Héroes y fantasías
Tan dados como somos a poner líneas divisorias en la historia, la vida creativa de Beethoven se ha dividido tradicionalmente en tres etapas distintas. La inicial, que se extendería desde su juventud hasta los primeros síntomas de la sordera, está dominada por la influencia de los grandes clásicos (Haydn y Mozart) aunque en ella comienzan a aparecer rasgos estilísticos diferenciados. Ese nuevo estilo, dotado de individualidad propia y de aire más innovador, se consolida en los primeros compases del siglo. La vida privada de Beethoven se ve cada vez más arrastrada al abismo de la sordera, como demuestra el famoso Testamento de Heiligenstadt, una carta que el compositor escribe en octubre de 1802 y en la que muestra abiertamente las debilidades de su alma: “(…) muy poco me faltó para quitarme la vida, y sólo el arte me detuvo, sólo el arte. Me parecía imposible dejar este mundo sin haber creado antes todo aquello a lo que me sentía llamado, y así llevé una vida miserable, realmente miserable”. La fase final, más o menos a partir de 1813, coincide con experiencias personales extremadamente complicadas y se diferencia por una personalidad musical sombría, instrospectiva, visionaria y ultraexpresiva. El sentido que toman estas tres fases ha dado lugar a diversas interpretaciones: evolución lineal, viaje hacia la trascendencia, proceso de aprendizaje, independencia e individualidad, o acaso de crecimiento, plenitud y decadencia, en todos los casos esas dos líneas divisorias pueden dar una idea aproximativa del desarrollo estilístico del compositor.
Buena parte de las obras más populares de Beethoven pertenecen al segundo periodo. En los umbrales del XIX su reconocimiento como pianista y compositor crecía día a día y entre las familias de la nobleza vienesa iba encontrando generosos apoyos y mecenazgos, y eso que su actitud ante ellas no era precisamente sumisa. Sólo a él le eran permitidas determinadas groserías en el trato personal, que se veían potenciadas por las provocaciones que los contemporáneos veían en sus muchas de nuevas composiciones musicales. Beethoven tenía como punto de partida las formas clásicas, pero sus aspiraciones de hablar con una voz propia le llevaron a superar la herencia recibida y a elevarse sobre las convenciones que venían de atrás. Los ideales de la revolución influyeron profundamente en su obra y el contexto histórico y social, en una época de agitación y violencia en Europa, acababa latiendo siempre de fondo. Es la llamada etapa “heroica” de Beethoven: tenemos sinfonías entre la Tercera y la Octava, el Concierto para violín, la ópera Fidelio, las sonatas “Waldstein”, “Appassionata” (para piano) y “Kreutzer” (para violín y piano), la música incidental de Egmont, los cuartetos Razumovsky y muchas más obras. Tenemos también en esta etapa el Concierto para piano nº 4 en sol mayor, op. 58, estrenado públicamente en 1808 en el Theater an der Wien de Viena, en una sesión maratoniana (y al parecer desastrosa) junto con las sinfonías Quinta y Sexta, la Fantasía para piano, orquesta y coro op. 80, el aria de concierto Ah, pérfido! y varias páginas de la Misa en do mayor. Fue la última aparición del compositor como solista, pues la sordera penetraba en él de manera cada vez más implacable.
El mundo de los conciertos para piano de Beethoven avanza de manera paralela al de sus sinfonías. Si los dos primeros (1798, 1801) son parientes cercanos de los de Mozart, el Tercero (1803), en do menor, tiene una contundencia insólita, un marcado dramatismo y un renovado espíritu de lucha. El Quinto (1809) cierra el grupo con un tono majestuoso e imperial. Pero la joya de la corona es el Cuarto, en el que los múltiples desarrollos beethovenianos armonizan enteramente con una visión poética y luminosa de la música. Pero es también una obra innovadora, y lo es desde el comienzo, pues rompe uno de los elementos formales característicos del concierto clásico cuando deja que sea el solista (y no la orquesta) quien introduzca el tema principal del movimiento inicial. Ese tema, que regresa una y otra vez, y sus sucesivas modificaciones demuestran la extraordinaria capacidad de Beethoven para hacer música excelsa con motivos aparentemente simples. Como tantas veces, lo importante en este movimiento no son las melodías en sí mismas sino las transiciones entre sus temas, los juegos de contrastes, la manera en que la escritura pianística se entrelaza con la orquestal.
El segundo movimiento es uno de los momentos estelares de la historia de la música. Para él se han buscado interpretaciones de todo tipo, una de las cuales (atribuida durante mucho tiempo a Liszt) cree ver a Orfeo calmando con su música a las bestias. Se trata de un original diálogo entre una cuerda crispada y un piano sutilísimo que lentamente va ganando terreno. Después de unos largos y tensos trinos la música acaba descendiendo al silencio. El Rondó emerge de ese mismo silencio, pero muestra enseguida un carácter lúdico que se emparenta con el movimiento inicial: ritmos vivos, resplandores líricos e ideas magistralmente articuladas para redondear un concierto feliz como muy pocos.
