Conciertos
Nórdicos apasionados
Nuno Coelho, director.
Sandro Gegechkori, piano.
I
PIOTR ILYICH TCHAIKOVSKY (1840 – 1893)
Romeo y Julieta, Obertura Fantasía
WOLFGANG AMADEUS MOZART (1756 – 1791)
Concierto nº 12 para piano y orquesta en La Mayor K. 414
I. Allegro
II. Andante
III. Allegretto
Sandro Gegechkori, piano.
II
JEAN SIBELIUS (1865 – 1957)
Sinfonía No. 1 en mi menor Op. 39
I. Andante, ma non troppo – Allegro energico
II. Andante, ma non troppo lento
III. Scherzo: Allegro
IV. Finale (quasi una fantasia)
FECHAS
- 01 de diciembre de 2022 Palacio Euskalduna 19:30 h. Comprar Entradas
- 02 de diciembre de 2022 Palacio Euskalduna 19:30 h. Comprar Entradas
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VUELTA AL HOGAR
Cuando tres autores tan conocidos y amados por el público se reúnen en un programa es difícil plantearse escribir algo que merezca la pena leer sobre ellos, así que, emulando a Les Luthiers, ¿qué podríamos decir sobre los célebres, los famosos compositores Mozart, Chaikovski y Sibelius que no se haya dicho ya… o que sí se haya dicho?
En todo caso, tendremos la ocasión de escuchar tres piezas que no son los éxitos más rutilantes de cada uno de ellos, aunque seguro que muchos de sus pasajes les van sonando a medida que los escuchan. Así que algo podremos decir sobre estas tres obras magníficas que sea de utilidad para disfrutar aún más de una velada predestinada al éxito.
El conjunto no es fácil de hilar para encontrar una excusa argumental que vincule las tres audiciones, dado que se trata de obras muy diferentes entre sí en su forma, sus objetivos musicales, su estilo… pero sí que se nos ofrece la posibilidad de reflexionar brevemente acerca de un debate que se abre en ocasiones cuando examinamos la programación de nuestras orquestas. En más de una ocasión este humilde comentarista ha defendido en páginas como ésta el empeño de la BOS por introducir en sus programas músicas no habituales en las preferencias del público (y que conste que me incluyo el primero en ese grupo tan genérico: el público). La música de nuestro tiempo, a la que a veces miramos con recelo, como si Mozart o Beethoven no hubieran sido alguna vez músicos contemporáneos; la fusión con otras músicas (la del cine, por ejemplo, que se ha convertido en tradición en las últimas temporadas) o el acercamiento a campos como el del jazz, que se ha realizado en algunas ocasiones… Todo ello constituye una muestra de audacia por parte de los programadores que me parece admirable y que nos da ocasión de disfrutar de combinaciones poco frecuentes, de enriquecer nuestra experiencia y de disfrutar de la calidad de nuestros músicos, capaces de adaptarse a esos diferentes lenguajes manteniendo la excelencia de sus interpretaciones.
Pero sin ir en desmedro de todo lo anterior, cuánto agradecemos también los aficionados encontrarnos, como esta noche, un programa consagrado a las grandes estrellas del arte sinfónico; a esos genios que son la base de nuestra propia afición; volver a transitar esos caminos amados y siempre recordados que nunca nos cansan.
Finalmente, en la variedad está la virtud y es muy de agradecer el equilibrio entre novedad y tradición que se nos ofrece en los programas de nuestra orquesta: la alternancia entre excursiones tan interesantes como las que se nos proponen este curso a Latinoamérica (ya realizada) o a la Tierra Media (en el próximo concierto de abono) y regresos al hogar tan agradables y reconfortantes como el de hoy.
La primera etapa de este retorno pasa por una de las grandes historias de la historia del arte: la tragedia de Romeo y Julieta; una cadena de la que sin duda Shakespeare no fue tampoco el primer eslabón, aunque sí el que dio forma canónica a este formidable duelo de amor y odio que ha emocionado a cientos de generaciones y ha inspirado a artistas de todos los tiempos. Después del bardo, necesariamente las nuevas versiones se han remitido a su interpretación y así lo hizo Piotr Illich Chaikovski en 1869, cuando contaba sólo veintinueve años y era aún una joven promesa sin ningún gran éxito a sus espaldas y, de hecho, con muy pocas composiciones realizadas todavía.
