Callejeando
Johannes Brahms (1833-1897) vivió su vida profesional como un Moisés de la música. Allá hacia donde se encaminase, la opinión pública se abría en dos como las aguas del Mar Rojo. Defensores y detractores se lanzaban con entusiasmo de sobremesa a debatir sobre la última hazaña o fechoría del hamburgués. La principal complicación del transeunte Brahms era que, a menudo, alguno de sus firmes valedores se sentía perplejo, traicionado en sus expectativas, o se había levantado con mal pie, y se cambiaba alegremente de bando durante un rato; con el consiguiente desconcierto, claro, del resto del tablero. Incluso Hanslick, el eminente crítico vienés que lo adoraba, le soltaba alguna pulla con germánica puntualidad. Brahms atravesó su carrera hecho una sopa, murmurando para sus adentros eso de que líbrenos Dios de nuestros amigos, que de los enemigos ya nos encargamos nosotros.
Curiosamente, todo el mundo parecía estar bastante de acuerdo en plantarle un ramillete de etiquetas (todo el mundo menos él, la verdad sea dicha). La gresca llegaba a la hora de interpretarlas: Brahms era el heredero universal: lo era de Schumann, también de Beethoven, también de Bach, también de Mozart y de Haydn… Brahms era un heredero a secas. Noble linaje, decían unos. Rentista decían otros. Brahms tenía uno de los talentos más notables de su generación y toda Viena se consideraba autorizada a opinar en qué tenía que emplearlo. Incluso le daban plazos generosos. “Una obra vacua, pero podrá redimirse en las próximas”. “Una obra llena de virtudes, pero nada comparable con lo que, sin duda, nos hará llegar en el futuro”. U otros comentarios habituales: “Una obra llena de ciencia musical, ese es el camino del poeta”. “Una obra llena de ciencia musical, esperemos que se desembarace de este academicismo y deje hablar al poeta”. Brahms era humilde respecto a su arte hasta extremos inimaginables. Y ahí coincidían todos en que mal hecho. “Le falta querer ocupar el lugar que le corresponde”, o “Falsa modestia”. Brahms estaba hasta el gorro.
En paralelo tenía derecho a otro ramillete de opiniones dispares y cruzadas, a menudo delirantes. Un pero clásico, esgrimido cariñosamente por sus defensores, fue que la orquestación de Brahms pecaba de no haberse dado por enterada de las grandes novedades y aportaciones wagnerianas. Un par de décadas más tarde –tras el paso espléndido de Debussy, Rimski Korsakov o el primer Stravinsky– Ravel, el orquestador por excelencia, comentaba que la música de Brahms pues que en fin, pero que lo que le fascinaba era su uso magistral de la orquesta.
Y Brahms no sólo tuvo que vivir esta permanente sobreexposición en su faceta principal de compositor. También en su valoración como director reinaba el desconcierto. “Tiene un gesto seco, distante… no acertamos a adivinar qué quiere”. “Tiene un gesto desmañado, demasiado implicado… pero transmite perfectamente sus intenciones”. Es notable cómo Brahms consigue que estas cosas le resbalen; se vé que tiene ya callo hecho.
Por otra parte, su doble faceta de autor y director le permite tener una lectura aparentemente paradójica de la vida de una obra. Nosotros, pobre mortales, suponemos que las primeras interpretaciones de una pieza están sometidas al respeto extremo de la partitura. Y luego ya, acumulándose audiciones, llegarán después las licencias, los guiños, las exageraciones, los experimentos, las costumbres…
Pero en una carta del 20 de enero de 1886 –tres días más tarde de la primera interpretación vienesa de la obra– Brahms comparte con su amigo, el célebre violinista y director de orquesta Joseph Joachim, algunas reflexiones sobre la dirección de la que será su última sinfonía, la Cuarta (que había sido estrenada semanas antes, con muchos más aplausos, en Meiningen, Alemania):
“He marcado una pocas modificaciones a lápiz en la partitura. Pueden ser útiles, incluso necesarias, en la primera interpretación. Desafortunadamente, a menudo quedan recogidas en la partitura editada, lugar donde, en su mayor parte, no deberían estar. Estas exageraciones son sólo necesarias cuando una composición no es familiar para una orquesta (o un solista). En un caso así normalmente uno nunca exageraría lo suficiente apremiando o reteniendo con vistas a conseguir –aunque sea lejanamente– la expresión apasionada o serena que busco. Una vez que una obra ha entrado en las programaciones habituales en mi opinión ya nada de esto es justificable. De hecho, cuanto más se desvía del original, menos artística es la ejecución. Con mis composiciones más antiguas he descubierto con frecuencia que todo encaja en su sitio sin tener que añadir nada, y que muchas anotaciones del tipo arriba mencionado pasan a ser completamente superfluas”.
