambiguo y hermoso concierto de Nielsen. Vayamos ahora por partes para ofrecer algunas pinceladas sobre cada una de estas paradas en nuestro viaje sonoro de esta velada.

Coherentemente comenzaremos por Mozart, cumbre del clasicismo musical más puro que en este Andante K. 315 se manifiesta de manera asombrosa. En 1778 (veintidós años tenía el angelito) se encontraba Mozart en París acompañado por su madre, que lo acompañaba y que falleció ese mismo año. Allí se puso en contacto con un médico y flautista holandés, Ferdinand Dejean, que le encargó tres conciertos y cuatro cuartetos para su instrumento (eso sí, se los pidió sencillitos porque se ve que la medicina no le dejaba estudiar todo lo necesario). Mozart no llegó a completar el encargo; sólo escribió un concierto y arregló otro que era originalmente para oboe, así que el pago de 200 piezas de oro se quedó en 96, para disgusto de Leopoldo Mozart que vigilaba siempre, aunque fuera por vía epistolar, la evolución de su hijo.

¿Y qué hacía este Andante solo por el mundo, sin un par de allegros que le hicieran compañía? Pues se especula con que fuera una alternativa para el movimiento central del primer concierto, que a Dejean no le habría gustado mucho, o bien la primera pieza de tercer concierto que luego no se completaría. En todo caso, desde entonces se las ha tenido que arreglar por su cuenta pero la verdad es que no le hace falta nadie para reivindicarse, tal es su gracia y belleza. Éstas radican en su sencillez y en su extraordinario equilibrio. Contemplen las mejores muestras de la escultura griega del siglo V a.C.; disfruten de las proporciones armónicas de los templos de aquella misma época, que son la encarnación más hermosa de la perfección abstracta de la geometría. Ésta es precisamente la forma en la que se dibujan los contornos de la música de Mozart, siguiendo ese antiguo principio estético que identifica la belleza con la claritas, la claridad. En efecto, nada enturbia la limpieza con la que se nos presenta una melodía olímpicamente hermosa, la serenidad con la que se desarrolla, siempre con el protagonismo del solista pero con la sutilísima aportación tímbrica que combina el acompañamiento de las cuerdas con los suaves toques de color de oboes y trompas. La estructura de la pieza, por lo demás muy breve, es por supuesto simétrica y equilibra la serena luz del modo mayor en los extremos con la dulce melancolía del relativo menor en el centro: puro equilibrio en todos los aspectos. Y, desde luego, un entorno armónico que representa el momento más exacto y preciso de la tonalidad clásica, que aquí funciona a la perfección, antes de que, a partir del siglo XIX, las ansias expresivas de los músicos románticos llevaran a cabo el proceso de paulatina descomposición que condujo hasta su ruptura.

Lo que nos conduce a encarar el Concierto para flauta y orquesta de Carl Nielsen precisamente como una consecuencia de ese proceso. Nielsen había participado, a lo largo del tiempo de creación de sus seis sinfonías, en la expansión de la tonalidad moderna, es decir, en llevar más allá de sus límites esa estructura que en tiempos de Mozart se hallaba en su punto de serena perfección; si bien nunca llegó a romper con el ámbito tonal, el músico danés había experimentado con la mezcla de tonalidades y en general con la inestabilidad tonal como método compositivo a favor de una estética acorde con el postromanticismo de su época, ya que vivió entre 1865 y 1931, contemporáneo de las grandes convulsiones artísticas que llevaron al terremoto revolucionario de las vanguardias de principios de siglo. Sin embargo, además de que nunca dio el paso hacia tales territorios, en las obras de la última parte de su vida, como tantos artistas tras el catastrófico impacto de la Gran Guerra, hizo notar en su trabajo la necesidad de retornar a un mundo estético más seguro y claro: ese multiforme impulso que llamamos neoclasicismo y que impregnó las artes durante los años 20 y 30 del pasado siglo.

En el caso de nuestro protagonista, esto no supuso renunciar a las características propias que su lenguaje había desarrollado en las décadas anteriores, así que no encontraremos en este concierto simplemente un remedo de la estética dieciochesca: la tonalidad sigue estando en permanente y fluida evolución a lo largo de los dos movimientos de la obra. Aun así se escucha con cierta amable despreocupación a la que contribuye un despejado sentido del humor que asoma aquí y allá y la actitud ágil y hasta saltarina de la flauta solista.

