Conciertos

TEMPORADA BOS 1

Concierto de Apertura


Palacio Euskalduna.   19:30 h.

J. Rueda: Tierra
A. Dorman : Frozen in time
G. Holst : Los planetas

Martin Grubinger, perkusioa/percusión
Coro de mujeres de la Sociedad Coral de Bilbao (zuzendaria/director, Iñaki Moreno)
Günter Neuhold, zuzendaria/director

FECHAS

  • 08 de octubre de 2009       Palacio Euskalduna      19:30 h.
  • 09 de octubre de 2009       Palacio Euskalduna      19:30 h.

Venta de abonos, a partír del 24 de junio.
Venta de entradas, a partir del 16 de septiembre.

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José Ramón Ripoll

LA MÚSICA DE LAS ESFERAS

Desde la más remota antigüedad, pensadores y filósofos han creído en el sistema proporcional del universo, según el cual, los cuerpos celestes que lo conforman producen una armonía sonora, audible solamente por los sentidos del alma. Los pitagóricos ya hablaban de un canto producido por siete notas correspondientes al Sol, la Luna y los cinco planetas visibles por entonces. Platón describió a esta sucesión armónica como la más bella de todas las canciones. Cicerón establece una serie de intervalos originados por el giro de los astros que llenaban de música los sueños de Escipión. Todas estas teorías especulativas, productos de un pálpito más lírico que científico, inspiraron a autores como San Agustín, Shakespeare o Fray Luis de León, posiblemente el poeta que más se ha acercado a la música de las esferas. Pero fue el astrónomo Johannes Kepler quien en el siglo XVII estableció que los astros emiten un sonido más agudo cuanto más alta es la velocidad de su órbita, llegando a componer seis melodías distintas a partir de su observación. Hoy el TRACE (Transition Regional and Coronal Explorer), enviado al espacio por la NASA en 1998 para estudiar la corona solar, ha demostrado que el Sol suena en ondas y vibraciones trescientas veces más profundas que las perceptibles por  el oído humano.

Muchos compositores han intentado con mayor o menor éxito captar lo sonidos planetarios, desde Haydn en La Creacíón, hasta Stravinski en La consagración de la primavera, pasando por el Richard Strauss de Así hablo Zaratustra. El universo desde su orden o su caos ha sido y es uno de los mayores enigmas del hombre para preguntarse por su propia grandeza o pequeñez, y la música es en si misma la analogía expresiva más alcanzable para intuir ese enigma. El concierto de hoy es un ejemplo de esa cosmovisión: tres obras pertenecientes a los últimos cien años, es decir, ya alejadas de ciertas pulsiones esotéricas del pasado, e inspiradas en un conocimiento mucho más plausible, desde donde cada autor aborda la formación de la materia desde distintas estéticas y puntos de vista.

Gustav Holst escribió Los planetas entre 1914 y 1917, una fecha en la que aún no había sido descubierto Plutóncomo elemento de nuestro sistema solar y, por tanto, no lo incluyó en su suite sinfónica. Posiblemente la Tierra tampoco fue abordada, bien por tratarse del suelo desde donde el compositor contemplaba el espacio exterior, bien porque esa plataforma estaba sumida en un profundo decaimiento espiritual , en vísperas de una de sus mayores destrucciones bélicas. Colin Mattthews tuvo la idea de estrenar Plutón en el 2000, como aporte singular a la suite de Holst, y Jesús Rueda no dudó en escribir La Tierra  cuando la Fundación Autor y la Asociación Española de Orquestas Sinfónicas le encargaron un proyecto enmarcado en la promoción de la música española contemporánea y, en este caso, para ser estrenada en Sevilla en 2007, dentro de un programa diseñado por Pedro Halffter como complemento o amplitud de Los planetas de Holst.

Jesús Rueda es hoy por hoy uno de los músicos españoles con mayor reconocimiento internacional y dueño de un poderoso y singular mecanismo compositivo que le diferencia notablemente del resto de su generación. Nacido en Madrid, en 1961, estudió en el Real Conservatorio de su ciudad natal con Joaquín Soriano y Emilio López, pero su sello personal proviene de la estirpe de Luis de Pablo, con quien perfeccionaría la composición, y fundamentalmente, del Francisco Guerrero, rara avis de la música española, cuyos sorprendentes e inusitados procedimientos Rueda sigue adecuando a su propia obra con personalidad e independencia. A lo largo de su carrera, nuestro compositor ha demostrado cómo estilo, lenguaje y tensión expresiva se funden en una abierta concepción de la música de nuestro tiempo, donde la fusión, el mestizaje y la contaminación sonora procedente de otros ámbitos culturales hacen de la pureza un valor anacrónico. En  La Tierra, por ejemplo, el autor ha reconocido influencias externas del jazz, concretamente del trompetista Miles Davis en su álbum Aura,y de la Sinfonía nº 4 de Shostakovich, mucho más que de Holst, porque esas dos obras entroncan de alguna manera con la formación geológica del mundo que pisamos, sus sonidos internos y su invisible arquitectura, aunque en ningún caso La tierra responda a una entidad programática previamente definida, ni desde el punto de vista incidental, ni siquiera como poema sinfónico. La tierra es un fragmento volcánico, lleno de poesía y de elementos telúricos que surgen espontáneamente, sin necesidad de buscar historias que justifiquen nuestro origen más allá de la música. Podría entonces hablarse de una doble analogía: la obra como espejo del propio ritmo circular de nuestro planeta, y  al tiempo, como esquema o guía de un viaje secreto hacia el centro terrestre o hacia el punto más profundo de nuestro ser.

