Conciertos
TEMPORADA BOS 9
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Leyendo doscientas veces El Nombre de la Rosa
La génesis de una obra musical es un proceso poco estudiado, e incluso los propios autores no saben muy bien cómo describirlo. En calidad de materias primas podremos encontrar melodías, armonías, motivos contrastantes, sonoridades instrumentales y una montaña de factores añadidos. Todos ellos se cuecen en la marmita del compositor y se van definiendo en una pieza ya concreta. Una pieza en la que las posibilidades abandonadas son muchas más que las seleccionadas. Frente a lo que podamos intuir el autor no es tanto un creador sino un personaje escogiendo entre todo el universo que se le presenta con sólo abrir los ojos. Una obra es un Arca de Noé.
A veces de forma casi súbita –o, sencillamente ex tempore; como en el caso de las improvisaciones– y a veces de forma lentísima, las composiciones crecen en el interior de las personas. Son casi más jardines o edificios que novelas. El factor temporal importa mucho, pero también las mil simetrías y espejos. Una obra musical se desarrolla en el tiempo pero, en el cerebro de su creador, es un objeto instantáneo. Un objeto que puede ser captado de un solo vistazo, como un pórtico o un cuadro.
Es por ello por lo que la música se diferencia de otras artes narrativas. Cuando hablamos de nuestros libros y nuestras películas favoritas podemos darnos cuenta de que a lo mejor están ahí, en nuestro Olimpo, tras haberlas visto una sola vez. El caso del cine puede ser algo diferente –más musical, como veremos– pero nadie termina una novela, suspira encantado y vuelve a la primera página para volvérsela a leer. O, para curarnos en salud, quizás haya alguien que lo haya hecho alguna vez, pero no es la norma, vamos.
El cine sí tiene este componente de recuperación, de volver a vivir la película sabiendo ya cómo y por dónde van a ir los tiros. El teatro es otra disciplina parecida. La poesía se comporta, en este aspecto, más como canción que como texto. ¿Y la propia música? En este caso de las obras musicales la necesidad de volverlas a escuchar es tan consustancial al placer que producen que, sin exagerar, se puede decir que la primera audición sólo cuenta a efectos de flechazo, de enamoramiento –o de descarte, claro–.
En este sentido, las composiciones son muy diferentes a las películas. En el caso de éstas últimas, ninguna visita posterior igualará la impresión de la primera vez, cuando en el arco de ciento veinte minutos se nos abrió un mundo como se abren las esclusas de una presa. Pero la primera vez que oímos una obra musical que ya estamos viendo que nos gusta, ello se convierte en el prólogo de su verdadera vida con nosotros. La Flauta Mágica de Mozart o una canción de Frank Sinatra son las que son para nosotros sólo a través del encuentro cotidiano con ellas. La música es pan, no aquellas hormigas asadas tan ricas que comimos en aquel viaje por Colombia.
Los propios compositores, perplejos, son testigos de cómo algunas piececitas casi creadas como improvisaciones, como juguetes de papel, despiertan este entusiasmo, este espíritu de adopción. Maurice Ravel (1875-1937) compuso su Pavana para una Infanta Difunta siendo estudiante, en 1899, y vio cómo la obra se emancipaba y se colaba en todos los pianos de París. La obrita, como tantas otras del futuro Ravel, es un esquema voluntario. Toda ella es una renuncia a la acumulación de nuevos materiales. Esta Pavana –que de pavana no tiene ni el más mínimo eco– deja sus melodías sin contrapuntos y sin desarrollos. La cosa va lenta, lo más lenta posible según su compositor, y así entra en nosotros. La dedicataria fue la Princesa de Polignac, una jovencita adornada con el improbable nombre de Winnaretta Singer –de los Singer de las máquinas de coser– que, entre otras ocupaciones más mundanas, fue una de las mecenas más despiertas del París del fin du siècle. Busquen una buena biografía de la damisela y verán la de cosas que aprenden. La Pavana se convirtió en una obra libre y Ravel la recuperó unos años más tarde, en 1910, el tiempo suficiente para orquestarla. Una versión para orquesta tan inevitable en su sonoridad que cuesta pensar que no fuera la idea original de Ravel.
Seguimos con los veinteañeros llamados a triunfar. Leonard Bernstein (1918-1990) se las ingenió en 1944 para ser estudiante, promesa y estrella consolidada, todo a la vez. Desde hacía por lo menos un siglo, Norteamérica parecía haberse resignado a que sus músicos de primer nivel fueran traídos en barco desde Alemania o, a lo sumo, a que sus mejores talentos locales tuvieran que ir a la vieja Europa a formarse. La aparición de Bernstein en el mundo musical de la cultivada Costa Este fue como la llegada de un mesías. Alguien a quien se esperaba y a quien se aplaudió aun antes de haber demostrado realmente su valía. Parecía bueno y lo dieron por bueno. Resultó que sí, que lo era. América tenía por fin una figura con todos los atributos necesarios: talento, buen comunicador, temperamental y derrochando energía como para iluminar Nueva York durante media centuria.
