Conciertos

TEMPORADA BOS 17

Miradas sonoras: Gran Bretaña


Palacio Euskalduna.   20:00 h.

E. Elgar: Cockaigne, op. 40
Walton: Concierto para violín y orquesta
R. Vaughan Williams: Sinfonía nº 5

Elissa Koljonen, biolina/violín
James Judd, zuzendaria/director

FECHAS

  • 03 de junio de 2010       Palacio Euskalduna      20:00 h.
  • 04 de junio de 2010       Palacio Euskalduna      20:00 h.

Venta de abonos, a partír del 24 de junio.
Venta de entradas, a partir del 16 de septiembre.

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EL RENACIMIENTO INGLÉS

Se ha hablado mucho de la ausencia de compositores ingleses de renombre internacional entre los tiempos de Henry Purcell (1659-1695) y los últimos años del siglo XIX, debida probablemente a una progresiva pérdida de conciencia nacional motivada por la inclinación de la vida musical hacia pensamientos musicales de índole continental, personalizados en gran medida en las figuras de George Friederich Haendel (en buena parte del siglo XVII) y Felix Mendelssohn (en el XIX), autores ambos aclamadísimos en la isla. Así, la aparición en escena de Hubert Parry y Charles Villiers Stanford hacia la segunda mitad del XIX trató de relajar suavemente las influencias extranjeras, pero hubo de partir necesariamente de ellas para abrir el camino de lo que se pretendía una nueva escuela nacional. De esas mismas fuentes bebería pronto Edward Elgar (1857-1934), desplegando su música sobre dos pilares fundamentales que a la larga se acabaron por revelar perfectamente compatibles: la influencia de los últimos románticos alemanes, sobre todo de Brahms y Wagner, y una distinción de marcada personalidad británica. Ambos elementos brillan a toda luz en la obra que abre el programa de esta noche, la obertura Cockaigne, op. 40, escrita entre 1900 y 1901, poco tiempo después de que las Variaciones enigma le hubiesen dado un nombre más allá de las fronteras de su país (también, todo hay que decirlo, meses después del sonado fracaso en Birmingham del estreno de El sueño de Geronte).

Cockaigne, tierra de delicias y placeres en el imaginario popular, era el nombre con que los británicos denominaban cariñosamente a Londres, que es evidentemente la ciudad aquí retratada, de forma que una vez el oyente se orienta dentro de un esquema estructural sumamente complejo por la gran cantidad de temas que se enlazan y desenlazan sobre tentativas de formas sonata y rondós, puede escuchar aquí y allá melodías nobles, refinadas cual la elegancia londinense, reconocer campanas de una iglesia, contemplar el desfile de una banda militar, evocar calmos paseos románticos en el Hyde Park, a orillas del Serpentine, e imaginar el murmurar de un cockney comilón y borrachín. No pocos han creído ver en esta página ecos de la obertura de Los maestros cantores de Nüremberg de Wagner. Todo ello, es evidente, sobre un asiento armónico propio del romanticismo tardío, de reconocible morfología brahmsiana aunque exuberantemente coloreado y revestido del optimismo propio de la Inglaterra de la preguerra, en el camino siempre de un final brillante y esplendoroso. La obra sonó por vez primera en junio de 1901 en la Queen´s Hall de Londres; dirigió el estreno el propio compositor, que había dedicado la obra a todos los miembros de las orquestas británicas. Para ellos, a la vista está, el regalo no podía haber sido más goloso.