Sin insistir en ninguna argumentación literaria que sustente a la obra, sí que su escucha aviva una antigua memoria, donde el caos se ordena y viceversa, sacando a la luz sonidos ancestrales, que en una brillante sucesión rítmica y contrarrítmica,  nos exponen con intensa dinámica la eclosión que la separación o el choque de las placas pudieron producir en el fondo de los tiempos. Es una metáfora, pero la música es en sí misma símbolo subjetivo para interpretar el mundo, y en este caso más.

La limpieza de la partitura, el orden de sus figuras, sus rapidísimos grupos arpegiados y la acertada intervención de cada uno de sus elementos, vienen a configurar una obra que, aunque plenamente sinfónica, mantiene un matiz camerístico, quizás por el modo en que se tratan los diferentes instrumentos que, a la vez que usan al máximo sus posibilidades tímbricas y expresivas, mantienen un justo comportamiento contenido, respetuoso con el silencio y con el diseño vigoroso de la forma.

En la obra de Avner Dorman, compositor israelí nacido en 1975, que a pesar de su juventud ha llegado a convertirse en el músico más prestigioso de su país en el panorama internacional, sí que existe una propuesta conceptual desde el principio, que actúa como base programática, casi a la manera de banda sonora de un imaginario que el autor dibuja  previamente. Frozen in time es una serie de instantáneas del desarrollo geológico de la Tierra desde la prehistoria hasta el presente, según palabras del propio autor. Partiendo de la inseguridad de los datos evolutivos, por muy científicos que estos sean, Dorman ha querido narrar sonoramente la construcción continental de la tierra hace millones de años. Para ello ha dividido la obra en tres partes diferenciadas, pertenecientes cada una de ellas a un largo periodo prehistórico. El compositor concibe la partitura en tres partes, como una suite orquestal con solistas: en este caso la percusión, familia instrumental de la Dorman es un virtuoso innovador y a la que ha dedicado la mayoría de su repertorio. La primera parte (Indoáfrica) se inaugura cono un gran gesto sinfónico que aparece en aluvión, seguido por un “tiempo congelado”, motivo que hace referencia al conjunto de la obra. El tema principal está basado en ciclos rítmicos del sur de la India (Tala) y en escalas propias del Raga que invitan a la improvisación. Un segundo tema parte también de un ritmo interior de Tala,  practicado también en las tradiciones africanas más orientales. Marimba y cencerros vienen a recordarnos los timbres y polifonías de la música gamelan del sudeste asiático. El segundo movimiento (Eurasia) es una exploración de los momentos más ocultos del continente euroasiático, donde se funden elementos pertenecientes tanto a Centroeuropa como al Lejano Oriente. Un ritmo de tambor que recuerda a la siciliana abre la sección, que se va enriqueciendo melódicamente con materiales de esta danza, utilizados por Mozart en varias de sus obras. Detrás de este juego casi galante puede oírse la batalla natural que se libra bajo de la superficie, en el hueco más profundo de la tierra, anunciada por un brote de campanas procedentes del Asia central. El movimiento termina con una larga meditación del tema principal, que otorga el nombre general a la obra: “congelado en el tiempo”. La tercera sección (Las Américas) es un retorno al presente y un canto directo al mestizaje que representan los pueblos que configuran el continente más joven. En esta especie de rondó final se dan cita giros estilísticos propios de Broadway, el Melow Jazz o el Grunge, para encontrarse con el tango, los ritmos afrocubanos, el swing o el minimalismo, que desembocan en una recapitulación de todos los temas utilizados a lo largo de este viaje sonoro.