Si buscamos el origen de la obra nos encontramos con un compositor ya en sus últimos años (a pesar de no ser aún muy mayor) y en el mejor momento de su reconocimiento por parte del público. Nielsen tardó un poco en alcanzar la resonancia debida en el mundo de la música en su propia patria y, aunque vivía de la música, lo hacía como violinista en la orquesta del Teatro Real de Copenhague, pero ya a principios del siglo XX y a medida que sus primeras sinfonías comenzaron a escucharse alcanzó el favor de los oyentes y obtuvo el honor de un puesto en el conservatorio de la capital danesa.

Ya en los años 20 estrenó su Quinteto para instrumentos de viento con el Quinteto de viento de esta misma ciudad y concibió el proyecto de dedicar un concierto a cada uno de los miembros del grupo como agradecimiento; lamentablemente su muerte en 1931 nos privó de tres de los cinco conciertos previstos y sólo llegó a completar, además del que nos ocupa hoy, el que ofreció al clarinete.

Se trata de una obra relativamente breve y estructurada en sólo dos movimientos; casi apetece proponer que el solitario andante de Mozart se incorpore entre ambos para completar así una obra única. Resultaría un bonito contraste ya que, frente al apacible discurso mozartiano, los dos movimientos de Nielsen tienden al dinamismo y obligan al solista a desplegar casi continuamente sus habilidades para la digitación veloz. Los constantes cambios armónicos no ocultan una estructura básicamente sencilla en la que las secciones se suceden con un orden bastante reconocible aportando esa claridad clásica al discurso. Salvo por algunos momentos de plenitud orquestal, la textura tiende a ser casi camerística y la flauta va dialogando con los diferentes instrumentos y secciones, con atención destacada para el fagot. En el primer movimiento, el segundo tema nos proporciona algunos momentos líricos en los que la flauta luce sus dotes cantoras, pero predomina un ambiente juguetón subrayado por algunas intervenciones indudablemente humorísticas del único trombón que forma parte de la no muy nutrida orquestación, y cuyos ostentosos gestos llevarán el concierto a su conclusión en el final del segundo movimiento, más animado y cambiante que el primero.

Mucho que disfrutar, por lo tanto, en este interesante concierto de Nielsen, aún más porque son pocas las ocasiones en las que el músico danés se asoma a los programas de concierto entre nosotros; bienvenido, maestro; vuelva pronto.

Y así llegamos al plato fuerte de la jornada; la obra que convierte esta velada en un gran reto para la orquesta y su director. Entre 1901 y 1904, año en el que se estrenó, compuso Gustav Mahler su impresionante 5º Sinfonía, cuya orquestación continuó revisando hasta su muerte. Para entonces, ya en el puesto de Director de la Ópera de Viena, convertido en el centro de la polémica para el público y para sus propios músicos, dedicaba sobre todo los veranos a encerrarse en su cabaña de composición en Maienigg, junto a idílico Wörthersee para ir creando sus grandes obras. En las cuatro hermanas precedentes había explorado ya muchas de las opciones que le ofrecía su amplísima concepción del género sinfónico.

Para comprender cuál era esa concepción, recordemos que recientemente nuestra orquesta nos ha ofrecido algunas monumentales sinfonías brucknerianas; en ellas el camino iniciado por Beethoven llega a su punto culminante ampliándose hasta el máximo y mirando al cielo. Las sinfonías de Mahler, por el contrario, representan la eclosión definitiva del género: a la grandiosa coherencia de Bruckner se le opone aquí un ansia de incluir en el discurso sinfónico “todo el mundo” como expuso el compositor: lo más sublime puede convivir y mezclarse con lo grotesco; las explosiones vitalistas más desmesuradas con lo más puramente trágico; la alegría y el dolor se expresan con idéntica desesperación y una gestualidad casi expresionista domina el conjunto gracias a la maestría con la que se manejan los enormes recursos orquestales, acorde con lo que la pintura germana de la época estaba proponiendo en aquellos mismos años: revisen las creaciones del grupo de pintores asociados bajo el nombre Die Brücke (El Puente) que dieron forma a la cara más intensa y dramática del expresionismo alemán solo unos pocos años después de la creación de esta obra. La intensidad de sus colores más allá de lo natural, la fuerza casi primitiva de sus líneas, las deformaciones expresivas a las que someten a sus figuras nos recuerdan a la poderosa energía que sacude la música de Mahler, ya sea para agitarla violentamente o para hacerla languidecer hasta el desmayo, para explorar lo grandioso o lo lúgubre hasta sus últimas consecuencias. Es la última frontera del Romanticismo, del ansia por la exploración de la individualidad, llevada aquí hasta el límite de lo consciente, en consonancia con la aventura del Psicoanálisis que se estaba desarrollando en la misma Viena de Mahler en aquellas mismas fechas; el último paso, deslumbrantemente incontrolable, del alma romántica antes de la catástrofe.