Pese a ser el máximo detonante del llamado “Renacimiento inglés”, no se puede decir que el estilo de Elgar, muy aferrado a un conservadurismo entonces en vías de fosilización, tuviera unos claros seguidores. Ni siquiera Frederick Delius, de maneras también un tanto ancladas en el siglo XIX, puede considerarse dentro de su misma escuela, ya que su música apareció claramente escorada hacia las tendencias francesas. Los autores ingleses más importantes de la primera mitad del siglo XX, Ralph Vaughan Williams (1872-1958), Gustav Holst (1874-1934), autor en 1916 de la suite orquestal Los planetas, William Walton (1902-82) y los jóvenes Benjamin Britten (1913-76) y Michael Tippett (1905-98), siguieron sus propios caminos con un impulso nacionalista como telón de fondo (no más que eventualmente en primer plano) y sin renunciar a rivalizar con las nuevas corrientes que se iban proyectando desde varios focos vanguardistas europeos. Walton, sin ir más lejos, saltó a la fama hacia 1922 con la composición de Façade, un ciclo de poemas surrealistas para recitador y grupo de cámara que caricaturizaba elementos de la música popular en un radical gesto de antirromanticismo. En cambio, su más lírico, expansivo y emocional Concierto para viola (1929) parecería incorporarse por momentos, aun dentro de un lenguaje propio, a una posible línea elgariana. El homenaje al compositor de las Variaciones enigma es también palpable en el posterior Concierto para violín (1938-39) ya desde la tonalidad de si menor que ambos comparten. Encargada por el gran Jascha Heifetz tras mediación del no menos grande violista escocés William Primrose, la obra tratar de hallar un equilibrio entre el virtuosismo y la expresividad, y se ve claramente dominada de inicio a fin por dos pasiones: una por Alice Wimborne (“hermosa, inteligente, amable, rica, hospitalaria, musical… tenía toda las virtudes”), la otra por Italia. Así, el concierto se somete desde los primeros compases del Andante tranquillo a un canto de encendida melancolía y evidentes reminiscencias belcantistas, adquiriendo unos tintes ensoñadores y dramáticos que sólo algunos episodios de virtuosismo parecen matizar. Esa sensación no se desvanece del todo en el segundo movimiento, un luminoso y vitalista Presto capriccioso alla napolitana (probablemente escrito en Italia) que incluye en el trío una bella canzonetta. El tercero, un Vivace de lenguaje a veces más áspero, cierra el círculo al recuperar algunos temas del primero en un intento de acentuar la emotividad de la obra, pero no por ello se distancia de la pirotecnia, desplazando el punto de mayor intensidad hacia el explosivo final de la página. Los protagonistas del estreno del concierto, que tuvo lugar en Cleveland el 7 de diciembre de 1939, fueron Jascha Heifetz y Artur Rodzinski. El compositor no pudo asistir, toda una Segunda Guerra Mundial acababa de estallar.

Fue precisamente durante buena parte de la guerra (entre 1938 y 1943) cuando Vaughan Williams escribió su Quinta sinfonía. Ello podría llevar a pensar en una profundización en la atmósfera trágica que había sobrevolado sobre la Cuarta (1931-34), muy en contraste con el tono pastoril de las tres primeras, pero no fue así. En realidad, buena parte del material temático de la obra provenía de una ópera inacabada, The Pilgrim´s Progress (El progreso del peregrino), lo que explica de algún modo las resonancias moralistas de la música. Dedicada a Jean Sibelius, su primera ejecución se dio en la Royal Albert Hall londinense en los Proms de 1943, con la orquesta filarmónica de la ciudad y el compositor en el podio. Éste, quién lo duda, nunca se había alejado demasiado de la tradición sinfónica continental (la sinfonía es el género conservador por excelencia), y así lo demuestra el esquema básico formal de esta Quinta, estructurada en cuatro movimientos desvinculados de cualquier tipo de vía deformadora. El Preludio, de fuerte vocación modal, se abre con suaves y serenas llamadas de las trompas y la cuerda, abriendo paso a un segundo tema igualmente efusivo y celestial, impregnado de una plácida espiritualidad, que deriva en desarrollos un tanto más intensos antes de volver a la calma previa. Viene después un fugaz Scherzo de ritmo galopante, ligero aun a pesar de las eventuales llamadas del metal. La elegíaca Romanza del tercer movimiento es la que más elementos toma de la ópera original, así el tema anunciado por el corno inglés (“Él me ha dado paz a través de su dolor y vida a través de su muerte”), más tarde retomado por la cuerda antes de que la música se mueva hacia un estado de agitación en remembranza de las dolientes plegarias del peregrino; una vez parece que la vida vuelve a fluir, las melodías se prolongan ante un clímax próximo al término del movimiento. Al fin, la Passacaglia se abre (cómo si no) con la repetición de una línea descendente en los violonchelos, pero Vaughan Williams no tarda en modelar la página a partir de exultantes expresiones y fanfarrias, deviniendo después la solemnidad en un desenlace que restablece, en el éxtasis contemplativo del Preludio, la ansiada paz inicial. 
Asier Vallejo Ugarte

Nuestra última “mirada sonora” de la temporada se fija en la música británica. Gracias a compositores como Elgar, Vaughan Williams y Walton, las Islas recuperaron el esplendor musical del que habían disfrutado en el barroco, tras el largo paréntesis de un discreto siglo XIX. Los tres compositores citados marcaron una línea, sobre todo durante la primera mitad del siglo XX, caracterizada por la búsqueda del buen gusto, el refinamiento y el respeto a la tradición.

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