Aunque Chaikovski tuvo sus más y sus menos con los compositores nacionalistas del grupo de Los Cinco, fue el líder de éstos, Mili Balakirev, quien le sugirió el tema y la estructura básica de la obra. Diferentes fuentes hablan de los sucesos en la vida personal del autor que pudieron hacer especialmente adecuado tratar en aquel momento una historia de amor apasionado y trágico como ésta. Por un lado, parece que el momento coincidió con la repentina ruptura con la cantante francesa Desirée Artoit, después de que hubieran llegado incluso a hablar de matrimonio. Pero, por otro lado, sabemos también por la correspondencia posterior de Chaikovski (qué lástima que el arte epistolar esté ya casi completamente desaparecido de nuestras vidas) que por aquellas fechas estaba sintiendo un amor desbordante por un muchacho de quince años llamado Eduard Zak, que se suicidó pocos años más tarde. Todavía dieciocho años después reconocía el músico que “nunca había amado a nadie con tanta fuerza como a él”.
El joven Piotr Illich, por lo tanto, podría ser un músico con muy poca experiencia como compositor, pero pocos lo aventajaban en cuanto a sus vivencias con el amor sincero y el dolor que tan frecuentemente lo acompaña. Si a esto añadimos la sensibilidad a flor de piel que siempre lo adornó (y lo atormentó) y su inigualable capacidad para traducirla en la intensidad sublime o desgarradora de su música, resulta que aquel tema propuesto por Balakirev se ajustaba como anillo al dedo a las cualidades y a la inspiración del músico.
Aunque la versión que escuchamos hoy en día está revisada y perfeccionada en 1880, aquella primera intentona de 1869 ya fue una obra suficientemente redonda como para que su autor empezara en serio su carrera como compositor.
Debemos tener en cuenta al escuchar la obra que no se trata propiamente de un poema sinfónico, sino de una obertura-fantasía. Es decir: no se trata de contar la historia de los amantes de Verona escena por escena, episodio por episodio, sino de extraer de ella los elementos esenciales y convertirlos en una estructura determinada por las exigencias musicales y no por las argumentales. Es, de hecho, una forma sonata, esto es, la organización típica de las grandes obras sinfónicas del siglo XIX. Aunque los aspectos formales no fueron nunca el fuerte de nuestro compositor, cabe suponer que deseaba construir una pieza suficientemente sólida y con una estructura clara como para ganarse el respeto de público, crítica y compañeros y poder presentarse como un autor con oficio.
El modelo puede encontrase en las oberturas de Beethoven, por ejemplo, que suelen seguir ese mismo camino de la forma sonata. La diferencia con los poemas sinfónicos que por entonces estaba inventando Franz Liszt y luego desarrollaría Richard Strauss está en que en éstos la estructura musical se determina por la relación argumental, sea literaria, histórica, dramática… entre los temas musicales que representan ideas, paisajes, situaciones o personajes.
En este caso, sin embargo, el trabajo de Chaikovski consistió en localizar los asuntos esenciales en la tragedia de Shakespeare y convertirlos en material musical que los sintetizara y representara para luego combinarlos siguiendo una lógica prioritariamente musical. Y la paradoja que nos habla del genio del muchacho está en que, aun así, logró dar a su obra un sentido que reproduce con enorme fidelidad el de la historia original. El material sonoro, por lo tanto, concentra los dos elementos principales del drama que aparecerán sucesivamente, como los dos temas de la exposición, después de una introducción lenta d carácter bastante lúgubre: el odio de los Capuletos y los Montescos, representado por un tema rítmico, entrecortado y violento, y el amor inocente pero irreductible de Romeo y Julieta, que se despliega a través de una melodía que nada tiene que envidiar a las del Chaikovski maduro de años después en cuanto a su apasionado lirismo. Aunque su primera aparición resulta aún bastante tímido, poco después gana en intensidad cuando vuelve a presentarse. Hay un tercer motivo de carácter solemne, a la manera de los corales alemanes, que corresponde a fray Lorenzo, el sacerdote que cumplirá una función decisiva y a la postre fatal en la obra.