La música de Gustav Holst ha sido injustamente tratada por la crítica contemporánea, quizás por haber preferido continuar los ejemplos de los compositores románticos en vez de indagar por los nuevos senderos expresivos que su tiempo le ofrecía. De formación tradicional inglesa y persona de austeras costumbres, no deja traducir su personalidad en su elocuente y, a veces, ornamentada obra musical. Gran conocedor de la filosofía, este compositor nacido en Cheltenham, en 1874, se interesó en un momento de su vida por la astrología y el movimiento planetario, en un intento de encontrar el verdadero sentido de la vida, cuando la sombra de la guerra planeaba sobre los europeos. El resultado fue Los planetas, suite para gran orquesta, dividida en siete movimientos, que ha influido más en la evolución del rock sinfónico que en la llamada música culta del siglo XX, lo que no significa que la obra carezca de la necesaria factura y riqueza expresiva como para mantenerse por sí misma más allá de su momento histórico. Aunque cada una de las partes responde al nombre de los siete planetas (menos La Tierra y Plutón, como ya se ha apuntado anteriormente) y a sus títulos mitológicos, correspondientes a sus respectivas deidades romanas, no hay que buscar ninguna explicación más allá de sus epítetos, aunque es difícil obviar alguno de ellos, como el correspondiente al primer movimiento, que en verdad fue el último en escribirse, pocos meses antes de estallar la Primera Guerra Mundial. Así, “Marte, el portador de la guerra”, es un capítulo violento, de ritmo extraño y difícil –un 5/4-, que irremediablemente debió estar influido por la situación. Sin embargo, la atmósfera de la segunda parte, Venus, el portador de la paz, contrasta abiertamente con la primera. Aquí reina un ambiente casi arcádico, donde todo está dispuesto para que reine la felicidad y el silencio. Mercurio, el mensajero alado se  representa en un scherzo, formado por  melodías de carácter airoso, a cargo de la flauta y la celesta. Un clima popular y bailable sirve de introducción a  una especie de canción sin palabras o  himno clamoroso en Júpiter, el portador de la alegría; mientras  Saturno, el portador de la vejez, comienza con un tono sombrío que se transforma en una marcha a cargo de los metales, para terminar en un ambiente sereno y calmo. Esos mismos instrumentos de metales comienzan la melodía de Urano, el mago, con solo cuatro notas, recogidas inmediatamente con encanto y destreza por el fagot. El último movimiento, Neptuno, el místico, encierra en su misterio lo mejor de la suite: parece un coro final donde se transmite el secreto del universo, la distancia entre los astros y sus proporciones: En definitiva, la música inaudible de las esferas, que Holst tradujera por sugerencia de su amigo, el también compositor Clifford Bax, tras un viaje de este a Gibraltar en 1912, y que se convertiría en una de las obras más populares y descriptivas del posromanticismo inglés, junto con las Variaciones Enigma¸ de Elgar o La alondra elevándose, de su íntimo amigo Vaughan Williams.

José Ramón Ripoll

 

Martin Grubinger, percusión

Martin Grubinger es un joven percusionista austriaco nacido en 1983 en Salzburgo. Inició su carrera académica en el Conservatorio Bruckner de Linz, completándola más tarde en el Mozarteum de Salzburgo. Su proyección internacional se consolida después de estar entre los finalista del concurso EBU de Noruega y, haber sido el finalista más joven en el Segundo Concurso Marimbístico Mundial, celebrado en Okaya, Japón.

Entre sus numerosas actuaciones destacan las realizadas en la Musikverein de Viena, el Palais des Beaux Arts de Bruselas, la Konzerthaus de Berlin, el Carnegie Hall de Nueva York y el Concertgebouw de Amsterdam, así como sus intervenciones en los festivales de Bregenz y de Schleswig-Holstein, en este último y después del recital ofrecido con Marta Argerich y Nelson Freire, presidido por Christoph Eschenbach, recibió el “Bernstein Award”. También ha sido solista con importantes orquestas como la Filarmónica de Munich, la Gewandhaus de Leipzig, la Filarmónica de Oslo y con la Filarmónica de Bergen bajo la batuta de Rafael Frühbeck de Burgos.

Su proyecto “The Percussive Planet” se presentó en septiembre del 2006 en el Beethovenfest de Bonn, proyecto que se presenta también en Munich, Colonia, Linz y Luxemburgo. Compositores como Rolf Waldin, Anders Koppel y Friedrich Cerha han compuestos obras dedicadas a Martin Grubinger. Fuera de los escenarios cabe destacar su papel como “artista residente” en la Gewandhaus de Leipzig donde ha llevado a cabo un extenso programa educativo.

Modernidad y música espectacular en el concierto de apertura. Jesús Rueda compuso Tierra con la intención de completar los célebres Planetas de Gustav Holst, una de las obras más populares del repertorio del siglo XX. Frozen in time, del israelita Avner Dorman, es un concierto para percusión que en sólo dos años ha cosechado éxitos ante públicos tan exigentes como los de las Filarmónicas de Hamburgo y Munich, siempre con el sorprendente Martin Grubinger como solista.

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