Visto lo visto Brahms no sólo era un excelente compositor sino que también demostraba un sentido común raro entre los de su profesión.
Esta Cuarta Sinfonía, que como sabemos sería su última, tardó un tiempo en gustar al público; aunque tuvo un insospechado efecto de contagio. Según un periódico de Leipzig la apertura de la veda sinfónica por parte de Brahms desencadenó una epidemia de estrenos. Hasta 19 sinfonías en alguno de esos años recientes.
Viajemos en el tiempo tres décadas hacia adelante. Londres, 26 de octubre de 1919. La Orquesta Sinfónica de la ciudad ensaya el programa que tocarán al día siguiente. Dos personajes comparten la batura: Albert Coates – el director titular- y Edward Elgar (1857-1934), el famoso compositor que dirigirá en persona el estreno de su última creación, el Concierto para cello en Mi menor. Todo parece ir sobre ruedas en este ensayo general hasta que llega el momento previsto para que Elgar suba al podio. La cosa es que antes de subirse a un podio ayuda bastante que esté vacío, y éste no es el caso. Coates se hace el sueco ensayando las obras del programa que le corresponden y no lo sacan de ahí más que cuando solo quedan quince minutos de la sesión. La obra no es excesivamente compleja de ajustar –de hecho será reconocida como una de las obras más transparentes del autor- pero, se mire como se mire, es una pieza desconocida. Al día siguiente, como es natural, el estreno es una birria. Los protagonistas salieron escaldados. A Elgar le había faltado un pelo para anularlo pero, según un testimonio posterior, no lo hizo por respeto al mucho trabajo invertido por el solista, el joven cellista Felix Salmond. Éste a su vez quedó con secuelas de la famosa velada. Pese a gozar de una larga vida profesional como intérprete y docente en los Estados Unidos, jamás volvió a tocar la obra en público y ni siquiera la propuso a su alumnado. Fueron dos mujeres las que se encargaron de recoger sucesivamente el testigo de este Concierto para cello. En un primer momento Beatrice Harrison, quien grabaría la obra con el propio Elgar y, ya en la década de los Sesenta, Jacqueline Du Pré, la radiante cellista que interpretaba este concierto como si lo hubieran compuesto para ella. Rostropovich, un tío simpático, no tenía problema en reconocer que había dejado de tocar la obra porque su alumna le daba cien vueltas.
Elgar fue otro de los muchos ejemplos de músico que compaginó la composición con la dirección. Incluso tenemos por ahí un vídeo del año de la polka en el que se le ve dirigir. Muy curioso y recomendable por lo pintoresco: nada que ver con las técnicas actuales.
