Y no se lo gaste en cuerdas…
Hubo un tiempo no muy lejano en el que Europa estuvo llena de violines. Todas las clases sociales, desde la más encopetada aristocracia hasta el último vagabundo callejero, estaban de acuerdo en que nada como este instrumento para servir de vehículo musical. (Había en uso más candidatos, como el clave o el piano; pero uno no se podía echar un piano al hombro y salir por pies cuando un gendarme doblaba la esquina en la que estabas tocando sin autorización).
Desde 1600 hasta la llegada del gramófono una buena porción de la ciudadanía supo rascar un instrumento de cuerda. Algo parecido a la guitarra en nuestros días, pero a lo bestia. Ello implicaba no sólo un inmenso mercado de instrumentos, partituras, música popular urbana, conservatorios o salas de concierto; ello implicaba, sobre todo, que la gente sabía juzgar el mérito de una interpretación; y que sabía juzgar en carne propia, sin llegar a ejecutarla, las dificultades de una composición. Cosa de las neuronas espejo. El personal escuchaba a un virtuoso y medio teatro tamborileaba sobre el reposabrazos de la izquierda lo que estuviera tocando el tipo.
Hoy en día saber tocar el violoncello con un cierto garbo tiene una valoración social que nos pone a la par de Leonardo da Vinci o poco menos; equivalente a leer latín de corrido o a recitar versos de Molière de memoria. Esto nos hace olvidar que hace unos siglos todo hijo de vecino hacía estas cosas. Los romanos hablaban todos latín –es de suponer–, en los burdeles del París a finales del XVII se oían no pocas citas de Molière, y en Praga en 1800 todavía no había nacido un chiquitero que no supiera tocar una canción de taberna con el violín comunitario del local.
Los irlandeses, los zíngaros y algunas otras bolsas repartidas por el continente son los ecos vivos de un pasado que puede ser rastreado en los cuadros costumbristas, en las referencias literarias y en los mercadillos alemanes llenos de violines hechos polvo a precios exorbitantes.
Johann Sebastian Bach (1685-1750) fue una de estas personas que sabía tocar un instrumento de cuerda. A decir verdad él parecía preferir el clave o el órgano, pero nadie habría compuesto las seis suites para cello solo, las seis sonatas para clave y violín o las seis sonatas y partitas para violín sin bajo si no hubiera tenido un cariño especial por el color de este sonido, amén de un conocimiento asombroso de las tripas técnicas del virtuosismo. Veracini, Locatelli, Vivaldi y otro par de italianos o germanos italianizados fueron los únicos que escribieron obras que se acercaran a este nivel de dificultad.
Bach no se contentó con escribir estas obras de cámara. Durante toda su vida profesional como compositor de cantatas y oratorios dejó un reguero continuo de arias con violino obbligato que son una fuente inagotable de alegrías para el auditorio y sudores para el intérprete. Asimismo, sabemos de la existencia de al menos tres conciertos para violín (La menor, Mi mayor y Re menor), un concierto para dos violines (también en Re menor) y un puñado de obras –que nos han llegado arregladas para teclado– que vete a saber para qué instrumento fueron compuestas originariamente, aunque plausiblemente el violín no andaba muy lejos (concierto en Fa menor, obertura en Mi mayor, suite en La menor, doble concierto en Do menor…).
La datación de la música instrumental de Johann Sebastian Bach es una tarea de locos. El mundo académico posa su atención sobre una inocente obrilla. Un análisis de tinta o una marca de agua nos arrima a una fecha, un examen grafológico nos la retrasa dos décadas, un análisis estilístico nos la vuelve a adelantar quince años y, cuando todo el mundo no puede estar más de acuerdo en que fue compuesta en Leipzig en torno 1733, un sacristán abre un armario polvoriento en Darmstadt y aparece una copia de la pieza con un 1715 como una casa en la portada. Hala, vuelta a empezar. Sería desesperante si la música de Bach no fuera tan buena. Nunca nos pegamos con ella, jugamos con ella y dejamos que ella juegue con nosotros.
