Conciertos

BOS 12

Abono de Iniciación


Palacio Euskalduna.   19:30 h.

Cancelado
Christian Zacharias, director

Robert Schumann (1810 – 1856): Manfred, Obertura Op. 115

I. Vivace con brio
II. Andante: Specie d’un canone in contrapunto doppio
III. MenuelT: Allegretto
IV. Allegro con brio

Robert Schumann (1810 – 1856): Concierto para piano y orquesta en la menor Op. 54

I. Allegro affettuoso
II. Intermezzo (Andantino grazioso)(attaca)
III. Finale (Allegro Vivace)

Christian Zacharias, piano

Robert Schumann (1810 – 1856): Sinfonia nº4 en re menor Op.120

I. Ziemlich langsam. Lebhaft
II. Romanze. Ziemlich langsam
III. Scherzo. Lebhaft. Trio
IV. Langsam. Lebhaft

Dur: 100´(aprox.)

FECHAS

  • 19 de marzo de 2020       Palacio Euskalduna      19:30 h.
  • 20 de marzo de 2020       Palacio Euskalduna      19:30 h.

Venta de abonos, a partír del 24 de junio.
Venta de entradas, a partir del 16 de septiembre.

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Cancelado por enfermedad de Christian Zacharias

 

Habla el poeta

Hijo de un librero culto y sensible, Robert Schumann (Zwickau, 1810 – Endenich, 1856) nació al amparo de una estrella literaria y tuvo a su alcance, desde niño, un universo de textos que leyó con avidez: poesía, cuentos fantásticos y novelas románticas alimentaban su febril inquietud, pero no conseguían saciar su apetito de estímulos que eran para él como “aliento de vida”. Por ello, se adentró en el inconmensurable territorio de la música y no se alejó nunca de él. La breve incursión que hizo en el terreno de la abogacía, siguiendo los deseos de su madre, no consiguió más que fortalecer su convicción de dedicarse a la carrera artística y desde Leipzig, a donde había ido para estudiar Derecho y donde tomó la decisión irrevocable de ser músico, escribió una carta a su madre: “Toda mi vida ha sido una lucha de veinte años entre poesía y prosa o, dicho de otro modo, entre Música y Jurisprudencia… Si sigo a mi genio, él me conduce al arte y creo que ese es el camino acertado. Pero en el fondo, te lo digo con cariño y dulcemente, me parecía que te me cruzabas en el camino, para lo cual tenías buenas y maternales razones… Pero para el hombre no puede haber idea más torturante que la del porvenir desdichado, lánguido y pobre que él mismo se ha forjado. No hay que perder tiempo. Que sigas bien madre y no temas. El cielo solo ayuda al hombre que se ayuda a sí mismo”.