Elgar fue un compositor ajeno a toda escuela. Autodidacta, cosmopolita en su planteamiento estético y ajeno durante toda su carrera a los cantos milenaristas de las nuevas músicas que pretendían enterrar las viejas sonoridades. El año 1908 fue especial en este sentido. Al mismo tiempo que un Elgar en la cincuentena se lanzaba por fin a componer una sinfonía (A Brahms le había pasado lo mismo), en la lejana y cercana Viena el vanguardista Arnold Schoenberg estrenaba sus primeras –y casi últimas- obras atonales. Muchos opinaron que el artista estaba haciendo historia; otros, menos abiertos de espíritu, se limitaron a señalar que el artista estaba haciendo ruido. Pero Schoenberg tenía una doble vida como profesor del lenjuage musical más clásico que imaginarse pueda. Anton Webern (1883-1945) fue uno de sus alumnos más sobresalientes en una cadena de alumnos sobresalientes. Y en 1908 presentaba su trabajo final de carrera, la que sería una de sus últimas composiciones tonales compuesta en un lenguaje tardorromántico ya muy evolucionado: la Passacaglia para orquesta op.1. En la ciudad pronto se corrió la voz de que uno de los apóstoles de Schoenberg había hecho un guiño desde la vanguardia al involuntario y sepulto profeta Brahms. La estructura formal de la passacaglia –abandonada desde hacía siglo y medio por Europa- había sido recuperada por Brahms en el último movimiento de su Cuarta Sinfonía. Extraña obra de cabecera en la cátedra del revolucionario Schoenberg.
Webern compaginó durante las décadas siguientes la doble carrera de compositor de música serial y de director de orquesta en los repertorios más tradicionales. Él nunca quiso borrar la historia, sólo quería continuarla.
Joseba Berrocal
ADOLFO GUTIÉRREZ– violoncello
Nacido en Múnich, de padres españoles, es uno de los artistas españoles de su generación de mayor proyección internacional. En 2010 debutó con la London Symphony Orchestra interpretando el Concierto de Elgar. Próximos compromisos incluyen su debut con la Gewandhaus Orchester con Riccardo Chailly, Orquesta Nacional de España con Ton Koopman y Fort Worth Symphony bajo la batuta de Harth-Bedoya.
En 2002 le fue concedido el Premio Ravel, siendo invitado a actuar en las salas y festivales más prestigiosos, tales como Schleswig Holstein Festival, Ravinia Festival, Holland Music Sessions, etcétera. Sus giras de recitales en USA le han llevado a tocar en New York, Boston, Dallas y Los Angeles.
Ha colaborado con directores como Eduard Schmieder, Friedrich Haider, Enrique Batiz, Antoni Ros Marbà, Michael Thomas, Charles Dutoit, Edward Gardner y otros.
Entre sus grabaciones cabe destacar un programa de recital con obras de Barber, Rachmaninov y Piazzolla y la integral de las suites para violonchelo solo de J.S. Bach, para el sello Verso.
Comenzó sus estudios de piano en Munich y en España, a los 14 años, los de violonchelo. Entre sus maestros destacan Elías Arizcuren, Lluis Claret, Gary Hoffman y Bernard Greenhouse. Toca un violonchelo de Francesco Ruggieri hecho en Cremona en 1673 cedido por patrocinadores anónimos con la colaboración de Thomas Wei de Florian Leonhard Fine Violins, London.
Director Titular y Artístico de la Real Orquesta Sinfónica de Sevilla.
Director Principal Invitado de la Orchestra Sinfónica di Milano “G. Verdi”.
Con un amplísimo, innovador y carismático estilo de programación, John Axelrod se convierte en uno de los directores principales de la actualidad.
Desde 2001 John Axelrod ha dirigido más de ciento cincuenta orquesta del mundo, treinta óperas y cincuenta estrenos mundiales En Europa se incluyen conciertos con la Rundfunk-Sinfonieorchester de Berlín, NDR Symphony Hamburg, hr-Sinfonieorchester Frankfurt, Orchestra Sinfonica Nazionale della RAI Torino, Teatro La Fenice Orchestra en Venecia, Teatro San Carlo Orchestra en Napoles, Orchestra Svizzera Italiana, Camerata Salzburg, ORF Radio Symphony Orchestra y Grazer Philharmoniker.
John Axelrod ha grabado numerosos discos para sellos discográficos como Sony Classical, Warner Classics, Ondine, Universal, Naïve y Nimbus. Entre sus más recientes y destacables grabaciones se encuentra un ciclo de las Sinfonías de Brahms con la Orchestra Sinfonica di Milano G. Verdi.
Graduado por la Universidad de Harvard en 1988. Estudia con la American Symphony Orchestra League conductors y en el Conservatorio de St. Petersburg con Ilya Musin.