Conciertos

BOS 10

Abono de Iniciación


Palacio Euskalduna.   19:30 h.

Giancarlo Guerrero, director

Dmitri Shostakovich (1906 – 1975): Concerto nº 1 para violín y orquesta en la menor Op. 77
I. Nocturne
II. Scherzo
III. Passacaglia
IV. Burlesca

Ning Feng, violín

Piotr Ilyich Tchaikovsky: Sinfonía nº 6 en si menor Op. 74 «Patética»
I. Adagio
II. Allegro con grazia
III. Allegro molto vivace
IV. Finale: Adagio lamentoso – Andante

 

 

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Nos hablan en su música

El estallido de la literatura rusa en el siglo XIX, plagada de inspiraciones poéticas, narraciones cortas y sugerentes, novelas rebosantes de detalles -épicas y líricas a un tiempo- y obras dramáticas inmensas como grandes frescos, tuvo su correlato en la explosión del talento musical. La composición y la interpretación, pletóricas de ideas y brillantes en su realización, asombraron a Europa y a la joven América con su ímpetu y su perfil colorista. Los conservatorios de música aparecieron en San Petersburgo y en Moscú en los años sesenta, décadas más tarde que en muchas otras ciudades europeas y, sin embargo, la huella de su escuela perdura hasta nuestros días. Unos cuantos años antes de que asomara el siglo XX, Rusia gozaba de una enorme reputación en el panorama musical mundial: sus intérpretes llenaban las salas de concierto a uno y otro lado del Atlántico y los compositores veían sus nombres anunciados en numerosas temporadas sinfónicas y de cámara. Y ambas, literatura y música, fueron garganta y cráter para dar salida a las múltiples vivencias, pensamientos, creencias y pasiones, que habían ido amalgamándose en el interior de la tierra rusa con tanta intensidad que llevaron al gigantesco volcán a la erupción.

Las coordenadas del programa de esta tarde sitúan el estreno de las obras en San Petersburgo y su concepción en un lapso de poco más de cincuenta años. Sin embargo, pese a la cercanía espaciotemporal, pudiera parecer que a estas creaciones las separa un abismo… ¿O tal vez no tanto? Veámoslo, llevando el análisis de lo general a lo particular.

Si comenzamos por los rasgos comunes -y que lo son a la mayor parte de la producción musical rusa-, destaca en primer plano que este pueblo dotado para la música siempre consideró a ésta como vehículo fundamental para la comunicación entre las personas. La idea de que el arte es una fuente de expresión que establece vínculos socialmente significativos hunde sus raíces en el clima intelectual que exhaló la Rusia del siglo XIX. Para escritores como Tolstoi y Dostoievsky y músicos como Mussorgsky o Glinka y, por supuesto, Tchaikovsky y Shostakovich (éste ya en el siglo XX), las diferentes manifestaciones artísticas suponían un inestimable medio de transmisión de sentimientos y emociones humanas. “Creo que todo aquel artista que se aísla del mundo está condenado. Me parece increíble querer excluirse del pueblo que, en última instancia, constituye el auditorio. Siempre trato de hacerme entender lo más ampliamente posible y si no lo logro, lo considero mi propia culpa” decía Shostakovich en su afán por conectar con otros a través de su música. Tchaikovsky, a pesar de su duda perpetua y su desazón constante, afirmaba esto: “Me parece que estoy verdaderamente dotado de la facultad de expresar con música -de manera verídica, sincera y sencilla- sentimientos, estados de ánimo e imágenes” Y añadía: “En este sentido soy realista y un hombre esencialmente ruso”. Queda claro, pues, que los autores del programa de hoy pretendieron hacernos llegar sus ideas musicales y lo que éstas llevan asociado: el contenido secreto cosido a la música.

Por otra parte, el repertorio ruso siempre ha mantenido ese halo atrayente de lo salvaje enlazado a la civilización desde que, en la segunda mitad del siglo romántico, un puñado de compositores -muchos de ellos autodidactas- encontraron en los rincones más exóticos del Imperio un vasto catálogo de melodías y ritmos populares, inconmensurablemente rico, que volcaron en sus partituras utilizando los géneros y las formas que llegaban del oeste de Europa. Pero lejos de dejar que aquéllos y éstas moldearan sus ideas, los compositores rusos rebasaron los límites en una feliz paradoja que enfrentaba la resistencia tenaz a toda influencia exterior con el ansia de zambullirse de lleno en la fecunda corriente extranjera.

