Conciertos

BOS 09

Abono temático, Abono de Iniciación


Palacio Euskalduna.   19:30 h.

WOLFGANG AMADEUS MOZART (1756 – 1791)
Sinfonía concertante para violín, viola y orquesta en Mi bemol Mayor K.364

I. Allegro maestoso
II. Andante
III. Presto
Nils Mönkemeyer, viola
Giulia Brinckmeier, violín


HECTOR BERLIOZ (1803 – 1869)
Harold en Italia Op. 16

I. Harold en las montañas: Escenas de tristeza, felicidad y alegría (Adagio)
II. Marcha de los peregrinos cantando sus plegarias vespertinas (Allegretto)
III. Serenata de un montañés de los Abruzzi a su amante (Allegro assai)
IV. Orgía de los bandidos: recuerdos de escenas pasadas (Allegro frenetico)
Nils Mönkemeyer, viola

FECHAS

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Los viajes del alma

¿Son conciertos? ¿Son sinfonías? El programa de hoy reúne dos composiciones para orquesta -en tal caso, sinfónicas- en las que el violín y la viola tienen un papel estelar sin que, por ello, puedan llamarse conciertos. Son más bien una suerte de crossover tan de moda en las actuales manifestaciones artísticas (Mozart, siempre a la última y Berlioz, haciendo añicos las etiquetas).

En cualquier caso, las dos composiciones que nos brinda hoy la BOS son un prodigio de relaciones concertantes entre el violín, la viola y la orquesta.
Mozart escribe para una agrupación dieciochesca especialmente reducida -en cierto modo austera, con tan solo oboes y trompas además de la cuerda- pero extraordinariamente rica y evocadora en la imaginación del genio, pues no solo facilita, sino que estimula enlaces, concordancias y sinergias con dos solistas de altura: el violín y la viola. El compositor austriaco escribió con plena consciencia de las posibilidades técnicas y expresivas de ambos instrumentos.

En el caso del Berlioz, la orquesta ha crecido y se ha hecho tan plena y colorida como podía serlo hace casi doscientos años y, desde luego, excepcionalmente nutrida en cuantía y diversidad para lo que era habitual a principios del XIX, pues el derroche imaginativo del músico francés inundó de romanticismo la obra que hoy escuchamos, asignándole el talante literario e insólito que caracterizó su propia vida y su obra.

La inspiración de Mozart y la de Berlioz comparten, además, otro rasgo: la natural inclinación de ambos hacia el expresionismo dramático. El austriaco es capaz de hacerlo sin palabras: la fuerza inagotable de sus melodías es suficiente para emocionar y transmitir sensaciones poderosas o sutiles, ligeras o trascendentes, y tienen tanta vitalidad que no necesitan referencias extra musicales para sugerir tensión, nobleza, regocijo o nostalgia: la cantidad, variedad y calidad de los temas mozartianos abarcan toda la gama posible de manifestaciones y son capaces de maravillar nuestros oídos y de conmovernos. El francés, siendo ya plenamente romántico e irremediablemente literario -en tanto que lector compulsivo y, él mismo, espléndido cronista-, se lanza a la experimentación fusionando música, poesía y mito, buceando en los argumentos de novelas y obras de teatro para trasladar a los timbres orquestales las ideas, los sentimientos y las aventuras de sus personajes, evocando a través de la música todo un universo textual.

Wolfgang Amadeus Mozart (Salzburgo, 1756-Viena, 1791) tenía un profundo conocimiento de la naturaleza de cada uno de los instrumentos para los que escribió conciertos y lo hizo para todos los de su época a excepción del violoncello y el trombón. Solo para el piano, su instrumento principal, escribió más de veinte conciertos y los compuso pensando en sí mismo y en hacer una brillante carrera como pianista. Pero también escribió conciertos para instrumentistas profesionales, como sus queridos amigos el clarinetista Anton Stadler o el intérprete de trompa Joseph Leutgeb: al talento de ambos y a su amistad con el compositor se debe el impulso generador de varias obras maestras. Además, Mozart escribió para algunos aristócratas cuya afición a la música iba más allá de la escucha y el mecenazgo y que también disfrutaban tocando instrumentos: tal era el caso del Barón Dürnitz, fagotista aficionado, o del Duque de Guines, habilidoso flautista.

