Conciertos
TEMPORADA BOS 15
Su majestad el violín
J. Rodrigo: Concierto de Estío
M. Bruch: Fantasía escocesa
A. Dvorák: Sinfonía nº 6
Michail Ovrutsky, biolina/violín
Michal Nesterowicz, zuzendaria/director
FECHAS
Venta de abonos, a partír del 24 de junio.
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TRES MIRADAS A LA TRADICIÓN
La forma concertante configura el espacio más amable y familiar de toda la producción de Joaquín Rodrigo. A raíz del éxito obtenido con el Concierto de Aranjuez , estrenado en 1940, el autor valenciano escribe diez conciertos, no sólo para guitarra y orquesta, sino para diversos timbres y grupos instrumentales. Así, en 1942 firma el Concierto heroico para piano, y al año siguiente termina el Concierto de estío para violín y orquesta, distintos entre sí en cuanto a atmósferas y a la relación sonora que se establece entre el instrumento solista y la totalidad orquestal. Si del Heroico puede decirse que responde a la formulación libre que caracteriza el espíritu romántico, del Concierto de estío podemos sacar en conclusión que se trata de un deliberado ajuste a la estructura clásica e incluso barroca, próxima a la que brilla diáfanamente en los conciertos de Vivaldi. Según palabras del autor, no es preciso buscar en esta obra intenciones preconcebidas. Sin embargo, sí que existe un planteamiento estilístico desde el principio, que actúa sobre todo el discurso de la obra como una especie de voluntad inconsciente, hasta el punto de recordarnos constantemente la conjunción tímbrica de la escuela veneciana del siglo XVIII, sin perder de vista que se trata de un modelo particular que escoge un compositor del siglo XX para rendir un tributo a la tradición, dando como resultado final una de las páginas más acertadas y mejor escritas de Joaquín Rodrigo. No quiso el autor hacer alusiones a la música popular española, salvo en el “Rondino”, donde se adivina “cierta influencia catalana depurada”, según nos dejó dicho el compositor, aunque también no parece descabellado señalar una evidente utilización del esbozo general de la petenera flamenca en el primer tiempo o “Preludio”. En este movimiento se dibuja la clave temática que va a permanecer presente con más o menos evidencia a lo largo de la obra y que va a servir de trenzado con la maravillosa melodía de la “Siciliana”, escrita en aire “Andantino”, prestándose a un delicioso juego entre el violín y las partes instrumentales de la orquesta. Rodrigo se muestra en estas páginas como un buen conocedor de las posibilidades expresivas del instrumento solista. "Mi intención en el Rondino –escribe el autor en sus memorias- fue la de dibujar una especie de círculo armónico con las diez apariciones sucesivas del tema sin interferencia de ningún otro episodio. El violín hace piruetas sobre bajos armónicos mientras que los otros instrumentos golpean alrededor de las tonalidades alineadas en la órbita tonal fija, describiendo así un círculo mágico que se repite tres veces.” El Concierto de estío se estrenó en el Teatro San Carlos de Lisboa el 16 de abril de 1944, a cargo del violinista Enrique Iniesta y la Orquesta Nacional de España bajo la dirección de Bartolomé Pérez Casas.
El violín va a seguir siendo el principal protagonista de la primera parte de este programa, pero esta vez sin someterse estrictamente a la forma clásica concertante, sino adoptando una mayor flexibilidad con respecto al conjunto instrumental que naturalmente deriva en una concepción más libre de la obra en general. Max Bruch había compuesto dos Conciertos para violín y orquesta en 1867 y 1877 respectivamente, en los que hizo gala del rigor y academicismo que caracterizaba su escritura, pero en 1880 termina la Fantasía escocesa con la intención de ofrecer a su dedicatario, Pablo Sarasate, una partitura en la que pudiera sentirse lo suficientemente cómodo y en la que se desarrollasen con plena autonomía los recursos expresivos del instrumento solista, con el objeto de cooperar con el virtuosismo del violinista navarro. Bruch, que nunca había estado en Escocia, escoge una serie de canciones pertenecientes al folclore de aquel país, para ajustarlas libremente a su obra, respetando no obstante su notación y ritmos naturales, un poco a la contra de lo que Mendelssohn llevara a cabo treinta y siete años antes con su Tercera Sinfonía, inspirada en el ambiente y la atmósfera de la música escocesa. En el caso de Bruch, sin embargo, no se hacen referencias directas a las melodías, por eso el título completo que encabeza la partitura es el de Fantasía para violín con orqueta y arpa utilizando libremente las melodías escocesas. El empleo del arpa es precisamente para reforzar el escenario sonoro y otorgar un sentido de veracidad a este extraño entroncamiento entre realidad y “fantasía”. La obra se divide en cinco movimientos que, por el encadenamiento que sufren los dos primeros y el tercero y el cuarto, convierten al discurso en una forma tripartita. A la Introducción , majestuosa y solemne, le sigue un “Adagio cantábile”, que repite de manera más brillante los primeros compases del aire “Grave” para dar paso a la canción de amor “Auld Robin Morris” a cargo del violín, donde se pone de manifiesto la elegante capacidad inspirativa de un compositor influido directamente por el melodismo y la instrumentación de Brahms, derivando sin interrupción en un virtuosístico “Allegro” en forma de scherzo que encierra la célebre melodía “The Dusty Miller”. El movimiento lento, “Andante sostenuto” es una especie de reflexión personal, un tanto melancólica sobre la hermosa canción “I’m a down for Lack o’Johnny”, e inmediatamente Bruch se dispone a cerrar la obra de una forma circular, recordándonos el tema del principio, “Auld Robin Morris”, que sirve de apertura y cierra, no sin antes levantar los ánimos heroicos al aire de un “Allegro guerrero”, entonando el antiguo himno patriótico “Scots wha bae whyere Wallace bled”, que Robert Burns escribiera en 1793 y que Berlioz usara en la obertura Rob Roy. La Fantasía escocesa se oyó por primera vez en Liverpool, en 1881, a cargo de Joseph Joachim como solista y la Orquesta de la Sociedad Filarmónica dirigida por el compositor, pero Max Bruch no quedó contento con el resultado hasta que en 1883 se interpretara de nuevo, en versión de Pablo Sarasate, con el título provisional de Concierto para violín (Escocia).