El sentido global reside en el enfrentamiento de estos dos temas que, aunque se ajusta a las necesidades formales de la estructura, manifiesta también a la perfección la esencia de la historia: la lucha entre el amor y el odio. Cuando éste parece haber aplastado a los amantes, la vibrante melodía amorosa resurgirá en una última aparición, más intensa que nunca para adquirir finalmente un tono sublime con el que se cierra la obra, reclamando así el triunfo para el amor más allá de la muerte: polvo serán, más polvo enamorado.
Habrá que pedir a los encargados de recomponer el escenario que abandonen su habitual eficiencia y tarden un poco más de lo debido en sacar a escena el piano y reorganizar sillas y atriles para que nos dé tiempo a reponernos de este shock emocional que es siempre la música de Chaikovski; una obra, además, que apenas delata su carácter de pieza juvenil, tal es su capacidad para sacudirnos con violencia y, casi sin respiro, elevarnos a los más nobles sentimientos. Pero ahora es el momento de adoptar una expresión bien distinta para disfrutar del Concierto para piano nº 12 de Mozart.
Este concierto, aparte de su valor musical, es un documento interesante que nos ilumina sobre algunas de las condiciones de la vida de un músico a finales del siglo XVIII, es decir, en los últimos momentos del Antiguo Régimen, cuando los artistas todavía se reconocían más como empleados a sueldo de la iglesia o de los grandes señores de la aristocracia y la realeza. Pero Mozart había escapado recientemente a sus obligaciones en la corte del arzobispo Colloredo en Salzburgo, harto de las muchas imposiciones y el carácter autoritario de éste, así que se encontró en Viena, sin un puesto fijo de trabajo y expuesto, por lo tanto, a una situación ilusionante pero peligrosa. Los músicos de pocas generaciones más tarde, convertidos ya muchos de ellos (al menos la mayoría de los que han pasado a la posteridad) en profesionales liberales vivirían habitualmente esta misma experiencia pero en época de Mozart no era aún lo más frecuente.
Para salir adelante y hacerse un lugar en el competitivo mundo musical de Viena el joven Wolfgang (siempre fue joven, en realidad, pero en aquel momento contaba sólo veinticinco años) recurrió a la combinación de sus dos mejores habilidades: la de compositor y la de pianista. Creó una serie de conciertos para piano que le sirvieran para lucirse en ambos campos y que podían presentarse de maneras muy variadas para no desaprovechar ninguna ocasión de interpretarlos. Así, el solista bien podía ser un clavecín si no se disponía de piano. Y la orquestación, que incluye oboes, fagotes y trompas además de las cuerdas, podía ser reducida eliminando los vientos. Incluso era posible convertir el conjunto en una pieza de cámara contando únicamente con el solista y un cuarteto de cuerda. Tal flexibilidad beneficiaba las oportunidades de sacar rendimiento a la creación.
Además, se trata de una obra relativamente conservadora, o al menos no tan avanzada en su estructura como algunas anteriores (el concierto nº 9, por ejemplo, conocido como Jeunehomme). Esto es una constatación de los musicólogos pero a nosotros, interesados más en la belleza de la música que en los detalles técnicos, nos resulta más bien indiferente a la hora de escucharlo. Eso sí: nos sirve para comprender aún mejor las intenciones de Mozart, que pasaban por agradar al público convencional de Viena. No creamos que al compositor le eran ajenas esas reflexiones acerca de los gustos del público y la necesidad de contar con su aprobación; en carta a su padre manifestaba que había escrito unos conciertos que podían agradar tanto a los expertos como a los menos duchos, pues había bellezas ocultas que sólo algunos captarían, pero su expresión general era suficientemente agradable y amena como para gustar a todos.