Otras cualidades comunes las encontramos en los propios parámetros que constituyen el lenguaje musical ruso –del cual son brillante paradigma Shostakovich y Tchaikovsky. En primer lugar, podemos citar la concepción de la orquesta como extensa paleta de colores con la que expresar desde las más intensas emociones a las sensibilidades más sutiles. El manejo de la orquestación en todo su poderío y en todos sus matices, facilita el deleite en la música sinfónica rusa como si se tratara de un gran mosaico en el que tan importante como la grandiosidad del conjunto, son los múltiples y más recónditos detalles que nos conmueven o asombran y que proporcionan un placer renovado en cada escucha, por mucho o poco que conozcamos las obras. Además, al gusto por los ritmos excitantes -sugeridos o fuertemente marcados- y a la predilección por las formas directas basadas en la repetición y en la secuencia -reiteración de una melodía en una altura distinta y que puede afectar solo a dicha melodía o también a la armonía y a la tonalidad- antes que en el desarrollo temático -más propio del lenguaje austro alemán-, se suma la utilización exuberante de temas populares y de giros de aroma original e incluso exótico.

El último rasgo que sustenta la opinión aquí expuesta de la semejanza entre ambos compositores es de índole personal. Los dos tuvieron padres ingenieros (el de Shostakovich fue, además, químico) y madres pianistas (diletante la de Tchaikovsky, profesional la de Shostakovich) y el ambiente familiar melómano de uno y otro favorecía el desarrollo de sus talentos. Además, tanto uno como otro nacieron en la Rusia imperial de los Romanov, si bien es cierto que no en el mismo momento histórico… Pero una de las coincidencias más sugerentes en el ámbito de lo privado -para quien guste asociar el producto artístico a quien lo creó- es la extraordinaria manera que tuvieron ambos de sublimar su alma en su música, haciendo que por los poros de sus pentagramas transpiraran sus miedos, sus deseos, sus inquietudes y sus ideas y pasiones inconfesables. La música les permitió respirar y contar lo que no pudieron decir con palabras. Tchaikovsky no podía arriesgarse a confesar su homosexualidad en un país donde aún se castiga y en un tiempo en que era castigada casi en cualquier país. Shostakovich había sido declarado “enemigo del pueblo” por Stalin y sus secuaces y vivía, en un sentido más que figurado, amordazado y con la maleta preparada para una llamada -peligrosamente factible- a la puerta de su apartamento.

Tras un rostro casi impenetrable (imposible disimular los numerosos tics), Dmitri Shostakovich (San Petersburgo, 1906-Moscú, 1975) ocultaba la decepción y el pánico. Había visto la perversión de unas ideas en las que había creído desde niño y, peor aún, había sido víctima del resultado macabro de esa perversión. Su música, retirada de los programas, era injuriada por analistas ignorantes (¿les suena? estos personajes son inextinguibles) y él, uno de los músicos más polifacéticos y sobresalientes del siglo pasado y con tanto que enseñar, fue apartado de la docencia y condenado a un limbo desquiciante y a un silencio irracional. El Concierto para violín nº 1 en la menor había permanecido mudo desde que fuera escrito entre 1947 y 1948, a la espera de tiempos más favorables para su escucha. El 29 de octubre de 1955 -unos días más tarde de la liberación de los últimos prisioneros alemanes que, diez años después del fin de la Segunda Guerra Mundial aún continuaban recluidos en la URSS- este concierto se hizo sonoro gracias a la Orquesta Filarmónica de Leningrado, a la batuta de Evgeny Mravinsky y a las prodigiosas manos de David Oistrakh, quien con su amistad inquebrantable había acompañado a Shostakovich en los momentos oscuros y había estimulado la composición de la partitura. Ambos acontecimientos -liberación de los prisioneros de guerra y estreno del concierto- hubieron de esperar a la muerte de Stalin para que el clima opresivo de su temible dictadura se resquebrajara un poco y la luz y el aire pudieran colarse por las rendijas.