En muchas ocasiones Schumann fue presa de obsesiones extrañas que influían en su pensamiento, de la misma manera que le impresionaban toda clase de acontecimientos: “Me afecta todo lo que sucede en el mundo: la literatura, la política, la gente… y anhelo expresar mis sentimientos y transmutarlos en música”, confesaba a Clara en una fogosa carta fechada en 1838. “Habla el poeta” es uno de los muchos títulos con alusiones literarias que Schumann dio a sus primeras piezas pianísticas. A este instrumento dedicó su prodigiosa, innovadora y fructífera etapa inicial en la composición: el piano primero y la voz después, le bastaron para volcar su alma encendida de ideas líricas, emanadas del romanticismo literario más puro y audaz. Tras poco más de una década de poesía intimista, Schumann volvió su mirada hacia la orquesta. Todo sucedió a partir de 1839, cuando el compositor escuchó el estreno de la Sinfonía en Do Mayor de Schubert que él mismo había contribuido a desenterrar. Su matrimonio con Clara Wieck, un año más tarde, supuso para él un alivio emocional y le dio la paz espiritual necesaria para abordar los géneros orquestales. En este contexto más sosegado y feliz, un compositor que había volcado su creatividad primera en el piano, expresando de manera inigualable su agitación, su originalidad, su sensibilidad poética y su visión del mundo, se consideró a sí mismo en la cumbre de sus facultades. “Prácticamente he terminado una obra importante, una música para el Manfred de Byron que he adaptado para una representación dramática, con obertura, entreactos y otras piezas musicales para las que el texto ofrece amplias posibilidades”. Así escribía Schumann a Franz Liszt el 31 de mayo de 1849, presentando su Manfred como un melodrama o “poema dramático con música” a partir del título que Lord Byron había dado a su extenso poema, escrito entre 1816 y 1817: Manfred, dramatic poem. En efecto, el escritor inglés la consideraba una obra apta para ser llevada a la escena, pero también para ser leída y meditada. Byron se había refugiado en los Alpes suizos tras haber sido acusado de incesto y, como en otras ocasiones, diseñó la trama con evidentes signos autobiográficos: el personaje principal es un noble que vive en un solitario castillo en los Alpes, torturado por una culpa de origen innombrable. Manfred intenta conjurar su desgracia invocando a varios espíritus, pero el suicidio parece ser la única solución. En este desenlace es donde, además, se palpa la inclinación de Schumann por la historia del antihéroe. Pero, más allá de la música que escuchamos hoy, los elementos sobrenaturales de la obra byroniana y el hecho de concebir al protagonista enfrentado en soledad a su destino, convirtieron el texto en emblema del Romanticismo y esta fue la razón por la que Manfred interesó a compositores tan plenamente románticos –aun en versiones distintas- como Schumann, Tchaikovski o Liszt (que no completó la música para una escena del poema), a escritores como Goethe o a filósofos como Nietzsche. Este último afirmaba: “El primero de sus dramas es Manfred, escrito en Suiza y junto al Rin, un monstruo en el sentido dramático; el monólogo de un moribundo, como podría decirse, que hurga en las cuestiones y los problemas más profundos”. Franz Liszt estrenó el melodrama completo en 1852, en la Gewandhaus de Leipzig. En una carta fechada el 25 de diciembre de 1851, que forma parte de la abundante correspondencia alrededor de esta obra que hubo entre ambos (y entre Liszt y Clara, cuando su esposo no podía escribir a causa de la enfermedad), Schumann indicaba a Liszt: “De las piezas musicales le confío especialmente, querido amigo, la obertura; la considero, si es que puedo decirle algo así, uno de mis hijos más vigorosos y desearía que usted fuera de la misma opinión”. Parece que así fue, puesto que Liszt dirigió la Obertura, de manera independiente, en numerosas ocasiones. En ella, y tras la solemne apertura del telón en los poderosos acordes de la orquesta, aparecen dos temas principales: el primero está basado en el desarrollo de un motivo cromático que evoca la figura de Astarté -el amor perdido-prohibido- y de la muerte; el segundo, vigoroso y dinámico, representa la rebeldía del héroe que se enfrenta a su destino y también a la vida y aún hay otro más, vinculado al primero, pero más lírico. Todas las ideas se van entreverando en el desarrollo, poniendo en relación vivencias, sentimientos y contradicciones. Schumann logra así algo nuclear en su arte: el enlace entre música y poesía. Pero también algo inherente a su pensamiento: que la música y la vida sean una misma cosa. En el género concierto, el compositor nos ha dejado tres obras: una para piano, otra para violoncello y una más para violín -en este orden cronológico-, pero también escribió algunas composiciones para solista y orquesta a las que prefirió denominar “piezas de concierto” y “fantasías”. El Concierto para piano en la menor está mediatizado por dos circunstancias clave: por un lado, su flamante esposa era una de las más extraordinarias pianistas de su tiempo y, por otro, Schumann necesitaba dejar claro que él mismo era un compositor-pianista. Por ambas razones el solista lleva el peso principal de la expresión –no solo pirotécnica- que emana de la partitura. Sin embargo, esto no es obstáculo para que prevalezca el estilo del músico-poeta, para quien el virtuosismo está al servicio de la música y no de la exhibición del intérprete –algo muy habitual en su época y que Schumann siempre combatió. Uno de los recursos que pone en marcha para este fin es la utilización de la orquesta sin apariencia de hostilidad frente al solista. Muy al contrario, escribe para ella con una delicadeza y transparencia singulares y conmovedoras en su belleza, que permiten la perfecta comunicación entre ambos. Aun así, la obra en su conjunto es todo menos frágil o inconsistente y, de hecho, el romanticismo nos muestra a través de ella sus múltiples caras: la profusión -casi histeria-de un sentimiento que salta a borbotones y se precipita hacia el patio de butacas no tiene contención de ningún tipo, ni siquiera la que pueda aportar el peso de la tradición que tanto veneraba Schumann, pero esta emotividad exagerada es capaz de alternar con pasajes de ensoñación y suavidad plenas. Schumann, en un principio, concibió el primer movimiento como una “fantasía” y así fue estrenado por Clara en la Gewandhaus de Leipzig en 1841. Durante los cuatro años siguientes, el compositor