La obra data de 1782 y se estrenó en los conciertos de Cuaresma que Mozart organizó al año siguiente. No vino solo: ya metido en faena, escribió tres conciertos para aquella ocasión. Aunque éste fue el primero de los tres, lleva el número 12 y los otros dos son el 11 y el 13.
Por supuesto que al escucharlo encontraremos todos esos rasgos que hacen de la música de su autor una de las cumbres indiscutibles de la historia del arte y que se resumen en la extraordinaria conjunción entre elementos aparentemente opuestos: la perfección formal y la expresividad; la aparente sencillez con que se desarrolla la música y su profundo eco en la emoción humana; la claridad estructural y la libertad creativa. El logro de este equilibrio tan complicado es lo que convierte a Mozart en un artista plenamente clásico en el sentido más pleno de la palabra: heredero y valedor de las categorías fundadas por el clasicismo griego y fundamentadas en la armonía como principio rector: armonía que no supone puramente quietud y placidez (o sea, a la larga, aburrimiento), sino concertación entre factores contrarios, unidad en la diversidad… la justa medida de paz en esa tensión que somos los seres humanos y que hace capaces a los grandes artistas clásicos de retratar las emociones con verdad pero sin descomponer la elegante belleza del gesto creativo. Un principio como el que los primeros filósofos griegos buscaron para tratar de armonizar el aparente desorden de la naturaleza y convertir el caos en un cosmos y que los períodos clásicos de la historia del arte han ido recuperando una y otra vez.
Como muestra tenemos el segundo movimiento de este concierto, en el que Mozart expresa una genuina emoción al rendir homenaje a un amigo recientemente fallecido: Johann Christian Bach, uno de los hijos músicos de Johann Sebastian, a quien había conocido en Londres durante sus giras como niño prodigio y quien se había convertido en un sincero amigo a pesar de la diferencia de edad. Enterado de su muerte, Mozart lo recuerda tomando un tema de la obertura de su ópera La calamitá de’ cuori para basar en él su tiempo lento. Seamos como esos oyentes entendidos a quienes Mozart reservaba las bellezas ocultas de este concierto y no nos quedemos sólo en la encantadora belleza formal de este andante, sino exploremos el sentimiento de serena tristeza que lo impregna dulcemente, sin estridencia pero con profunda emoción: salid sin duelo, lágrimas corriendo.
Dispondremos del descanso del concierto para cambiar otra vez de registro emocional y de tendencia artística, pues nos enfrentaremos a la primera sinfonía de Jean Sibelius, escrita cuando moría el siglo romántico, entre 1898 y 1899, y estrenada inmediatamente.
Sibelius tenia entonces treinta y cuatro años, pero no era un músico inexperto en el campo orquestal; ya tenía a sus espaldas algunas obras sinfónicas y sinfónico-corales que, en su mayoría, se habían basado en temas propios del nacionalismo finlandés y, particularmente en el Kalevala, una saga recopilada por el poeta Elias Lonnröt unas décadas antes recogiendo las tradiciones e historias legendarias de Finlandia. Esta epopeya nacional dio a Sibelius ocasión de crear una gran cantata para voces y orquesta, Kullervo, siete años anterior a la primera sinfonía; una obra que, sorprendentemente, su autor repudió y no volvió a interpretarse hasta después de su muerte en 1957. Tras ella surgieron poemas sinfónicos que siguen formando parte del repertorio como Leminkäinen o En Saga.
Estas primeras creaciones ya habían granjeado al compositor el favor del público, entusiasmado a partes iguales por el fervor patriótico y por la admiración hacia el lenguaje tardorromántico, serio pero expresivo y rico de Sibelius. Y también le había dotado de la experiencia necesaria para abordar la composición de una sinfonía, una empresa que, desde que Beethoven hubiera puesto tal alto el listón, producía cierto vértigo a todos sus sucesores.