Por suerte los seis conciertos de Brandenburgo aprietan pero no ahogan: conservamos una partitura autógrafa datada en 1721. Unas obras muy diferentes entre ellas –desde el concerto grosso casi casi ortodoxo hasta la marcianada sin parangón–. Estaban dedicados al Margrave Christian Ludwig, uno de los siete príncipes electores con potestad para votar al titular del Sacro Imperio Romano Germánico (el mundo es un pañuelo: en estas fechas el emperador no era otro que Carlos VI, el artista antes conocido como el Archiduque Carlos, quien estuvo a menos de un pelo de ser rey de España tras una Guerra de Sucesión que tenía ya ganada). Este personaje, el margrave, había mostrado interés un par de años antes en la música de Johann Sebastian y éste correspondió –muy probablemente con vistas a cambiar de aires laborales– con un volumen que recogía seis conciertos con un poco de todo. La cosa no parece que cuajara, y de ello tenemos dos pistas la mar de significativas. Primera: Bach nunca llegó a trabajar en la corte de Christian Ludwig y, segunda: el volumen está tan nuevito que parece ser que el regalo ni siquiera fue abierto. Se vendió a la muerte del propietario y se le perdió la pista hasta mediados del XIX.
El Tercero de estos Conciertos de Brandenburgo es probablemente el más conocido en nuestros días y nos hemos hecho a él, pero que conste que es uno de los raros de la serie. Una obra para la disparatada plantilla de tres violines, tres violas, tres cellos y bajo; y en la que Bach, que escribía hasta los ornamentos más nimios, se salta el adagio enterito. Sólo pone los dos últimos acordes y deja a la voluntad de los intérpretes que improvisen previamente lo que quieran. (En algunas grabaciones tocan, muy serios, los dos acordes pelaos, por pánico a improvisar. Si Bach levantara la cabeza…).
Hablando de plantillas disparatadas, el concierto de esta noche también incluye el Gran Dúo de Giovanni Bottesini (1821-1889) para violín, contrabajo y orquesta. Y ojo que la primera versión de la obra era para dos contrabajos y orquesta. Una pieza que Bottesini había escrito para tocarla con su amigo Luigi Arpesani. Fue otro amigo, Camillo Sivori –el único alumno de Paganini–, quien la reescribió para su formato más conocido de violín y contrabajo. La cosa habría sonado a broma circense si no fuera por las inconcebibles capacidades interpretativas del autor.
Giovanni Bottesini, al igual que Serguei Rachmaninov, Louis Spohr y algunos otros solistas, vivieron toda su carrera aplaudidos por doquier como los mayores virtuosos de sus respectivos instrumentos cuando, en realidad, ellos se consideraban a si mismos vocacionalmente como compositores. Este Gran Dúo, editado en 1880 pero presumiblemente compuesto bastante antes, dejó asombradas a todas las audiencias que lo oían. Un contrabajo que canta. Un contrabajo que supera en gracilidad al violoncello y que se codea con el violín. El público estaba preparado para ver a Bottesini tocar un montón de notas por segundo pero pocos esperaban oír un contrabajo lírico. Giovanni Bottesini, uno de los directores de ópera más afamados de su época, demostró como solista que su instrumento encerraba muchos más recursos de los que las audiencias podían imaginar. Fue un camino de no retorno. Llegó el siglo XX, y Stravinsky, y el jazz, y el bajo eléctrico; y la chavalería comenzó a pedir a sus familias que les matricularan de contrabajo en el conservatorio. No, violín no; si se puede prefiero contrabajo.
Ludwig van Beethoven (1770-1827) fue otro compositor que, aunque pianista virtuoso, supo cómo coger un violín. Una tormentosa relación le unió a este instrumento. Diez sonatas para violín y piano, un concierto para violín y orquesta, 16 cuartetos de cuerda, el solo de la Missa Solemnis… Cuando Ignaz Schuppanzigh –uno de sus violinistas de referencia y uno de los pocos amigos que le acompañaron a lo largo de tres décadas– le comentó que cierto pasaje era tirando a imposible, el tierno Beethoven le respondió “¿Pero tú te crees que me paro a pensar en tu violín miserable cuando las musas se adueñan de mí?”. Sea como fuere, Beethoven añadió dos Romanzas al repertorio del instrumento. La Primera, en Sol mayor op. 40 y editada en 1803, parece que podría haber sido compuesta para el propio Schuppanzigh pero no hay certeza de ello. La obra parece responder tanto a la moda parisina del momento que la musicología siempre ha sospechado que Beethoven buscaba trabajo por aquellos lares. Nada imposible por otra parte si no hubiera sido por la época que le pilló. Menudo inicio de siglo XIX para las relaciones franco-alemanas.