Persistiendo en el color nacionalista que se desprende de la amplia concepción romántica de este programa, La Sinfonía 6 en Re mayor de Antonin Dvorak inaugura el periodo eslavo de un compositor que, a pesar de haber sido considerado el padre del sinfonismo checo y de escribir nueve sinfonías, no obtuvo hasta la redacción de la Sexta la suficiente confianza en sí mismo como autor de una forma a la que Beethoven o Brahms habían otorgado casi toda su plenitud. La admiración que Dvorak sentía por este último –como en el anterior caso de Bruch- es evidente en esta obra, transformándola casi en un tributo personal a quien considerara su buen amigo y maestro. Tanto en la construcción de las estructuras, como en el desarrollo de los temas, e incluso en la utilización de los elementos folclóricos, el talante creador brahmsiano envuelve como un manto sonoro todo el discurso musical, en el que no obstante resplandece el estilo del compositor bohemio, ya consolidado por su fuerza, dinamismo y vitalidad expresiva. De hecho se especula con la probabilidad de que Brahms y Dvorak coincidieran en una audición privada que Hans Richter ofreciera en Viena de la Rapsodia eslava nº 3 del compositor bohemio, y fue el célebre director quien le propuso escribir una obra de mayor envergadura a partir de esos materiales, con la idea de estrenarla en la capital austriaca. Dvorak terminó la Sinfonía en 1880, pero finalmente no se escucharía hasta el año siguiente en Praga, bajo las órdenes de Adolf Cech, pues Richter retrasó su compromiso hasta 1882, trasladando incluso el lugar del concierto a Londres. Dvorak sospechó que tales cambios se debieron en verdad a la hostilidad que comenzaba a manifestarse en Viena por toda la cultura checa, en vez de aceptar las excusas de exceso de trabajo y enfermedad ofrecidas por el director. De hecho no tardaría mucho tiempo en confirmarlo al observar como los profesores de la Orquesta Filarmónica de Viena se negaban a tocar cualquiera de sus obras.
La Sinfonía nº 6 comienza por un “Allegro non tanto” en forma sonata, en donde a partir de dos temas primarios y dos secundarios se expone abiertamente todo el material, tanto melódico como rítmico, creando un ambiente que, además de a Brahms nos trae ecos de Smetana. Los timbres se entretejen en una sucesión de contrastes que, partiendo de una enérgica fuerza sonora a cargo de las cuerdas y las trompas, llegan hasta el melancólico canto del oboe. El “Adagio” se estructura en una especie de rondó con variaciones propias en cada una de las secciones, donde los instrumentos de madera crean un misterioso ambiente nocturno, cuyo tema principal paradójicamente se caracteriza por la luminosidad que va adquiriendo conforme se expande y desarrolla a partir de los motivos de la introducción, hasta esfumarse en la cadencia final, de nuevo a cargo de los instrumentos de viento. El tercer tiempo, “Furiant-Presto”, es que en verdad le proporciona el temple más eslavo a la sinfonía. La furiant es una danza popular checa, que como su nombre señala es rápida, excitante e impetuosa. Aunque Dvorak la había usado ya en momentos anteriores, es la primera vez que la emplea con la orquesta completa, sin los trombones y la tuba. La particularidad rítmica de esta danza es que, a pesar de estar escrita en compás ternario, produce un efecto de alternancia con compases binarios. La forma de este movimiento responde a un scherzo con un trío, en donde se muestra la libertad creativa del compositor a la hora de sumergirse en la música de raíz tradicional. En el “Finale-Allegro con spirito”, se vuelve a la forma sonata, inaugurada con un tema paralelo al que escuchamos en el primer movimiento. Los acontecimientos sonoros, sin embargo, no son tan interesantes y novedosos como en los tiempos precedentes, quizás porque el autor se hace más deudor de Brahms y, en cierta manera, de su conservadurismo, que brota directamente aquí de la influencia o el consciente recuerdo de la Segunda Sinfonía del compositor alemán.
José Ramón Ripoll
El violín es el protagonista de la primera parte del programa, dedicada a dos obras no tan frecuentes en las salas de concierto, pero que forman parte del repertorio consolidado del instrumento. En la segunda parte, el protagonismo es para la orquesta, dirigida en esta ocasión por Michail Nesterowicz, ganador del Concurso de dirección de orquesta de Cadaqués.
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