escribió los movimientos segundo y tercero dejando concluida la obra en 1845. Entonces fue también estrenada por Clara bajo la dirección de Mendelssohn, quien en aquel momento era una de las fuerzas musicales más relevantes de Alemania. El Allegro affettuoso arranca con una desafiante llamada de atención del piano que anticipa el dominio que ejercerá en todo el movimiento. Sin embargo, y haciendo gala de la eterna contradicción romántica, el tema principal tiene un carácter nostálgico y doliente y una prodigiosa inspiración que genera todo el material temático del movimiento y, en cierta manera, de todo el concierto. La cadencia que aparece al final fue escrita por el propio Schumann, sin duda para evitar el tan temido exhibicionismo de los virtuosos de la época y proteger a su obra en su integridad poética. En el Intermezzo, el tejido entre solista y orquesta está diseñado de manera singular y, como afirmaba Clara con deleite, “es imposible pensar en el uno sin hacerlo en el otro”. En una atmósfera despejada, que apenas conserva la melancolía anterior, se manifiesta el gusto de Schumann “hacia las cosas sencillas” y, con un exquisito tratamiento, organiza el discurso en una forma tripartita donde la timidez de los extremos cede su lugar al radiante lirismo de la parte central, soñadora y cálida. En un derroche de coherencia compositiva, escuchamos un guiño al primer movimiento que sirve de enlace entre el segundo y el último. De este modo, Schumann cubre el vacío que podía haber separado el producto de su inspiración entre 1841 y 1845. El Allegro vivace renueva el vigor del concierto y otra vez el piano luce poderío, pero sin dejar que el virtuosismo eche por tierra el valor de la musa poética. Las cascadas de notas y la audacia en forma de arpegios participan de la esencia de la música y no de la histeria meramente pirotécnica. La experimentación rítmica del segundo tema o el sutil tratamiento fugado del primero durante el desarrollo de las ideas, son algunos de los atributos que hacen de este concierto una obra atrayente e inmortal. Ese mismo glorioso año sinfónico de 1841 dio como fruto dos sinfonías: la Primera, en si bemol mayor, bautizada por el compositor con el sugerente nombre de “Primavera” y otra en re menor, que hoy escuchamos, ofrecida como regalo de cumpleaños a su esposa Clara. Esta última fue revisada en 1851 y es entonces cuando recibió el título de “Cuarta”. La agotadora y tenaz batalla de Schumann por auto confirmarse como compositor sinfónico se debe contemplar en un contexto en que las sinfonías de Beethoven aún estaban siendo asimiladas –con mayor o menor dificultad- por el público europeo e incluso por parte de los compositores a quienes no dejaban de asombrar, desconcertar o subyugar: “¿Qué más se puede hacer después de Beethoven?”, había dicho Schubert con resignada devoción. La Sinfonía No. 4 en re menor Op. 120 es un prodigio de unidad y coherencia entre los movimientos, paradójicamente surgida del pensamiento musical de un hombre para quien la desintegración mental llegaría a ser muy dolorosa, causando a la vez tanta pena a su alrededor. Los movimientos discurren en un todo ininterrumpido -razón por la que Schumann dio a esta partitura el sobrenombre de “fantasía sinfónica”- y todos derivan prácticamente de los motivos melódicos expuestos en la Introducción. Por ello, la unidad temática que vertebra el conjunto resultó ser una conquista de la homogeneidad a través de la innovación, porque en esta sinfonía hay tanta originalidad en la forma como en las ideas que la nutren. Pero también resultó novedosa la manera en que esas ideas se van transformando, volviendo siempre y de alguna manera al primer movimiento pero evitando la repetición. Romántica paradoja y, también, semilla de la sinfonía cíclica, tan explorada en el Romanticismo tardío. Por otro lado, la orquestación de Schumann ha dado lugar a lo largo del tiempo a muchas críticas, lo que no significa que éstas fueran siempre justas. Es cierto que, en relación con el tratamiento que hace de otros parámetros musicales, tal vez la aplicación de la paleta orquestal no sea el punto fuerte del compositor –sobre todo si se le compara con algunos otros románticos- y él mismo lo reconocía: “A veces pinto en amarillo lo que debería ir en azul”. Incluso algunos directores y compositores –en varias ocasiones lo hizo Mahler- revisaron las orquestaciones de Schumann con escasos resultados, porque la esencia de su música, su color, su calidez y su encanto residen, precisamente, en su personalísimo manejo de la instrumentación, con una sencillez característica que vehicula con eficacia su inspirada melodía, el discreto contrapunto entreverado en algunos pasajes, los sutiles diseños rítmicos y armónicos y la atractiva y elocuente innovación formal. Todos ellos son rasgos genuinos de este poeta de la música que es capaz de regalarnos las inolvidables melodías de la Romanza, delicadamente coloreadas por el oboe y el violoncello en el inicio y por el violín después; las imitaciones libres del Scherzo, con su delicioso y luminoso Trío central y los trémolos dramáticos en las cuerdas que, junto con los sorprendentes pasajes en los metales, conducen la partitura hacia el éxtasis, consiguiendo que esta sinfonía tan personal y humana concluya de forma brillante. Este hijo de librero con alma de poeta fue una de las mentes más preclaras de la crítica musical de su época. Con sus dotes de redactor y con su versatilidad mental (piadoso eufemismo), creó una serie de personajes que dieron voz a sus ideas acerca de la música, a través de diversos artículos publicados por la Neue Zeitschrift für Musik, imprescindible revista editada en Leizpig entre 1835 y 1844: para sus colaboraciones con la revista ideó una ficticia sociedad musical, la Cofradía de David, de la que formaban parte los personajes que encarnaban a Schumann en sus varios perfiles y que eran seleccionados en función del tono elegido para el comentario musical. Entre todos, destacaban dos: Eusebio, reflexivo y soñador y Florestán, impulsivo y apasionado. En una ocasión, Schumann puso en boca del último esta consideración: “No siento afecto por los hombres cuyas vidas no armonizan con sus obras”. En su genuina coherencia, Schumann no se apartó nunca de esta máxima y por ello, para conocer a la persona, sus inclinaciones y sus anhelos, no tenemos más que escuchar su música: con los oídos y con el corazón, porque quien nos habla es también poeta. Disfruten. Mercedes Albaina