El propio Leonard no tenía tan decidido su perfil en la profesión. Por supuesto sería director de orquesta pero aún estaba por acotar su faceta de compositor. El futuro autor de West Side Story comenzó sin embargo con obras de corte mucho menos popular. En el verano de 1939 ya tenía trazada una lamentación sobre textos de Jeremías para voz con acompañamiento de orquesta. Un tipo de composición que se entroncaba en una doble tradición musical hebraica y cristiana. Bastante avanzado el diciembre de 1942 Bernstein retomó esta pieza para que cerrara su Primera Sinfonía, que por el momento sólo estaba en su cabeza. Los dos primeros movimientos, Profecía y Profanación fueron compuestos en apenas dos semanas y la obra fue presentada al concurso de composición del conservatorio de Boston. Como suele suceder en estos casos la obra no ganó el premio aunque, al año siguiente, la Asociación de Críticos Musicales la eligió como la mejor composición del bienio. Esta Primera Sinfonía no parece escrita por el Lenny que conocemos y, sin embargo, no fue un desliz de juventud. Bernstein –como Korngold, Rota, Morricone, John Williams y tantos compositores de éxito– mantuvo en paralelo durante toda su vida dos estilos compositivos, el más tradicional –o más vanguardista– y el más cercano al público.
La última obra de la velada es otro claro ejemplo de como las composiciones viven sus propias vidas. Franz Schubert (1797-1828), el genio de los lieder minimalistas de un par de minutos, sospechó a principios de marzo de 1824 que muchas de las ideas musicales que le rondaban sólo podían ser recogidas en una larguísima sinfonía orquestal. No era el único que andaba trabajando en un proyecto así. Dos meses más tarde, en mayo, Beethoven estrenaba en su Viena común la Novena Sinfonía con la Oda a la Alegría. Un éxito. Schubert continuó trabajando en su propia composición y en el verano de 1826 ofrecía la obra a la Gesellschaft der Musikfreunde. Contra todo pronóstico la Sociedad la rechazó, considerándola inapropiada y difícil. Las malas noticias comenzaron a sucederse. Beethoven, su gran ídolo, fallece el 26 de marzo de1827; en la segunda mitad de este mismo año la Sinfonía de Schubert se estrena en privado casi a escondidas y, de nuevo, despierta pocos entusiasmos; no queda tiempo, el 19 de noviembre del año siguiente Franz Schubert muere con 31 años sin que los vieneses hubieran oído ni su Sinfonía Incompleta –exhumada mucho más tarde, en 1865– ni esta Novena Sinfonía en Do mayor “la Grande”, rescatada por Schumann y Mendelssohn en Leipzig el 21 de marzo de 1839. Fue quizá gracias a estos padrinos de lujo que la obra se siguiera interpretando hasta su entrada paulatina en el museo imaginario del público.
Uno tras otro, audición tras audición, los oyentes fueron sacudiendo la cabeza y confesando al resto de su cuadrilla de amistades que sí, que la sinfonía comenzaba a tener sentido. La obra se estaba componiendo en cada uno de ellos.
Joseba Berrocal
Zandra McMaster, mezzosoprano
Durante esta temporada actua con la Sinfónica de la BBC de Londres, Orquesta de Castilla y León, Sinfónica de Bilbao, Orquesta Nacional de España y Sinfónica de Baleares. Ha cantado en toda Europa, así como en Asia y América. En ópera, cantó en la Royal Opera House Covent Garden con Sir Colin Davis, la Opera de Hamburgo y el London Opera Ensemble. Cantó con las Sinfónicas de Berlín, Budapest, Radio Noruega, Nacional de Lyon, Orquesta del Ulster, London Mozart Players, Salzburg Chamber Soloists, Filarmonía de Praga y Orquesta Gulbenkian de Lisboa, bajo la dirección de Támas Vásáry, Jiri Belohlávek, Sir Colin Davis, John Nelson, Adam Fischer, Lawrence Foster, Uri Segal, Jun Märkl, Ari Rasilainen, Junichi Hirokami, Antoni Ros-Marbá, Yaron Traub, Juanjo Mena, etc… En 1989, 1990 y 1991 cantó en Salzburgo, y de nuevo en 2006. Con la gran soprano eslovaca Edita Gruberova cantó en muchas ocasiones, como en 2002 en Lucia de Lammermoor en Colonia y Baden-Baden y en 5 representaciones de Beatrice di Tenda de Bellini en la Opera de Hamburgo en 2005. Ultimamente cantó la Canción de la Tierra de Mahler en Zaragoza en dos ocasiones; los Wessendonck Lieder de Wagner en Armenia, Cannes, Mallorca y Praga; con la ORTVE las Noches de Estío de Berlioz; el Réquiem de Verdi en Budapest, Madrid, Edmonton y Armenia; en Lisboa con la Gulbenkian con obras de Bernstein y Mahler; los Kindertotenlieder de Mahler en Valencia; la Cantata Alexander Nevsky de Prokofiev en Bilbao, etc… Ha grabado en CD la Lucia de Lammermoor de Donizetti junto a Edita Gruberova y Josep Bros para Nightingale, y la Novena Sinfonía de Beethoven, con la Orquesta Nacional de Lyon y Jun Märkl para Altus. Recientemente grabó un CD con 3 ciclos de canciones de Antón García Abril, junto al pianista Alessio Bax.