Sin embargo, no se sabe para qué intérpretes compuso Mozart su Sinfonía concertante para violín, viola y orquesta en Mi bemol Mayor, pero los expertos señalan que probablemente se reservó para sí el papel de la viola, su instrumento de cuerda favorito y el que siempre se adjudicaba cuando interpretaba cuartetos.

La sinfonía concertante es un género intermedio, emanado del concerto grosso y que tuvo gran predicamento en el último cuarto del siglo XVIII, sobre todo en Manheim y París, ciudades con importantes orquestas y virtuosos en las que Mozart había pasado los meses previos a la composición de la obra que hoy escuchamos. No es estrictamente un concierto ni una sinfonía pero es, sin duda, una obra maestra, considerada por algunos como “la última palabra” en el género. Lo más probable es que fuera compuesta durante el verano o el principio del otoño de 1779, con Mozart ya de regreso en Salzburgo y su escritura orquestal muestra la admiración que despertó en él la orquesta de Manheim: las violas divididas enriquecen la textura y contribuyen a reflejar la exquisita simetría violín-viola, tejiendo el perfecto telón de fondo al continuo diálogo entre solistas, basado en frases presentadas bajo luces diferentes, ecos y enlaces.

El Allegro maestoso reúne magistralmente ideas de carácter resuelto, vivaces y sólidas, con otras de tinte reflexivo, más liricas y sugestivas. Los nexos de unión de unas con otras, la calidad de las modulaciones y el perfecto ensamblaje de los patrones rítmicos y melódicos obran el milagro de dar coherencia y continuidad al conjunto y, de esta manera, los solistas pueden moverse a sus anchas en un panorama sonoro extraordinario en su hechura y fascinante al oído. La gran conquista de Mozart -y no solo para su propio estilo, sino para la evolución del lenguaje de la música- fue conseguir que la aportación de cada solista surgiera del conjunto, como pieza fundamental de la totalidad de la que forma parte y sin perder ni un ápice de su carácter individual ni de su autonomía. El solista emerge y se integra en una misma acción (logro que Mozart también alcanza en sus arias de ópera).

La melancolía que exhala el Andante es toda una manifestación de ese proto-romanticismo que caracteriza a Mozart -incluso al Mozart de Salzburgo- y que algunos románticos supieron vislumbrar con perspicacia. También lo es su incomparable sentido de la sonoridad como vehículo de expresión: el trazo cálido y sugerente de las melodías en do menor, su esencia reconcentrada y el hermoso vibrar de las cuerdas solistas -particularmente el humanismo en la voz de la viola- hacen que este movimiento dé cobijo al sentimiento romántico, pues cada una de las frases parece ahondar en la intensa humanidad de la anterior, especialmente en los pasajes de imitaciones entre los solistas.

El Presto final es imaginativo y estimulante, derrocha frescura y, milagrosamente, está lleno de color: el tratamiento que Mozart da a los timbres de los oboes y las trompas les hace jugar un papel que, siendo de acompañamiento, no es en absoluto secundario. Además, el formato cercano al rondó resulta atractivo al ofrecer al oyente un trato de familiaridad con la música. El compás binario, el fraseo ligero y la vuelta a la tonalidad mayor contribuyen a transmitir al discurso un aire de felicidad confiada.

El periodo previo a la gestación de esta obra fue duro para Mozart, en el ámbito personal y en el profesional: su madre, que le acompañaba en este viaje falleció en París; su amor hacía Aloysia Weber fue fríamente ignorado por ésta; no recibió ninguna oferta laboral interesante, ni un encargo que valiera la pena y, para colmo, su inconformismo y su viaje habían provocado tensiones con su padre y un empeoramiento en el estado de las finanzas familiares. Por todo ello, Mozart volvía a la provinciana Salzburgo con un nudo en el corazón. Todo aparece en esta obra, pero también su innato amor por la vida, articulando con maestría un conjunto orgánico que proclama la variedad expresiva consustancial a nuestro paso por el mundo.

Y, con una libertad sin precedentes, música y literatura convergen en el pensamiento inquieto y desbordante de Hector Berlioz (La Côte-Saint-André, 1803-París, 1869) quien, con su imaginación excesiva -pero lúcida- y su audacia aliada al compromiso con el arte, contribuyó a inaugurar una era en la que la visión de la música se integra en una concepción global de la experiencia artística. Su inconformismo innato y su agudeza intelectual rompieron ataduras con el panorama musical parisino de su época y le hicieron admirar, siendo aún estudiante, las innovaciones armónicas y tímbricas que agitaban el paisaje sonoro europeo.