Si varias de las obras de Beethoven podían dejar perpleja a la Viena de la época, qué decir de los demás países europeos. En Francia algunos de sus partidarios batallaban frente a la opinión generalizada de que el de Bonn era un compositor ordinario y extravagante. Uno de ellos, François Anton Habeneck, organizó en 1828 una serie de conciertos en el Conservatorio de París dedicados de forma casi exclusiva a su música. Aquellas sesiones llamaron poderosamente la atención de un joven Hector Berlioz, que sentía que Beethoven “abría ante mí un nuevo mundo musical, tal y como Shakespeare me había revelado un universo nuevo de poesía”. Inmediatamente trató de buscar caminos que diesen continuidad a la estela dejada por las sinfonías del alemán. Dos de ellas habían dado lugar a encendidos debates en la época: el modelo sinfónico-coral de la Novena y la continuidad temática de la Sexta, cuyos cinco movimientos tenían títulos descriptivos (Alegre reunión de campesinos, Escena junto al arroyo, Tempestad) que evocaban diferentes escenas pastorales. Decía Beethoven que con ellos buscaba recrear la “expresión de unos sentimientos”. La música programática echaba raíces con la Pastoral y Berlioz daría un paso definitivo con su Sinfonía Fantástica, compuesta en 1830, que fue la primera obra realmente importante de su carrera.
La música programática se oponía en el romanticismo a la llamada música absoluta. La primera implicaba la existencia de un título y de un programa que proporcionaban a las obras un determinado marco conceptual, mientras que la segunda veía la música como una abstracción pura con plena autonomía formal. En la práctica los límites entre una y otra no siempre fueron terminantes, por supuesto, pero los puntos de partida eran muy claros. Es más, para Berlioz era indispensable que la estructura de la Fantástica se explicase previamente. Los títulos de sus cinco movimientos (Ensoñaciones, pasiones. Un Baile. Escena en el campo. Marcha al Suplicio. Sueño de una noche de Sabbat) se adelantan a sus intenciones expresivas. La historia se basa en las visiones de un joven que se enamora desesperadamente, y ese amor se expresa mediante una amplia y recurrente melodía que unifica y da coherencia al conjunto de la sinfonía. En palabras del compositor, “cada vez que aparezca la imagen de la amada en la mente del artista, ello se relaciona explícitamente con un pensamiento musical”.
El primer movimiento habla de anhelos sombríos (introducción), de un amor ardiente (exposición: atención a la aparición de esa melodía principal), de una ansiedad loca y de arrebatos de celos (desarrollo), de un amor que renace (reexposición) y de una consolación religiosa (coda). En el segundo movimiento Berlioz recrea un baile de la alta sociedad en el que el protagonista ve a su amada, y vuelve a verla en el tercero, que tiene claras reminiscencias de la Pastoral de Beethoven. Hay dos elementos importantes en esta secuencia: los ecos de una melodía ranz des vaches (llamada de los pastores suizos) y la afinación en formación disonante de los timbales para fortalecer los efectos de la tormenta. Los dos últimos movimientos sumen al protagonista en sendas pesadillas originadas por el opio. En el cuarto, de tono tremendamente terrorífico, cree haber matado a su amada y es llevado a morir en la guillotina, mientras que en el quinto asiste a un escalofriante aquelarre dominado por campanas de muerte y por la llamada del Juicio Final.
El público y la crítica se dividieron ante una obra tan original para la época. Si la espléndida orquestación causó auténtica sensación, sus novedades formales y su contenido narrativo avivaron voces en contra. El compositor se defendió asegurando que era consciente de que la música “no puede reemplazar a ninguna palabra o pintura”, pero sí transmitir determinadas emociones. Y para los románticos el poder de la emoción era tan importante como la capacidad de hablar desde la individualidad. Bien lo había aprendido Berlioz de Beethoven.
Asier Vallejo Ugarte
Soo Jung Ann, piano
Soo Jung Ann, nació en Seúl y comenzó a tocar el piano a los 6 años de edad. Es licenciada en Música por la Universidad Nacional de las Artes de Corea y graduada por la Royal Irish Academy of Music en un Master en Interpretación Musical, dónde obtuvo el doctorado con los profesores John O’Conor y Théreèse Fahy.
Tras ser galardonada en 2012 con el Primer Premio y Medalla de Oro en el Concurso Internacional María Canals, Soo Jung Ann siguió estudiando en la Mozarteum de Salzburgo.
Antes de ser premiada en el mencionado concurso, Soo Jung Ann había obtenido numerosos reconocimientos y galardones en certámenes como el Concurso Internacional de Piano de Hong Kong, el Concurso de Piano Chopin de Salzburgo o el Concurso Internacional de Piano de Hamamatsu, entre otros.
La música interpretada por Soo Jung Ann ha podido oírse en recitales en Dublín, en Corea con la Philharmonic Orchestra, en los conciertos anuales de la Orquesta Sinfónica de RIAM de Dublín, así como en Francia, Japón, Malasia, Macedonia, Polonia y Rusia.
Carlos Miguel Prieto, director
Carlos Miguel Prieto es director titular de las orquestas Sinfónica Nacional de México, Sinfónica de Louisiana y Sinfónica de Minería. Fue Director Asociado de la Houston Symhpony Orchestra.
Ha sido invitado a dirigir importantes orquestas como la New York Philharmonic, Boston Symphony Orchestra, Chicago Symphony, London Royal Philharmonic, Orquesta Sinfónica de Xalapa y las orquestas de Indianapolis, San Antonio, Florida y Nashville, entre otras.
Entre sus recientes y futuros compromisos se incluyen conciertos con la Sinfónica de Cleveland, Houston, NDR, Radio de Frankfurt (en la Alte Oper), Orquesta de Valencia, Orquesta Sinfónica Radio Televisión Española, Real Orquesta Sinfónica de Sevilla… En Agosto de 2013 dirigió la Sinfónica de Chicago, en el Festival de Ravinia, con Itzhak Perlman.
Graduado por las universidades de Princeton y Harvard, ha recibido el Premio de la Unión Mexicana de Críticos de Música y la Medalla Mozart al mérito musical, concedida por los gobiernos de México y Austria. Su grabación de obras de Korngold con la Orquesta Sinfónica de Minería, para Naxos, fue nominado a un premio Grammy en 2010.