 

Christian Zacharias, piano y director

Con una combinación única de integridad e individualidad, brillante expresividad lingüística, profunda comprensión musical y un instinto artístico seguro, combinado con su personalidad artística carismática e interesante, Christian Zacharias se ha establecido no solo como pianista y director de clase mundial, sino también como pensador musical. Desde la temporada 2017/18, Zacharias ocupa el cargo de director invitado principal de la Orquesta y Coro de la Comunidad de Madrid, presentando entre otras cosas un enfoque distinto en la música de Robert Schumann. La música de Schumann forma un punto central en el trabajo musical de Zacharias, y aparece en otros programas en Toulouse, Madrid, Gävle y Barcelona. Además, en la temporada 2018/19 continúa su colaboración con la Orquesta de Cámara Inglesa, la Orquesta Sinfónica de Gotemburgo y la Orquesta de Cámara de Saint Paul, así como conciertos en centros internacionales de música en París, Lyon, Moscú y Elbphilharmonie en Hamburgo. Los socios musicales de Zacharias incluyen la Orquesta de Cámara de Saint Paul, Orquesta Sinfónica de Gotemburgo, Orquesta Sinfónica de Boston, Orquesta de Cámara de Basilea, Konzerthausorchester de Berlín y Sinfónica de Bamberger. También ha dirigido producciones de La Clemenza de Tito y The Marriage of Figaro de Mozart, así como La Belle Hélène de Offenbach. El trabajo musical de Zacharias ha sido galardonado con el Midem Classical Award «Artista del Año» 2007, el «Officier dans l’Ordre des Arts et des Lettres» del estado francés y un homenaje de Rumania por sus servicios a la cultura. Además, Zacharias fue nombrado miembro de la Real Academia de Música de Suecia en 2016, y en 2017 recibió un doctorado honorario de la Universidad de Gotemburgo.

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