Berlioz no quiso romper con un género tan extraordinariamente tratado por su admiradísimo Beethoven como era la sinfonía, sin embargo no dudó en convertirse en un compositor sinfónico experimental. Era claro que algunos de los esquemas formales asociados a los movimientos de la sinfonía resultaban irreconciliables con el devenir de los acontecimientos recogidos en un argumento extra musical y de ahí que varias de sus obras para orquesta pueden catalogarse como sinfonías -así lo hizo él-, pero también como poemas, dramas sinfónicos o música programática. De hecho, Berlioz fue uno de los causantes de la aparición de poema sinfónico, género estandarte del Romanticismo en su vertiente orquestal.

Su lenguaje musical es exuberante y su verbosidad se manifiesta en una orquestación generosa, rebosante de matices tímbricos: Berlioz cuenta con una paleta dilatada y grandilocuente que utiliza para aplicar el color directamente entreverado con las ideas ya en su nacimiento, afanándose en abarcar la totalidad de la obra desde el principio.

Dotado, además, de un ingenio melódico expresivo y atrayente y ensayando una organización formal que tantea nuevos caminos, su escritura es apropiadísima para alcanzar su objetivo artístico, que no es otro que enlazar de manera indisoluble sus pasiones: la música, la literatura y la vida misma. En Harold en Italia lo consigue a la perfección.

Las peregrinaciones de Childe Harold es un poema narrativo que describe las vicisitudes y los azarosos viajes de un joven desencantado del mundo. Los elementos autobiográficos son evidentes en esta obra y su publicación hizo de George Gordon Byron el poeta más famoso de Inglaterra. Sus retratos fueron ampliamente difundidos a través de la estampa y sus textos leídos con avidez, con lo que se fue creando un nuevo tipo de artista propio de la era Moderna. En Lord Byron vida y obra se manifiestan inseparables y por ello, en el Canto I de Las peregrinaciones de Childe Harold, podemos leer la descripción de la última imagen que Byron presenció al abandonar las costas de Cornualles, en el primer viaje que emprendió con tan solo veintiún años: “Hinchadas las velas por el favorable viento que mansamente soplaba y que parecía complacido en alejarle de su patria, fueron desapareciendo rápidas ante su vista las blancas peñas hasta confundirse luego con su ceñida espuma”.

Qué podía fascinar más a Berlioz que lecturas de este calibre, a él mismo que siempre había soñado con hacerse a la mar en busca de nuevas sensaciones y vivencias. Como consecuencia de la beca otorgada por el entonces prestigioso Premio Roma, Berlioz acudió a la capital de Italia en mayo de 1831 y en su primer viaje tomó un barco que le llevó de Marsella a Livorno y en él conoció a un veneciano que le aseguró “haber mandado la corbeta de Byron durante las incursiones aventureras del poeta por el Adriático y el archipiélago griego”. Berlioz mismo nos habla en sus Memorias del “placer que yo experimentaba al hallarme así al lado de un compadre de la peregrinación de Childe Harold”.

La vida en Roma produjo en el compositor sentimientos encontrados: por un lado, el pesar de verse “desterrado del mundo musical, del centro de la civilización”, pues París comenzaba a ser en aquel momento el hervidero que no dejó de bullir hasta más de cien años después. Por otro, Roma suponía la satisfacción de una libertad anhelada desde siempre y encontrada en sus excursiones por las montañas, en ocasiones acompañado de su guitarra y, en otras, de su escopeta: “Libertad del corazón, del ingenio, del alma, de todo. ¡Libertad verdadera, absoluta, inmensa! ¡Oh grande y fuerte Italia! ¡Italia salvaje! Despreocupada de tu hermana, la Italia artista”.