Escrito para sí mismo, a sabiendas de que no iba a ser estrenado, el concierto es una obra personal, profunda y sensitiva que con una orquestación extensa renuncia, sin embargo, al brillo de trompetas y trombones. Se abre al oyente en el ambiente algo onírico y meditativo de un Nocturno que permite explorar dos de los atributos más destacados del violín: su naturaleza cantora y sus posibilidades técnicas y expresivas. El Scherzo que sigue recoge lo mejor del sinfonismo de Shostakovich, que se manifiesta en registros instrumentales extremos, líneas orquestales separadas, exagerados saltos en la melodía y esquemas melódico-rítmicos incesantemente repetidos, entre los que destaca el motivo musical que muestra sus iniciales DSCH (re, mi bemol, do, si), todo girando vertiginosamente con “algo de demoniaco y de espinoso”, en opinión de Oistrakh. En un nuevo cambio de atmósfera y con cierto halo de inevitabilidad, surge la Passacaglia construida sobre un hermosísimo y sentido tema que, presentado en el registro grave, se alterna con una segunda idea a modo de coral, articulando todo el movimiento en imparable progresión. En la voz del solista, la melodía adquiere una oscura belleza y deriva en una larga cadencia, tras la cual la orquesta attacca la Burlesque final, en la que la energía es propulsada hacia el patio de butacas con el vigor y la velocidad características del trepak, danza popular rusa que Shostakovich nos ofrece como metáfora de una música y un pensamiento guardados para sí durante tanto tiempo y que abre la espita a tanta tensión contenida, soltándola a borbotones con una energía y un humor que no eluden lo estrepitoso.

Décadas antes, una pátina de urbana gentileza maquillaba en Piotr Ilich Tchaikovsky (Vótkinsk, 1840-San Petersburgo, 1893) la desesperación, casi congénita, que él mismo verbalizaba en una carta a su hermano Anatol: “Lamentando el pasado y confiando en el futuro, sin estar nunca satisfecho del presente: así ha transcurrido mi vida”. Para el atormentado compositor la música fue, a un tiempo, obsesión y alivio de la obsesión. La Sinfonía nº 6 en si menor Op 74 fue estrenada en la Sociedad Musical Rusa de San Petersburgo el 28 de octubre de 1893, bajo la dirección de su autor que moriría solo unos días después. En opinión de su hermano Modest, Tchaikovsky quiso con esta sinfonía “exorcizar todos los sombríos demonios que le poseían desde hacía largo tiempo”. Lo cierto es que la obra es un extraordinario escaparate de los estados de ánimo que el compositor manifestó a lo largo de su vida: sus anhelos y sus temores, las efusiones emanadas de sus rasgos neuróticos y los abandonos de sus estados depresivos, las efervescencias nacidas de su reconocimiento cada vez más amplio en todos los rincones del mundo y las retiradas que provocaba su recurrente desesperación: “No exagero, toda mi alma está en esta sinfonía” diría Tchaikovsky cuando, tras haber abandonado la composición de la Sexta, retomó su escritura con auténtico fervor. Pero esta obra es mucho más que el retrato sonoro de quien la compuso: “Habrá muchas innovaciones formales en esta sinfonía” escribió el compositor a su sobrino Bobik, a quien la obra está dedicada. Y en efecto, la partitura supuso un originalísimo tratamiento del género y es un radiante ejemplo de la musa inspirando la escritura sinfónica. Ya en el primer movimiento la forma sonata se desdibuja en las secciones en que Tchaikovsky lo divide, dando prevalencia clara al primer tema que florece, inexplicablemente rico, desde la frialdad lúgubre y yerma con que lo presenta la voz del fagot. Las transformaciones a las que lo somete el compositor con su espléndida imaginación son tan interesantes como poderosamente atractivas, lo mismo que especial es la emocionante y mansa coda con que finaliza la agitación sonora y anímica del movimiento. También singular es el Allegro con grazia, donde un atípico vals en compás de cinco tiempos, delicioso en su mundana elegancia, interrumpe su altanería en la parte central con un tema de patética dulzura, vertebrado por el latido incansable del timbal. La peculiaridad del Allegro molto vivace surge de la combinación de un scherzo y una marcha que, inexorable y apoyada por una deslumbrante orquestación y un potente crescendo, culmina en una apoteosis para los oídos y el corazón. Y la sinfonía concluye con una personalísima novedad: el Adagio lamentoso -sin el cual no se entendería parte del pensamiento musical de Mahler- fue una de las aportaciones más originales de Tchaikovsky. El aire de desolación resignada que emana de sus pentagramas arrojó una sombra iluminadora -de nuevo la paradoja- sobre el desarrollo futuro de la sinfonía.