Todo ello lo vamos a encontrar en esta formidable sinfonía, que regresa al campo puramente instrumental después de que la 2ª, la 3ª y la 4ª incluyeran intervenciones vocales. El gigantismo mahleriano se modera aquí un poco y la obra no va mucho más allá de una hora de duración dividida en tres partes: la primera incluye los dos primeros movimientos; la segunda está compuesta en solitario por el enorme scherzo central (una extravagancia, toda vez que los scherzi tradicionales suelen ser más bien breves y tener una función de divertimento transitorio); la tercera reúne los dos últimos tiempos. El cuarto movimiento, digámoslo ya para quitarnos el cuidado, es, por supuesto, el celebérrimo Adagietto, éxito por excelencia de Mahler desde que Gustav von Aschenbach agonizase sobre sus compases en la veneciana playa del Lido durante la morbosa y hermosísima escena final de Muerte en Venecia, la adaptación de Lucchino Visconti de la novela homónima (y platónica) de Thomas Mann.

Como ya hemos indicado anteriormente, la obra se abre con una impresionante marcha fúnebre iniciada por la trompeta a solo a la que se une una estrepitosa entrada de la orquesta con todo su peso. Todo el primer movimiento desarrolla diferentes episodios sin abandonar el mismo ambiente marcado por un ánimo a veces más lúgubre y otras más desesperado. No es una novedad decir que la existencia entera de Mahler estuvo marcada por la muerte desde que, siendo niño, sufrió la muerte de seis de sus once hermanos y, sobre todo, la de su hermano menor Ernst, especialmente dura para él. Las marchas fúnebres aparecen con frecuencia en su obra, más serias o más grotescas o todo a la vez, como es este caso. Poco tiempo más tarde la muerte le golpearía duramente de nuevo con el fallecimiento de su hija María (estremecedoramente precedido por las Canciones a la muerte de los niños) y, sin pasar mucho tiempo, se convertiría en una muy seria amenaza para él mismo cuando se hizo consciente de la dolencia cardiaca que se lo llevó con sólo 51 años.

A esta multifacética marcha le sigue un movimiento cuya denominación lo dice todo: Stürmisch bewegt. Mit grösster Vehemenz, es decir Tormentosamente movido. Con la mayor vehemencia. Y es exactamente así: a lo largo de todo este tempestuoso movimiento escucharemos a la orquesta debatirse entre muy diversos estados de ánimo, siempre agitados, siempre intensos; desde el inicio el fraseo se muestra entrecortado y violento y los instrumentos se ven forzados a emplearse a fondo, a aullar, ulular y entrechocar; la dureza y la inestabilidad armónica de algunos momentos de las dos siguientes sinfonías del autor se anuncian aquí con especial intensidad. Otros pasajes, sin embargo, se hunden en el misterio y parecen caminar entre tinieblas. Hacia el final contra todo pronóstico se alcanza un momento de euforia triunfal no menos poderosa. A lo largo de todo el movimiento nos parece movernos por el extraño e imprevisible mundo de los sueños o, casi todo el tiempo, de las pesadillas.

Así finaliza la primera parte de la obra; en la segunda nos encontramos con el amplio scherzo antes citado; más de un cuarto de hora dura esta parte, eje de la sinfonía, que nos conducirá desde la oscuridad de los dos movimientos iniciales hasta el muy distinto carácter de los dos últimos. Desde el conocimiento, con destacado papel de las trompas, se nos conduce a un mundo que conocemos de otras sinfonías de Mahler en el que se evocan los sones populares y la naturaleza; quizá un eco de los Ländler de las sinfonías de Bruckner, algunas sugerencias de cantos de pájaros o de fiestas populares… esto es: lo propio de un scherzo amable y divertido. Pero no nos engañemos: también ahora parece que miramos esta escena a través de unas lentes deformantes o quizá en un espejo cóncavo, como aquellos que Valle Inclán identificaba con el esperpento como género literario. El largo desarrollo de la pieza no deja de sorprendernos con sus variaciones de ritmo y carácter, como si se hubiera tejido con retales más que de una sola pieza.

