GUERRAS Y REVOLUCIONES
Francisco Escudero (1912-2002) ha sido quizás uno de los compositores vascos más subestimados del siglo XX, y eso puede deberse en gran medida a que su obra permaneció inédita durante mucho tiempo, pero también a que, simplemente, en este mundo no siempre se hace justicia. Ahora las cosas están cambiando y hoy día, gracias al esfuerzo de unas pocas personas, nadie pondría en cuestión la magnitud de obras como el Concierto vasco para piano (1946), el oratorio Illeta (1947) o las óperas Zigor! (1957-63) y Gernika (1979-86): diez años después de su muerte, Escudero ve cómo su música vive una segunda (o acaso primera) juventud.
Zarauztarra nacido en San Sebastián, su formación se inició con Beltrán Pagola en la capital guipuzcoana antes de marchar en 1932 a Madrid, donde le esperaba Conrado del Campo. Después, siguiendo los pasos de Arriaga, Sarasate, Guridi, Usandizaga y tantos otros, viajó a París para estudiar primero con Paul Dukas (1935) y después con Paul Le Flem (1935-36); a su vuelta a Zarautz luchó con los nacionalistas vascos en la Guerra Civil, abandonando dos veces el frente para refugiarse en la Francia de Ravel. Las circunstancias lo llevaron en 1941 a un campo de trabajo en Miranda de Ebro, pero apoyado por la Diputación de Guipúzcoa, la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando y el Ayuntamiento de San Sebastián pudo retomar en 1942 sus estudios con Conrado del Campo en Madrid, y allí permaneció hasta 1945, viviendo en el auténtico páramo cultural que era la España de la postguerra.
De esta época (1944) es el poema coreográfico El sueño de un bailarín, basado en una fantasía literaria de Luis de Castresana, una gran Scherzo burlesco, colorista y onírico, de lenguaje ecléctico y tardorromántico, ritmos abruptos y ecos a veces orientales. La historia se centra en un bailarín enfermo que sueña con un mundo de sombras que le invitan a bailar; despertado de su sueño, un violonchelo entona un canto poético y nocturnal que vuelve a sumergir al protagonista, una vez más, en la grotesca pesadilla.
Quién sabe si en su época parisina Escudero no pudo tener alguna relación con el marsellés Henri Tomasi (1901-1971), que ya llevaba allí un tiempo componiendo y dando sus primeros pasos como director de orquesta, disfrutando de una vida aparentemente fácil y llena de éxitos. Pero no debía de ser tanto cuando en 1939, en plena crisis existencial, decidió huir del mundo y coger un barco con destino a Dakkar. Sólo llegó a Marruecos: la Segunda Guerra Mundial había estallado y fue llamado por los Chasseurs Alpins a Villefranche-sur-Mer. La guerra cambió su forma de ver las cosas, en su Primera sinfonía (1941) empezó a hablar de “anhelo místico” y “sufrimientos de la humanidad”, y enseguida se vio tentado por la vida clerical, pero el descubrimiento de los campos de concentración y el bombardeo sobre Hiroshima en 1945 le hicieron perder toda fe en la religión, llegando incluso a ocultar un Réquiem por la paz que acababa de componer en homenaje a quienes habían dado su vida por Francia. De esta forma, Tomasi retomó hacia 1946 una actividad más terrenal con su nombramiento como director de la Ópera de Montecarlo y dio inicio a una etapa especialmente prolífica que daría luz a su obra más popular, el Concierto para trompeta, que compuso en 1948 para Ludovic Vaillant y que estrenó en París en abril del año siguiente.