La música como catarsis y como modo de vida. Shostakovich y Tchaikovsky haciéndonos participes de ambas. Disfruten escuchando lo que nos cuentan en sus notas y lo que late escondido entre ellas.

Mercedes Albaina

NING FENG, violín

Ning Feng goza de la máxima reputación en China, su país natal, donde toca con regularidad junto con las principales orquestas nacionales e internacionales. En la actualidad, está asentado en Berlín y disfruta de una carrera global. Ning Feng ha desarrollado una reputación internacional como artista de gran lirismo y transparencia emocional, mostrando un enorme virtuosismo y una impresionante destreza técnica.

Entre los recientes logros de Ning Feng, se encuentran su regreso a la Budapest Festival Orchestra junto a Iván Fischer y a la Orquesta Filarmónica de Hong Kong con Van Zweden, así como su exitoso debut con Los Angeles Philharmonic, Frankfurt Radio Symphony y la Royal Philharmonic Orchestra.

 

Para la temporada 2017/18, Ning Feng tiene previsto actuar por primera vez junto con la City of Birmingham Symphony, bajo la batuta de Gražinytė-Tyla, la Royal Scottish National Orchestra, la BBC Scottish Symphony y con la New Jersey Symphony, dirigida por Slobodeniouk. Además, Ning Feng volverá a tocar junto con la Orquesta Sinfónica de Bilbao, dirigida por Guerrero; la Filarmónica de China, dirigida por Stern; y con la Sinfónica de Guangzhou y la Filarmónica de Hong Kong, ambas dirigidas por Long Yu. En el ámbito de la música de cámara cabe destacar su regreso a la Schubertiade, donde actuará junto con Igor Levit y Daniel Müller-Schott; así como dos programas completos de Schubert junto con Nicholas Angelich y Edgar Moreau en Lucerna, y su debut en el Festival de Moritzburg.

Ning Feng toca un violín Stradivarius de 1721, conocido como el «MacMillan», en préstamo privado organizado amablemente por Premiere Performances of Hong Kong, con cuerdas de la firma vienesa Thomastik-Infeld.

GIANCARLO GUERRERO, director

Giancarlo Guerrero, ganador en cinco ocasiones de un premio GRAMMY®, es el director musical de la Wroclaw Philharmonic, con sede en el Foro Nacional de Música. También ostenta el título de director musical de la Nashville Symphony desde la década anterior. Con esta orquesta ha realizado numerosas giras, entre ellas, en el Carnegie Hall de Nueva York, y ha grabado para el sello Naxos más de una docena de discos merecedores de distintos premios.

Como director invitado, Guerrero colabora con numerosas orquestas de los Estados Unidos y de Europa, como la Boston Symphony, Philadelphia Orchestra, Cincinnati Symphony, Sao Paolo State Symphony Orchestra (Brasil), Brussels Philharmonic, Deutsches Symphony Orchestra (Berlín), Orchestre Philharmonic de Radio France y la Orchestre National de France, la Netherlands Philharmonic, Residentie Orkest y la Orquesta Sinfónica de la BBC… Asimismo, Guerrero es el director invitado principal de la Orquesta Gulbenkian de Lisboa.

Giancarlo Guerrero, que cuenta con un amplio repertorio, también se ocupa de dirigir orquestas de estudiantes y trabaja con frecuencia con el Instituto de Música Curtis, el Conservatorio Colburn de Los Ángeles y la Yale Philharmonia. En los últimos años, ha desarrollado una relación con la Orquesta Nacional Juvenil (NYO2) de Nueva York, creada y gestionada por el Instituto Weill de Música del Carnegie Hall.

Entre sus numerosas iniciativas con la Sinfónica de Nashville, destaca su dedicación a la interpretación de obras nuevas de compositores estadounidenses contemporáneos, promovidas mediante encargos, grabaciones y estrenos mundiales, lo que ha convertido a Nashville en destino de la música contemporánea y ha creado una tarjeta de presentación para la orquesta.

Con anterioridad, Giancarlo Guerrero ocupó puestos como director invitado principal de he Cleveland Orchestra Miami Residenct (2011-2016), director musical de la Eugene Symphony (2002-2009) y director asociado de la Minnesota Orchestra (1999-2004).

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