La noche se cierra con una obra estrictamente contemporánea de esta Romanza: la Segunda Sinfonía op. 36 en Re mayor. Compuesta a partir de 1800 y estrenada el 5 de abril de 1803. Beethoven nunca supo qué hacer con las críticas que recibía. De ella se dijo que era rara, que usaba mucho los instrumentos de viento y que, no obstante –y sin llegar a tener el nivel de la Primera–, no andaba escasa de méritos. ‘¿Rara? Pues que vayan sacando las sales para cuando les caiga la Tercera, que ya está en el horno’, debió de pensar Beethoven. Las sinfonías se fueron sucediendo. Occidente viró, se transformó y aprendió a comprender a Beethoven. ¿A todo Beethoven? No. Resulta que ahora el Beethoven helénico no pasaba el corte. Había obras, como la Segunda Sinfonía, que sonaban a Mozart. Que eran demasiado dulces y poco comprometidas con el ideal heroico romántico. Falta de compromiso. Beethoven se reía para sus adentros. La Segunda Sinfonía fue su reconciliación privada con la vida. La amiga que le acompañó en el terrible año de 1802 en el que descubrió que su sordera iba a ser irreversible, que su carrera como pianista tenía los días contados. La obra que selló el acuerdo de regalarse al resto de la humanidad como compositor en lugar de quitarse de en medio –unos pensamientos reflejados en el llamado testamento de Heiligenstadt de octubre de ese año–.
En toda su vida Beethoven sólo transcribió una de sus sinfonías para trío; una forma de ponerla al alcance de todos los hogares de sus contemporáneos. Adivinen cuál.
Joseba Berrocal
Christoph Filler, Contrabajo
Nace en Remscheid (Alemania) donde comienza sus estudios musicales. Amplia los mismos en Düsseldorf y finaliza en Viena con el profesor Ludwig Streicher obteniendo el diploma con las más altas calificaciones.
En 1993 gana las oposiciones de la Orquesta de RTVE y desde 1996 ocupa la plaza de solista en la BOS.
Ha colaborado, entre otras, con la Junge Deutsche Philharmonie, Wiener Streichorchester, Orquesta de Cámara de Renana de Colonia, Camerata de Bregenz, Remscheider Symphoniker, Orquesta Sinfónica de la ORF y con la Super World Orchestra bajo la dirección de Zubin Metha..
Christoph Filler ha interpretado distintos géneros musicales que van desde la Música de cámara hasta el Jazz pasando por la música iberoamericana.
También cabe destacar su importante labor docente.
Massimo Spadano, Director y Violín
Nacido en Lanciano (Italia), diplomado en dirección de orquesta con el Mº Donato Renzetti, desde el 1995 es director de la Orquesta de Cámara de la Sinfónica de Galicia con la cual ha dirigido desde el clasicismo hasta Stravinsky y contemporáneos españoles. También a dirigido la Academy of Ancient Music en Alemania y Inglaterra Londres, la Orquestas; Sinfónica de Galicia, Ciudad de Granada, Sinfónica de Valles en el Palau de Barcelona, Do Norte de Portugal, Pforzheim Kammer Orchester, Sinfónica de Sanremo, Georgish Kammerorchester, de Extremadura entre otras y en los Festivales de León de Salamanca, Mozart Festival. En el Festival Rossini de Bad-Wilbad ha dirigido la Opera “Ser Marcantonio, de la cual recientemente ha salido un CD con Naxos.
En el Festival de Ingolstadt ha dirigido “la Cambiale de Matrimono” y volverá la proxima temporada. Ha actuado en las más importantes salas de Europa, Estados Unidos, Sur America, Asia, África y Oriente Medio y en los festivales y temporadas de Berlín, Salzburgo, Milán, París, Madrid, Roma, Montpellier, Wiesbaden, Ámsterdam, Florencia, Barcelona, Munich, Napflion…con Victoria Mullova, y con Katia y Marielle Labéque, Cristian Zacharias, Enrico Dindo, Alexander Lonquich así como con Gerard Depardieu y Alessandro Baricco.
Ha grabado discos con Deutsche Grammpophone, Sony, Opus 111, Bongiovanni, y Auvidis Astrèe, Naxos y Sony.