La trompeta no había tenido mucha suerte en el repertorio clásico desde los tiempos de Haydn y Hummel, y nada hacía indicar que fueran a reconciliarse precisamente en los años cuarenta del siglo XX, cuando Louis Armstrong marcaba con su trompeta la edad dorada del jazz. En verdad Tomasi escribió conciertos para muchos instrumentos, no necesariamente para los de siempre (los compuso para saxofón, viola, trombón, fagot, arpa, guitarras…), y era de esperar que la trompeta estuviera ahí. Pese a que la obra explora a fondo las posibilidades tímbricas y expresivas del instrumento, no es especialmente innovadora en el lenguaje y tampoco en la forma, pues sus tres movimientos responden al esquema tradicional, con un Allegro que, luego de dos breves llamadas del solista, confronta episodios líricos y meditativos con otros bravos y enérgicos para desembocar en una amplia y enigmática cadencia, un Nocturno de inspiración casi raveliana y un Allegro vivo final virtuoso en su ágil y ligero espíritu festivo.
Pero si alguien fue hijo de su tiempo o, como nos decía Ortega, él y su circunstancia, ese fue Dmitri Dmítrievich Shostakóvich (1906-1975), contemporáneo de Escudero y de Tomasi pero recluido en un mundo opresivo y asfixiante del que ni él mismo se veía capaz de escapar: el suyo.
Veíamos esta misma temporada en diciembre, a raíz de su Concierto para violín, cómo vivió las presiones del dirigismo estalinista y que prefería archivar algunas obras que consideraba no adecuadas para el realismo socialista que le exigía el régimen. Veíamos también que tras la muerte de Stalin (1953) la situación se suavizaba, que la Décima fue un enorme éxito y que Shostakovich se empezaba a acomodar (si esa puede ser la palabra) un poco. En 1956, escribía que estaba trabajando en una sinfonía sobre la Revolución de 1905, “un período de la historia de este país que me resulta muy cercano y que encontró un eco de fuerte expresividad en los cantos revolucionarios de los trabajadores”.
Básicamente, la Revolución de 1905 supuso el alzamiento del pueblo ruso, con el campesinado y la clase obrera a la cabeza, contra la autocracia zarista. El 22 de enero (el llamado “Domingo sangriento”, 9 de enero según el entonces vigente calendario juliano) una protesta pacífica ante el Palacio de Invierno en San Petersburgo, residencia del zar Nicolás II, fue castigada de forma salvaje por la infantería rusa, causando cientos o miles (según unas u otras fuentes) de víctimas mortales. Ello dio pie a un sinfín de insurrecciones, movilizaciones y huelgas que tuvieron como desenlaces la universalización de los derechos políticos y, a la larga, tras la Revolución de 1917, la abdicación del Zar y el consecuente ascenso al poder de los bolcheviques.
Todo ello está en el programa y en el espíritu de la impresionante y monumental Sinfonía nº 11 en sol menor “Año 1905”, op. 103, de Shostakovich, terminada en octubre de 1957, no hay más que ver los títulos de sus cuatro movimientos: “La Plaza del Palacio”, “El 9 de enero”, “In Memoriam” y “El rebato”. Hay además varias citas de cantos revolucionarios que concentran gran parte del material melódico de la obra y que van poco a poco tejiendo los hilos de su argumento: “Bienvenida, libertad”, “Rabiad, tiranos”, “Descubríos”, “Escuchad”, “Valor, camaradas, adelante”…
El primer movimiento sitúa al oyente en la Plaza del Palacio de Invierno en las horas previas a la Revolución. Sobre una atmósfera fría y serena, se escuchan cantos provenientes de las celdas de la prisión de la Fortaleza de Pedro y Pablo. Ya en el segundo, Shostakovich recrea la procesión de los protestantes desarmados que portan retratos del zar, así como la violenta represión de los militares y la posterior oración por los caídos. El tercero es un homenaje a éstos, una marcha fúnebre de tono trágico y doliente, a la que sigue en el cuarto una salvaje marcha revolucionaria que, al grito de “Bajad las cabezas”, culmina la sinfonía con una llamada a la revolución de aliento heroico y triunfante.