La tercera y última parte de la obra ofrece cierto giro hacia atmósferas menos oscuras. Aquí llega en primer lugar el momento más esperado de la noche: el Adagietto, lánguido hasta el exceso (delicioso exceso) en el que las cuerdas y el arpa se quedan solas (justo descanso para los intérpretes de viento que, en el movimiento anterior y en el posterior, justifican su sueldo de varias semanas). Qué difícil es escuchar con oídos vírgenes una música tantas veces recorrida. Y sin embargo, cómo habremos de disfrutarla si somos capaces de ese esfuerzo. Las largas frases, estiradas más allá del tiempo, mórbidas y acariciantes, van creciendo y acumulando hacia su clímax con una intensidad casi dolorosa. Se ha solido asociar este movimiento con un canto de amor hacia Alma, la esposa del compositor, aquella increíble mujer que también el pintor Oscar Kokoschka, obsesionado con ella, retrató en La novia del viento. Sólo por haber inspirado estas dos obras fabulosas ya merecería haber pasado a la historia del arte, aparte de sus propias cualidades creativas.

Después de alcanzar su cumbre, el Adagietto se desvanece casi en la nada y da paso al Rondó que cierra la obra. Si esperábamos un simétrico regreso al clima fúnebre del inicio, nos veremos decepcionados. Muy al contrario, el finale de la sinfonía tiende al júbilo; eso sí, tan desenfrenado como todos los sentimientos que anteriormente se han manifestado en la obra. Y, al igual que los movimientos anteriores, salvo el cuarto, no nos da un momento de reposo y transita casi continuamente de una a otra sección en aparente confusión. Así que no esperemos un rondó mozartiano, bien organizado, en el que las sucesivas repeticiones del tema principal nos vayan dando la seguridad del terreno conocido. Ni una sola vez se repite de manera igual; Mahler exhibe toda su enorme capacidad técnica para transformar el material, que en buena medida procede de las partes anteriores (así que, si se quedaron con ganas de más Adagietto, tendrán la oportunidad de revivirlo profundamente metamorfoseado). Lo mismo adquiere forma fugada, como de canción popular, como de apasionada cantilena, como estalla en un caleidoscopio de colores que nos convencen de la capacidad asombrosa de Mahler como orquestador. Y así, sin aliento casi, la vehemencia va creciendo hasta un final apoteósico, completamente impredecible una hora antes cuando la trompeta abrió la obra desde la más profunda resonancia fúnebre.

E igualmente impredecible algo más atrás, cuando disfrutábamos de la pacífica melodía o la despreocupada agilidad de la flauta en la primera parte del concierto. La flauta y la trompeta y todos los estados de ánimo en una velada que nos va a agitar como pocas llevándonos de uno a otro estado de ánimo. La flauta, la trompeta y el incomparable poder expresivo de la música.

Iñaki Moreno Navarro


Emmanuel Pahud.

Flauta

El flautista franco-suizo Emmanuel Pahud comenzó a estudiar música a los seis años. Se graduó en 1990 con el 1er Premio del Conservatorio de París y continuó estudiando con Aurèle Nicolet. Ganó el 1er premio en los concursos de Duino, Kobe y Ginebra, y a los 22 años Emmanuel se unió a la Filarmónica de Berlín como flauta principal bajo la dirección de Claudio Abbado, cargo que aún ocupa en la actualidad. Además, disfruta de una amplia carrera internacional como solista y músico de cámara.

Emmanuel aparece regularmente en destacadas series de conciertos, festivales y orquestas de todo el mundo, y ha colaborado como solista con destacados directores como Abbado, Antonini, Barenboim, Boulez, Fischer, Gergiev, Gardiner, Harding, Järvi, Maazel, Nézét-Séguin, Orozco- Estrada, Perlman, Pinnock, Rattle, Rostropovich y Zinman.