La pieza tiene la forma tradicional de su género, con cuatro movimientos ordenados según los cánones: gran forma inicial, movimiento lento, scherzo y final rápido. Son más o menos patentes las influencias de Chaikovski y de Borodin, pero ya se manifiesta también la personalidad inconfundible del autor, una sensibilidad muy personal que nos permite reconocerlo ya sin duda en este primer acercamiento a la sinfonía.
Uno de los rasgos que lo definen es la alternancia entre momentos de gran intensidad sonora, tocados aún por la épica de aquellas primeras versiones del Kalevala, y otros pasajes en los que parece detenerse el tiempo en un arabesco repetido. El principio de la sinfonía ya nos pone en esta situación: comienza con un casi inaudible redoble del timbal que se prolonga en el tiempo para sostener un solo de clarinete, austero y misterioso, que funcionará como material de base para temas posteriores) y sin transición conduce al comienzo del tiempo rápido con su primer motivo poderosamente dramático, con ritmos violentos que darán paso a efusiones románticas de la cuerda (aquí será inevitable recordar Romeo y Julieta de Chaikovski, que tendremos bien fresco en la memoria); sin embargo, el segundo tema reduce la tensión y las maderas toman el protagonismo sobre un fondo tenue y nos permiten recrearnos en un paisaje sonoro muy sutil. Resulta muy interesante este contraste entre el abigarrado, intenso, cambiante primer tema y esta otra textura mucho menos densa. En todo caso, a lo largo del primer movimiento será predominante la agitación y la intensidad.
Y así será en el conjunto de la sinfonía. Posiblemente nos encontramos ante un autor aún muy joven en el que la energía tiende a desbordarse con facilidad. El Sibelius más cristalino y de texturas tan austeras que aparece en obras posteriores se anuncia pero aún no domina. Así, en el segundo movimiento los pasajes más líricos, que los hay, van llenándose de tensión para dar lugar a cumbres expresivas de mucha fuerza. El tercero, por su parte, extraordinariamente nervioso, recuerda a algunos scherzos de Bruckner, construidos casi a martillazos (y en su comienzo, igual son cosas mías, tiene cierto aire de zapateado y ciertos quiebros aflamencados que sugieren algún viaje de Sibelius a Cádiz; como sabemos que no lo hizo, sí: serán cosas mías o casualidades de las que la música nos ofrece a veces). El pasaje central da un respiro lírico antes del regreso de la agitación.
Y en el final de nuevo el drama: la melodía de apertura que cantó el clarinete abriendo la sinfonía, se convierte en un tenso recitativo de las cuerdas y a partir de aquí experimentamos una cierta inestabilidad que estremece todo el movimiento; a veces arrancan pasajes tormentosos que conducen a potentes estallidos; a veces sin embargo la música vacila, se llena de tensos silencios… o se entrega a un segundo tema lirico de fabulosos contornos románticos y chaikovskianos que va creciendo pero nos sume en la frustración al disolverse antes de alcanzar su punto culminante. La sinfonía termina, por lo tanto, en un estado de ánimo cambiante, tormentoso las más de las veces, pero respirando en momentos en los que un rayo de sol rasga las nubes. Ni siquiera el final nos da reposo: cuando creíamos acabada la obra en los rotundos acordes de mí menor que resuenan a plena orquesta, aún un último aliento se prolonga para cerrarla con unos lúgubres pizzicatos. Música profundamente expresiva para disfrutar de los vaivenes emocionales de la condición humana.
Así concluye este programa de grandes estrellas; no les quepa duda de que van a disfrutarlo, como siempre que nos reencontramos con el hogar tras los enriquecedores viajes que nos ofrece la vida por tierras lejanas.
Iñaki Moreno Navarro
Sandro Gegechkori.