Yaron Traub, director
Yaron Traub, el Director Artístico y Titular de la Orquesta de Valencia, desde otoño de 2005.
Nació en Tel Aviv y es hijo de Chaim Taub, antiguo primer violín de la Orquesta Filarmónica de Israel. Yaron Traub estudió piano y, a partir de 1990, dirección de orquesta en Londres. Más tarde se trasladó a Múnich, donde trabajó con Sergiu Celibidache. A continuación tuvo contacto con Daniel Barenboim, quien lo introdujo en el Festival de Bayreuth donde fue su asistente. A esta actividad siguió el cargo de director titular suplente de la Orquesta Sinfónica de Chicago entre 1994 y 1999.
En 1998 ganó el Premio del IV Concurso Internacional Kondrashin de Dirección de Orquesta en Ámsterdam. Traub ha dirigido, entre otras: la Orquesta Filarmónica de Rotterdam, Orquesta Filarmónica de Israel, Orquesta Sinfónica de la Radio Sueca, Orquesta Filarmónica de la Radio de Holanda, Orquesta Filarmónica de Sydney, Orquesta Filarmónica Melbourne, Orquesta Gulbenkian (Lisboa), Kremerata Báltica, Orquesta de la Academia de Santa Cecilia (Roma), Orquesta Sinfónica de Düsseldorf, Orquesta de la Radio del Norte de Alemania (Hannover), Orquesta Filarmónica de Helsinki, Orquesta Nacional de Lyon y la Orquesta Sinfónica de Singapur.
En España ha dirigido las orquestas sinfónicas de Sevilla, Barcelona, Bilbao, Tenerife, La Coruña, Asturias y Gran Canaria, antes de ser elegido director musical titular de la Orquesta de Valencia.
Yaron Traub mantiene una estrecha colaboración con renombrados solistas, como Daniel Barenboim, Gidon Kremer, Radu Lupu, Alfred Brendel, Waltraud Meier, Victoria Mullova, Emanuel Ax, Heléne Grimaud, Truls Mørk, Julian Rachlin y Nikolaj Znaider.
Actualmente vive en Altea con su esposa Anja y sus dos hijos.
Guía de audición BERNSTEIN Y LA GRANDE DE SCHUBERT
Noveno concierto de Temporada (2 y 3 de febrero de 2012)
Comenzamos nuestro noveno programa de temporada con la interpretación de la Pavana para una infanta difunta de Maurice Ravel. Se interpretó por primera vez el 30 de agosto de 1953 bajo la dirección de Julián García de la Vega y con motivo de las Fiestas de Agosto. Desde entonces hemos podido escuchar esta obra en otras 10 ocasiones, siendo la última los días 7 y 8 de junio de 2007 bajo la dirección de Juanjo Mena en el Palacio Euskalduna, y a la vuelta de nuestra primera gira japonesa con motivo de la Folle Journée au Japon, donde interpretamos esta misma obra en tres ocasiones. Emplearemos para su interpretación el material preparado por la editorial Max Eschig (http://www.salabert.fr/). A continuación, interpretaremos por primera vez la Sinfonía nº 1 “Jeremiah” para Soprano y Orquesta de Leonard Bernstein. Dedicada por el compositor a su padre Samuel J. Bernstein, está basada en pasajes del libro de la Lamentaciones, en particular en el llanto de Jeremías ante la ruina de Jerusalén. Para su interpretación emplearemos el material de la editorial Boosey&Hawkes (www.boosey.com).
Bernstein Vs Schubert
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Bomsori, violín
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