Naturalmente, su estreno en Moscú el 30 de octubre de 1957 con Natan Rajlin, así como la presentación en Leningrado a cargo de Yevgeni Mravinski sólo unos días más tarde, fueron auténticos acontecimientos para el pueblo soviético, que veía ahora sí una música épica y de lenguaje tradicional a mayor gloria de la revolución y de las aspiraciones del realismo socialista. Al compositor le dieron el premio Lenin en 1958. En cambio, en occidente las cosas se vieron de otra forma: tras la grandeza de la Décima esto era un paso atrás, una sinfonía anacrónica, repetitiva y de lo más convencional, una película sin imágenes, una mera concesión al aparato. Después se han dicho muchas cosas, como que lo que en el fondo Shostakovich veía en el segundo movimiento no era tanto la represión contra los protestantes sino la agresión soviética a Hungría en 1956. No es mala idea: esta música, aunque muy rusa, podría narrar por igual tragedias de hace cien, cincuenta o diez años, o quizás de ayer mismo, porque, al final, la miseria, la represión, el dolor y la ira son patrimonio de todas las épocas, también de la nuestra.
Asier Vallejo Ugarte
Alison Balsom, trompeta
Alison Balsom estudió trompeta en la Guildhall School of Music, en el Conservatorio de París y con Håkan Hardenberger. Fue finalista en el Concurso de Jóvenes Músicos de la BBC en 1998 y recibió el Premio Feeling Musique a la calidad del sonido en el Cuarto Concurso Internacional de Trompeta Maurice André. Su repertorio de recital y concierto abarca una amplia variedad, desde Albinoni hasta Zimmermann.
Galardonada recientemente en los premios Classic Brit como artista femenina del año por segunda vez, Alison Balsom ha recibido numerosos premios, entre otros, Classic FM, Gramophone y ECHO Klassik.
Alison Balsom encabezó uno de los más célebres conciertos de música clásica en septiembre del 2009: La Última Noche de los BBC Proms.
Durante la temporada 2011/12, Alison Balsom regresará a China junto a Lorin Maazel y la Orquesta Sinfónica Nacional. Asimismo, actuará junto con la Orquesta Sinfónica de Toronto, la Orquesta Sinfónica Nacional de Washington, la Sinfónica de Viena, la Orquesta de Cámara de Filadelfia y la Royal Philharmonic Orchestra. En la última temporada actuó con la Orquesta de París, la Orquesta Sinfónica de San Francisco, la Orquesta Nacional de Francia, la Orquesta Sinfónica de Milán Giuseppe Verdi, la Orquesta Philharmonia y la Orquesta Sinfónica de la Ciudad de Birmingham.
Ryusuke Numajiri, director
Ryusuke Numajiri es uno de los directores más solicitados de Japón. Desde el año 2007, ostenta el cargo de director artístico de la Ópera Biwako. En el 2008 fue nombrado director invitado principal de la Orquesta Century de Osaka. Asimismo, ha dirigido como invitado orquestas de renombre tales como la Orquesta Sinfónica de Montreal, la Orquesta Sinfónica Alemana de Berlín, la Orquesta Sinfónica de Düsseldorf, la Sinfónica de Londres, la Orquesta Sinfónica de Milán Giuseppe Verdi y la Sinfónica de Sídney. Ha dirigido, además, numerosas producciones operísticas tras debutar con gran éxito en la Ópera Estatal de Baviera (Múnich) en el año 2007 con la nueva producción de ballet de la obra de Mahler La canción de la tierra.
Entre sus próximos compromisos, se encuentran el regreso a la Ópera Estatal de Baviera, a la Ópera de Australia, con Madame Butterfly, y su debut con la Orquesta de la Radio de Francia y la Orquesta Sinfónica de Bilbao.
Ryusuke Numajiri siente un particular interés por la música contemporánea. Su interpretación de la obra de Takemitsu Ceremonial y de la Sinfonía Turangalila de Messiaen recibió el aplauso de la crítica. En su discografía cabe destacar el Concierto para Violonchelo de Gubaidulina junto con la Orquesta Sinfónica de Londres y Mstislav Rostropovich, obras de Takemitsu junto con la Orquesta Sinfónica Metropolitana de Tokio y la Sinfonía Turangalila acompañado por la orquesta Filarmónica de Japón.
Recibió su educación musical en la prestigiosa Escuela de Música Toho Gakuen, donde estudió piano y dirección.