Piano
Primer premio del Concurso Internacional de Música María Canals 2021
Sandro Gegechkori es uno de los representantes más destacados de la joven generación de la escuela de piano de Georgia. El reconocimiento y el éxito internacional le han llegado a una edad muy temprana, habiéndose establecido firmemente en el ámbito mundial de la música clásica. Sandro ha ganado varios concursos internacionales, como el concurso internacional de música Maria Canals (Primer Premio, 2021), el concurso internacional de piano Feurich de Viena (Gran Premio, 2018), el concurso internacional de piano Arno Babajanyan (Primer Premio, 2015). A principios de 2022, Sandro Gegechkori se convirtió en artista de la WFIMC (Federación Mundial de Concursos Internacionales de Música). Da recitales en varias salas de concierto de prestigio como el Royal Concertgebouw, Palau De La Musica, L’auditori, Mozarthaus Vienna, etc.
Sandro Gegechkori colabora con las principales orquestas del mundo.
El Museo Sergei Rachmaninoff bajo la dirección de Alexander Ermakov estableció el festival que lleva el nombre de Sandro Gegechkori – Междунароный фестиваль Сандро Гегечкори (Festival Internacional Sandro Gegechkori). Dice Ermakov: "La alta profesionalidad y las habilidades interpretativas – Sandro Gegechkori ha demostrado brillantemente la escuela de piano de Georgia en sus actividades pianísticas". Siendo el ganador del Primer Premio del concurso internacional de música MCB 2021, ya tiene programados todos sus futuros conciertos en solitario y con orquesta. Como ganador del concurso internacional de piano MCB, ya ha conseguido la oportunidad de grabar el CD en la plataforma de CDs Naxos, de renombre mundial.
Actualmente Sandro estudia en el programa de licenciatura del Conservatorio Estatal de Tiflis, mejorando sus habilidades artísticas en la clase del profesor Alexander Garber.
Nuno Coelho.
Director
En la temporada 2022/23, Nuno Coelho inicia su labor como director titular y artístico de la Orquesta Sinfónica del Principado de Asturias. También comenzará su quinto año como director invitado de la Orchestra Gulbenkian con una producción de la visión de José Saramago de Don Giovanni de Mozart, en conmemoración del centenario del escritor. Otras destacadas actuaciones incluyen su debut con la Royal Concertgebouw Orchestra, la Filarmonica de Tampere y la Sinfonieorchester St Gallen, su regreso a la Sinfónica de Amberes y la Orquesta Sinfónica de Tenerife; y una gira con la Joven Orquesta Nacional de España.
La temporada pasada Nuno debutó con la Filarmónica de Helsinki, Dresden Philharmonie, Staatsorchester Hannover, Orchestre Philharmonique de Luxemburgo, las sinfónicas de Gävle y Malmö, la HET Residentie Orkest, Orchestre Philharmonique de Strasbourg y la Orchestre National de Lille, y amplía su ya dilatada relación con la Orquesta Sinfónica de Galicia y la Orquestra Simfònica de Barcelona. En marzo 2022 dirigió una producción semiescenificada de Cosí fan tutte en la Gulbenkian, expandiendo su repertorio operístico que abarca las producciones de La Traviata, Cavalleria rusticana, Rusalka, El diario de Ana Frank y Los siete pecados capitales, entre otros.
Ganó el Primer Premio del Concurso Internacional de Dirección de Cadaqués en 2017 y desde entonces ha dirigido la Royal Liverpool Philharmonic, BBC Philharmonic, la Symphoniker Hamburg, Orquesta Sinfónica de Castilla y León, Noord Nederlands Orkest y la Orchestra Teatro Regio Torino. En 2018-19 obtuvo la Beca Dudamel colaborando con la Filarmónica de Los Ángeles y esa misma temporada debutó con la Symphonieorchester des Bayerischen Rundfunks al sustituir a Bernard Haitink en el podio.
Nacido en Oporto, estudió dirección de orquesta en la Universidad de las Artes de Zúrich con Johannes Schlaefli y ganó el Premio Neeme Järvi en el Festival Gstaad Menuhin. En 2015 fue admitido al Dirigentenforum del Consejo de Música Alemana y durante los dos años siguientes obtuvo la beca de dirección de Tanglewood y fue director asistente de la Filarmónica de los Países Bajos. Ocupa su tiempo libre con la literatura y el tenis.
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