Tal como recoge Berlioz en sus escritos: “todas las influencias combinadas de los recuerdos, de la poesía y de la música” son las que destila su Harold en Italia, estrenada en el Conservatorio de París el 23 de noviembre de 1834. En ella, la viola es el símbolo de un personaje tamizado por una visión poética, la protagonista de una peregrinación real y moral y de un discurso musical vertebrado por un tema medular. Este tema genera el material para toda la obra y de él surgen las ideas secundarias que van coloreando los pensamientos, las emociones y las andanzas de Harold-Byron-Berlioz y también las escenas pintorescas, las procesiones, los paisajes cambiantes a la luz del sol o de las estrellas. Todo está ahí: la exuberancia, la introspección, la melancolía, la conciencia poética, la soledad…

Berlioz cuenta también en sus Memorias que en sus visitas a San Pedro de Roma “llevaba conmigo un volumen de Byron y, situándome cómodamente en un confesionario, gozando de una fresca atmósfera, de un silencio religioso, devoraba con inmensa satisfacción esa ardiente poesía”. Sin duda, los versos de Byron en Las peregrinaciones de Childe Harold haciendo alusión a “el sombrío azul de una noche de Italia, en que el firmamento adquiere colores tales” no podían sino excitar el alma de Berlioz y hacerle exclamar acerca de su experiencia byroniana: “¡Amado! ¡Poeta! ¡Libre! ¡Rico! ¡Todo eso junto fue él! Y el confesionario resonaba con un rechinar de dientes capaz de hacer temblar a los condenados”.

Conciertos o sinfonías, es solo cuestión de nomenclatura. El alma de la música radica más allá de las palabras y nos lleva a donde queramos llegar. Disfruten.

Mercedes Albaina


Nils Mönkemeyer, viola

Nils Mönkemeyer se ha hecho un nombre como uno de los violistas de mayor éxito internacional. Músico magistral y de pura sangre, ha logrado elevar dramáticamente el perfil de su instrumento en los últimos años. Su repertorio abarca desde el siglo XVIII hasta el XXI, desde la literatura original sobre viola y las perlas redescubiertas hasta sus propios arreglos, desde el estilo transparente del barroco hasta las exigencias extremas de los compositores de hoy. Además, cada vez se componen más obras especialmente para él.

Casi no es necesario añadir que Nils Mönkemeyer es un intérprete internacional, un compañero de música de cámara muy solicitado, un solista consumado con las principales orquestas desde Berlín hasta Amsterdam, e invitado a numerosos festivales desde Gstaad hasta Schleswig-Holstein. En virtud de su contrato exclusivo con Sony Classical, Mönkemeyer ha lanzado numerosos CD en los últimos años, todos los cuales han sido aclamados por la crítica y recibido prestigiosos premios.

Desde 2011, Mönkemeyer desempeña el puesto de profesor en la Universidad de Música y Artes Escénicas de Munich, la misma institución en la que él mismo se formó con Hariolf Schlichtig.


Giulia Lucrezia Brinckmeier, violín

Giulia Brinckmeier comienza a estudiar violín a la edad de tres años y debuta como solista a los siete acompañada por la Orchestra della Radio della Svizzera Italiana. Graduada en Milán, asiste a masterclasses con maestros de la talla de Pavel Vernikov, Anton Sorokow, Keiko Wataya, Ivry Gitlis e Ilya Gringolts.

Ha obtenido numerosos primeros premios en concursos nacionales e internacionales, así como bolsas de estudio y diversos reconocimientos. Desde el año 2006 Giulia frecuenta los escenarios como solista y músico de cámara en salas de reconocido prestigio como la Brahms Saal del Musikverein de Viena, Sala Verdi de Milan, Konserthus de Stavanger (Noruega), Jiangxi Art Center y Shanghai Thames Town theater en China, Palazzo dei Congressi de Lugano y en festivales como el Norway Youth Chamber Music Festival, Aurora Chamber Music Festival en Suecia, Lugano Lake Festival y Ceresio Musica (Suiza).

Colabora habitualmente con músicos de la talla de Alexandra Conunova, Stephan Kropfitsch, Anton Sorokow, Alexandr Semchuk, Raphael Leone, Andreas Brandelit y Christian Bellisario y en 2010 funda el Trio Chromatique con el que presenta su primer CD en 2012 para la Giacomo Morandi Editore.

Ha colaborado como Concertino en diversas orquestas de cámara y sinfónicas de Italia, Austria y Noruega y desde octubre de 2017 es concertino titular de la Orquesta Sinfónica de Bilbao.

Giulia toca con un violín G. Antoniazzi 1885 gentilmente cedido por la Fondazione Pro Canale de Milán y un arco E. Pajeot.

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