Apasionado de la música de cámara, ofrece regularmente recitales con los pianistas Eric Le Sage, Alessio Bax, Yefim Bronfman, Hélène Grimaud, Stephen Kovacevich, además de tocar jazz con Jacky Terrasson. En 1993, Emmanuel fundó el Festival de Música de Verano en Salon de Provence junto con Eric Le Sage y Paul Meyer, que sigue siendo hoy en día un festival de música de cámara único. También continúa con actuaciones y grabaciones de música de cámara con “Les Vents Français”, uno de los quintetos de viento más importantes con François Leleux, Paul Meyer, Gilbert Audin y Radovan Vlatkovic.

Está comprometido con ampliar el repertorio de flauta y encarga nuevas obras cada año a compositores como Elliott Carter, Marc-André Dalbavie, Thierry Escaich, Toshio Hosokawa, Michaël Jarrell, Philippe Manoury, Matthias Pintscher, Christian Rivet, Eric Montalbetti, Luca Francesconi. y Erkki-Sven Tüür.

Desde 1996, Emmanuel ha grabado 40 álbumes exclusivamente para EMI/Warner Classics, todos los cuales han recibido premios y elogios unánimes de la crítica, lo que ha resultado en una de las contribuciones más significativas a la música grabada para flauta.

Emmanuel tuvo el honor de recibir el Chevalier dans l’Ordre des Arts et des Lettres por su contribución a la música y es HonRAM de la Royal Academy of Music. También es embajador de Unicef.


Erik Nielsen.

Director

Erik Nielsen es un director que domina por igual tanto el repertorio sinfónico como operístico.

Empezó muy joven sus estudios de piano para después graduarse en la Julliard School de Nueva York en oboe y arpa, continuando en el Curtis Institute of Music sus estudios de dirección orquestal.

Se mudó a Alemania en el 2001 como arpista de la “Berlin Philharmonic Orchestra Academy”.

En el 2002 inició una relación de 10 años con la Opera de Frankfurt, como maestro repetidor y después fue nombrado kappelmeister, unos años que le permitieron enriquecerse de un largo repertorio desde Monteverdi a Lachenmann.

En septiembre de 2009 la Fundación Solti de Estados Unidos le concedió la beca Solti y en marzo de 2010 debuta en la ópera estadounidense con Ariadne auf Naxos para la Boston Lyric Opera, a la que siguió La flauta mágica en el Metropolitan Opera de Nueva York.

El maestro Nielsen dirige por primera vez a la Orquesta Sinfónica de Bilbao en el 2012 en una producción de la ópera de Korngold, Die Tote Stad y, a raíz del gran éxito obtenido y otras invitaciones en conciertos sinfónicos, fue nombrado en el 2015 director titular de la misma, cargo que mantendrá hasta septiembre del 2024.

Ha sido además director musical (2016-2018) del Teatro de Opera de Basilea y más recientemente (2022) nombrado director musical del “Tiroler Festspiele Erl”

Entre sus más recientes y futuros proyectos cabe destacar la producción de la Tetralogía de Wagner, para el Tiroler Festipiele Erl, con puesta en escena de Brigitte Fassbender, y que repetirá el próximo verano, así como Aida en Fráncfort, El amor de las tres naranjas en Dresden, Oedipux Rex con la première de Samy Moussa Antigone en la Opera Nacional de Amsterdam, Salome en Zürich, Rusalka y Norma en Dresden, la première de Manfred Trojahn, Eurydice die Liebenden, blind en Amsterdam, y Peter Grimes; Das Rheingold y Karl V de Krenek en la Opera de Munich, así como conciertos sinfónicos con la Orquesta Cívica de Chicago, la Kölner Kammerorchester, la Ópera Real de Suecia, la Basel Sinfonieorchester, la Orquestra Sinfonica Portuguesa de Lisboa, la RTE National Symphony Orchestra, Orchestre Philharmonique de Strasbourg, Philharmonie Südwestfalen, Ensemble Intercontemporain, Ensemble Modern, Junge Deustche Philharmonie, la World Youth Symphony Orchestra del Interlochen Arts Camp, la Royal Northern Sinfonia, y diferentes orquestas españolas. Próximamente, además de la Orquesta Sinfónica de Bilbao, regresará nuevamente a Madrid para dirigir la Orquesta de RTVE.

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